Los extremos del espectro político de hoy, desde Donald Trump a Herbert Kickl (ministro del Interior de Austria), equiparan la política con la ley de la selva. Lo propio está “primero”, los demás van detrás. Presentan su propia agenda como si fuera la voluntad del pueblo. Una república es para ellos el lugar donde la voluntad de la mayoría se convierte en ley. El pueblo es la mayoría, así que impone la ley.
Ese mismo pueblo elige a sus “verdaderos” representantes. Quien no esté de acuerdo es relegado y declarado “cuerpo extraño”. Quienes abogan por ese tipo de política se vanaglorian de que los llamen “hombres fuertes”, pero desprecian la democracia. Dicen que su forma de república es “iliberal” y no “liberal”.
Con el adjetivo “iliberal” pretenden denigrar la forma de democracia que se ha establecido en todo el mundo durante los últimos 70 años. Una democracia es liberal o no es democracia. Todas las democracias de hoy reconocen los derechos humanos, afincados en las constituciones y garantizados por los Estados a sus ciudadanos.
¿Cómo sería una versión “iliberal” de democracia? ¿Derechos humanos solo para austriacos de pura sangre? ¿Libertad religiosa restringida para musulmanes? ¿Determinados barrios solo para homosexuales? El error de ver la heterogeneidad como expresión de degeneración encaja con la retórica de los populistas de hoy. Admiran a Vladimir Putin, a quien no le importan los derechos humanos, en un país en donde se asesinan periodistas, críticos del gobierno y homosexuales solo por criticar o exigir derechos.
La democracia, en cambio, sí ha traído prosperidad y seguridad a quienes han vivido en ella durante los últimos setenta años. El éxito de la democracia se debe que ha regido el Estado de derecho, no la ley del más fuerte. Un sistema que vale para todos, sin importar el color de piel ni la religión. (O)
Alexander Görlach
* Tomado de DW
