En las últimas décadas, tanto los actores políticos como la academia, han proclamado la importancia de “profundizar” la democracia a través de la progresiva implantación de la democracia participativa y de otras formas directas de acceso de la población a la toma de decisiones políticas.
Un claro ejemplo de ello se encuentra en muchos de los mecanismos que se intentaron en la Constitución de Montecristi, en 2008, algunos de los cuales ya han mostrado su patente fracaso, a pesar de las buenas intenciones de sus autores.
Los partidarios de la democracia participativa la ven como una forma de hacer a la gestión gubernamental más transparente, más fiel a la voluntad de la ciudadanía, más próxima al ideal de la búsqueda del bien común y de incorporar una riqueza mucho mayor de perspectivas en la formulación de leyes y de políticas estatales.
Por desdicha, la práctica de las formas participativas, en nuestro medio, se ha topado con muchos escollos que surgen de la forma como los actores la entienden y la practican.
En numerosas ocasiones, la presunta sociedad civil solo ve los mecanismos participativos como instancias para presionar el acceso clientelar a cargos públicos, como un mecanismo idóneo para canalizar rencillas personales o de camarilla, o como una vía para impulsar reivindicaciones particularistas de ínfima cuantía. Una parte importante de la ciudadanía solo ve al Estado como un botín a ser asaltado y como el escenario de un mezquino “maquiavelismo”.
Este mal alcanza también a muchas veedurías ciudadanas, que con demasiada frecuencia son simplemente instancias en las cuales las personas ambiciosas buscan desestabilizar a los detentores de posiciones estatales, con el fin de colocar a sus miembros como potenciales reemplazos, o para promover futuras carreras políticas personalistas.
La democracia participativa seguirá siendo una fantasía ilusa si no repensamos realistamente las bases sociales y culturales que pueden hacerla posible. (O)
