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El Telégrafo

Color, contemplación y silencio

13 de marzo de 2013 - 00:00

Todo artista que se precie de tal debe transitar obligadamente por un largo camino, en donde los aprendizajes, dolores y artificios se funden al final en una sola primavera. El objetivo del trabajador/a del pincel es superar los límites y los obstáculos que se imponen en el trayecto elegido. El arte es la manera sustancial de emancipación del “yo” interior. La búsqueda de la belleza siempre personal y subjetiva. La reconstrucción de la fealdad y el anuncio de la melancolía.

La pintura como llamarada estética se impone a las fronteras mentales y a los prejuicios terrenales. Es la conjunción de los colores que se quedan en la retina de los otros. La pintura es maleficio de tiempos ajenos y bendición ante los sobresaltos actuales. El/la pintor/a es predicador/a de luz y profeta de sueños eternos, quien ha propugnado a que las sociedades se aferren a la contemplación y a la ternura.

Tal vez esa misma ternura fue elemento determinante en la impronta de Aníbal Villacís, artista que sobresalió con huella propia en los altares de la plástica nacional e internacional. Por esto, no es casual, aquellas imágenes de rostros infantiles rondando las empinadas calles del barrio El Placer en el Quito antiguo, lo que implica decir, la exaltación a los niños de la patria ecuatorial. O su sentida solidaridad entre los hermanos de la vida. Mucho tendrían que ver los años iniciales en donde los afectos y querencias se refugiaron en los nacientes trazos, aún inentendibles en su Ambato natal.

La inquietud creadora lo llevaría a Francia y, con estancia prolongada, a España, gracias a una beca otorgada por el flaco profeta que hizo sucumbir a las multitudes, apenas, desde un balcón. Esa experiencia itinerante le permitió conocer corrientes, tendencias, colegas, desvaríos, urgencias y soledades. Pero algo esencial en el creador: estilo particular. Sus cuadros configuraron una atmósfera de tauromaquia, para lo cual concibió una simbiosis entre lo tradicional y las corridas de los toros populares, sustraídos de nuestros pequeños pueblos, cobijados de realismo mágico. Luego vendría la perseverante indagación de nuestras raíces telúricas, exteriorizadas en signos precolombinos, que convocan a los orígenes indoamericanos.

“Dignidad a manos llenas ha ido esparciendo por su vida y por su obra el maestro Aníbal Villacís. Grande entre los grandes. Sapiente y solitario. Silencioso y confinado en su casa de campo. Infatigable. Vigoroso como el árbol que él mismo sembró en Tumbaco…”, expresa Marco Antonio Rodríguez.

Fue integrante del grupo de rupturas y rebeldías denominado VAN. Sus dibujos recorrieron varios países del orbe, esto es, su percepción de las complejidades que contiene la vivencia cotidiana.

Hace un año Aníbal Villacís dejó de existir físicamente; pero con él se cumple uno de los propósitos del arte, trascender con la obra pictórica en el tiempo y en el espacio.

El maestro Villacís, con su característica sencillez, ahora comparte la fuerza espiritual que deviene de los hombres predestinados por la cromática de la ensoñación, en el anchuroso cielo en donde reposa la bondad y la nobleza humana.

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