La idea de la celebración del Día del Libro se originó en Cataluña liderada por el escritor valenciano Vicente Clavel Andrés, proponiéndola a la Cámara Oficial del Libro de Barcelona en 1923 y aprobada por el rey Alfonso XIII de España en 1926.
El 7 de octubre de 1926 fue la celebración del primer Día del Libro, luego se instaura definitivamente la fecha del 23 de abril de 1930, coincidiendo con el fallecimiento de Cervantes, Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega en 1616.
Es por esto que una fecha tan simbólica para la literatura universal fue escogida por la Conferencia General de la Unesco (1995) para celebrar al libro y sus autores y convocar, especialmente a los jóvenes, a descubrir el placer de la lectura. Dicha propuesta fue liderada por la Unión internacional de Editores (UTE) y presentada por el gobierno español ante la Unesco.
Nosotros, los lectores, celebramos al libro en cada página explorada, en cada voz revelada, en el disfrute de cada trama, en el encuentro con cada personaje, también en las bofetadas que algunos libros nos propinan, o en la nostalgia que nos deja una lectura.
Hay libros de todos los colores y matices: esos que nos abrazan en las noches frías, los que nos hacen vibrar desde sus primeras líneas, los que nos conmocionan y nos sacuden el tablero, los que nos conmueven y nos mueven, los libros apacibles, los que nos dejan improntas eternas, los que no nos dejan huellas, los libros que nos abandonan y abandonamos, los que nos ponen entre la espada y la pared, los que nos hacen más humanos.
Los libros nos salvan de la soledad, nos revelan los enigmas de los sueños.
Los libros, con su vuelo, nos hacen libres, empáticos y menos tristes.
Los libros nos convierten en exploradores de universos impensados.
Los libros nos permiten experimentar otras vidas y otras muertes, otros amores y desamores.
Los libros nos cobijan con sus voces que se funden en la memoria y el gozo de las palabras.
Los libros nos devuelven la capacidad de asombro y el viaje eterno de los sentidos. (O)
