No solo de coronavirus malvive la humanidad por estos días. Hay otras epidemias y pandemias, más antiguas e igual o más letales que esta cepa que se detectó en China hace algunas semanas. Azota con fuerza en África, pero ataca a todos los países en mayor o menor medida y se llama sencillamente hambre. Y mata más y mejor que el coronavirus, pero no podemos, no sabemos o no queremos combatirla.
El término puebla los discursos políticos, la burocracia internacional (la FAO) y cuantiosas organizaciones y ONG, y hasta la grita en cada homilía, encíclica u oración el Papa-compañero de la misma manera que lo hicieron todos sus antecesores. Pero nada. El fracaso es estrepitoso. Los científicos no saben por qué, o si lo saben miran para el otro lado, porque el hambre es el fruto directo de la desigualdad que reina en el sistema y por la corrupción económica indiscriminada de numerosos gobiernos del orbe.
Para combatirla hace falta un poco más que agotar las existencias de alcohol en gel. Hay que destinar fondos en reforestar, producir alimentos a gran escala, reconvertir tierras improductivas y, de paso, le damos una manito al planeta que pide socorro igual que el capitalismo.
¿Cómo harán los países subdesarrollados, incluidos los nuestros latinoamericanos, para enfrentar al coronavirus, si no pueden con el dengue, el cólera o el rebrote de sarampión en algunos casos? Si los aeropuertos no han, siquiera, activado un dispositivo de seguridad para saber de qué se trata y a quiénes tratar.
No. Definitivamente la lucha contra las epidemias no es lo nuestro. Habría que comenzar a gravar la hipocresía gubernamental y, con eso, se podría cubrir la erogación para enfrentar el hambre y otras enfermedades (a excepción de Argentina, que lo podría destinar a pagar, por fin, su deuda externa, sin aplicar la usura con los contribuyentes). Menos del coronavirus, de eso se encargan los medios por estos días. (O)
