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El Telégrafo
Ximena Ortiz Crespo

¿Desaparecer la Senescyt?

24 de abril de 2021 - 00:00

Soy testigo del desarrollo de las políticas en educación superior en los últimos diez años. He constatado de primera mano el esfuerzo enorme que han puesto las universidades para cumplir los retos que tienen. Por ello, me han sorprendido las propuestas de eliminar el examen de ingreso y desaparecer la Secretaría Nacional de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación. Para mí, como dice el aforismo inglés, es “arrojar al bebé junto al agua en la que se le baña”. El presidente electo Guillermo Lasso, después del triunfo, ratificó su intención de eliminar la Senescyt.

Esta es una entidad que el país ha venido construyendo desde hace muchos años: Conesup, Senacyt y Fundacyt fueron sus antecesoras. Un hito en el avance de la educación superior fue que la Constitución de 2008 la consagre como “universal, laica y gratuita”. Al tiempo que instituyó la Senescyt como un organismo público de planificación, regulación y coordinación interna del sistema de educación superior (art. 353). La Ley Orgánica sobre el tema recogió estos principios en 2010.

¿Porqué ha sido importante la Senescyt? El ingreso a la educación superior sufría de enormes inequidades y factores de discriminación. En los años 70, las universidades excluían a los jóvenes por razones socioeconómicas, étnicas, de género y hasta geográficas, quedando afuera los de menores recursos económicos, como los indígenas, montubios, afroecuatorianos, mujeres y los habitantes de las zonas rurales.

En los años 80, la composición de la matrícula universitaria empezó a cambiar con el ingreso de las mujeres, pero solamente las de clase media y alta. Para los años 90 había suficientes cupos, pero la demanda no era mayor porque una gran cantidad de bachilleres no llegaba a graduarse.

En los años posteriores, la universidad pública era pagada y empezaban a escasear los cupos. Se establecían exámenes de ingreso para cada carrera basados en conocimientos y no en aptitudes de razonamiento. Los bachilleres tenían terror a los exámenes, especialmente, a los de las escuelas politécnicas. Los padres de familia hacían colas y dormían en la calle para conseguir cupos. Era la época en que se compraban, se sorteaban y se vendían cupos y títulos.

Poco a poco se incrementó la demanda. Los bachilleres ya se graduaban. Las universidades recibían a los estudiantes, pero no había espacio para todos. Al punto que los alumnos de las públicas debían llegar con tres horas de anticipación para ganar puesto o debían apostarse en las ventanas para oír al profesor.

Antes del año 2006 la matrícula universitaria pública estaba compuesta por el estrato superior del quintil 3 y el quintil 4, es decir, población proveniente de la clase media. Seis años más tarde se creó la prueba ENES con el fin de tener un único examen para todas las carreras y universidades basado en competencias de razonamiento y para permitir que los bachilleres postularan a la carrera de su elección.

Con la creación de este examen, la oferta de nivelación y la gratuidad, el Estado logró bajar la deserción y permitió el ingreso de una población de estratos que nunca antes habían tenido acceso a la educación superior. El número de indígenas y afroecuatorianos se duplicó.

El examen erradicó la corrupción que estaba asociada con el ingreso. Sin embargo, abrió una demanda nunca antes experimentada: de 400 mil estudiantes que solicitaron cupos en 2006, en 2017 ya eran 700 mil. La competencia se volvió altísima y las universidades simplemente no tenían las condiciones para abrir más cupos. En una sociedad como la ecuatoriana donde hay pocos mecanismos de ascenso social, el que los profesionales firmen con todos sus títulos es una de las pruebas del valor que la sociedad le asigna a la educación.

Se ha avanzado mucho, se han hecho muchos esfuerzos: han mejorado los estándares de calidad en las universidades; se sigue buscando erradicar la cultura patriarcal y el nepotismo; se han promovido los derechos de las mujeres –ya hay rectoras y vicerrectoras–, las estudiantes mujeres ahora son el 60% de la población estudiantil; los y las estudiantes tienen mecanismos para demandar sus derechos y evitar el acoso escolar y el abuso sexual; los docentes perciben mejores sueldos y ha disminuido la precariedad laboral docente. Queda muchísimo por hacer: por ejemplo, evitar la persecución política, mejorar los entornos académicos, ampliar la intenacionalización. Pero, la tarea fundamental es ampliar la capacidad de las universidades públicas con mayor y mejor inversión.

“Sólo se puede imaginar los riesgos y dificultades a que se ven enfrentados los tomadores de decisión en el delicado proceso de formulación y aplicación de políticas públicas, especialmente en un campo tan complejo y sensible”, dice Pedro Henríquez Guajardo –director del IESALC-UNESCO– en el prólogo del libro Universidad urgente para una sociedad enmancipada (2016), cuyo editor es René Ramírez.

El tema es difícil. Se deben mejorar los parámetros de acreditación respecto a las mallas curriculares, la pertinencia de las carreras, la calidad de los docentes, la perspectiva de género, el aseguramiento de la calidad, la promoción de la investigación, la vinculación con la comunidad, para citar algunos aspectos. Pero suprimir el examen de ingreso a la universidad o suprimir la Senescyt no son planteamientos suficientemente meditados ni responden a las necesidades de una sociedad ávida de educación. Es fundamental que la nueva autoridad tome muy en serio el examen que le hará la sociedad respecto a sus nuevas políticas sobre educación superior.

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