La Declaración Universal de Derechos Humanos, promulgada el 10 de diciembre de 1948, hace 70 años, constituye un consenso universal, si bien muy general, sobre grandes valores de la humanidad. La Declaración tiene un valor mucho más allá del jurídico, es ya un símbolo.
Traducida actualmente a 500 idiomas, contiene 30 derechos, pero fueron necesarios tres años de discusiones para llegar a acuerdos entre representantes de distintos pueblos, culturas, ideologías políticas, religiones y sistemas morales para redactarla. En realidad condensa las luchas sociales de muchos siglos.
Siendo un símbolo universal, está marcada por profundas paradojas: es y será siempre un horizonte y un camino por recorrer; interpela permanentemente a los Estados, a los organismos internacionales, a las personas y organizaciones en relación a la situación, especialmente de quienes son víctimas de la explotación, la discriminación, la exclusión, el autoritarismo y el totalitarismo.
Además, como símbolo, e incluso como instrumento jurídico, la declaración es y debe ser objeto de una permanente interpretación a la luz de las luchas sociales, diferencias culturales y dinámicas ecológicas, políticas y tecnológicas de nuestro tiempo.
La Declaración es hoy más que nunca actual y urgente, cuando observamos un recrudecimiento de la discriminación contra millones de migrantes alrededor del mundo, cuando asistimos a restricciones y agresiones a la libertad de expresión, cuando renacen alrededor del mundo el racismo, el sexismo, la homofobia y el colonialismo, viejas lacras contrarias a la igualdad y dignidad humana, cubiertas ahora de ropajes populistas y neodesarrollistas de diverso signo ideológico.
En realidad, 70 años es aún poco en términos del tiempo histórico. Si recordamos las tantas luchas y heroísmo que expresa y que ha inspirado alrededor del mundo en ese lapso, podríamos pensar que podemos comenzar cada día de nuevo a efectivizarla. (O)
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