En teoría, la estadística pública existe para monitorear las condiciones sociales de la población. Operacionaliza las preocupaciones, convirtiéndolas en insumos para producir políticas públicas o privadas que deberían mejorar condiciones económicas, políticas o sociales. Ese mismo aparato estadístico debería cumplir el rol de evaluar si esas políticas fueron eficaces, eficientes u oportunas; para así retroalimentar un ciclo racional de toma de decisiones. En suma, un buen sistema estadístico debería alertar insatisfacciones con anticipación y claridad.
Para algunos analistas, las últimas manifestaciones sociales en Chile, Ecuador y Bolivia toman desprevenidos a los aparatos institucionales debido a su intensidad y duración. Si conectamos estas especulaciones con el teórico rol de las estadísticas públicas, cabe preguntarse: ¿Será que contamos con las estadísticas necesarias, pero los gobernantes no las leen con la prioridad que ameritan? ¿Será que las estadísticas que producen nuestros sistemas tienen problemas de legitimidad, precisión, confianza, accesibilidad o relevancia? En cualquiera de los casos, la inadvertida efervescencia social no deja libre de responsabilidad al rol que deberían cumplir las estadísticas públicas.
Tanto quienes se manifiestan por cambios sociales o quienes defienden estatus deben reflexionar sobre esta falencia. No obstante, la demanda por mejores estadísticas no debe concentrarse en su mejor uso, sino además, en ser más críticos con sus procesos de construcción. ¿Quién decide qué estadística producir? ¿Quién decide qué metodología usar? ¿Qué evita manipulaciones en su publicación? ¿Quién controla la calidad? ¿Quién audita la imparcialidad? ¿Quién evalúa la precisión? A todos nos convienen mejores estadísticas públicas y esto implica la apertura de cajas negras técnicas, pero además, administrativas. El panel de control de un auto debe funcionar con precisión, tanto si uno quiere manejar el vehículo hacia la izquierda o hacia la derecha. (O)
