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El Telégrafo
Sebastián Vallejo

Cerca de la revolución

19 de septiembre de 2014 - 00:00

Las cosas, sin duda, han cambiado. No hace mucho, los movimientos indígenas se arengaban, salíamos todos bien cabreados y carajo que éramos efectivos. Salíamos y algo se quemaba o alguien dimitía o aparecía una camioneta por ahí. Sí, éramos más efectivos, efectivos en el cambio institucional inmediato. La estructura, por más cacerolas vacías, por más forajidos y triunviratos, quedaba (¿queda?) intacta. El país, además, era un desastre.

Lo que ha traído la Revolución Ciudadana, como principio subyacente a todo este socialismo del siglo XXI y este capitalismo humano, es el orden. Un orden estatal, bonapartista según Juan Cuvi, lleno de burocracia, reglas, restricciones, todas medio lógicas, medio engorrosas. Es la institucionalización del orden. Y ese orden se consagra cuando las manifestaciones sociales tienen horario establecido. Trabaje sus ocho horas y luego salga a protestar. Y respete el cordón policial. Y las calles asignadas. Y cuando le digan desaloje, no espere a que le caiga el toletazo.

Y, como ciudadano, hay un silencioso alivio. Hay una vida paralela que sigue al margen de la marcha. Pero esa decantación por el orden como valor principal también es la mayor limitación que el Estado puede crear a un movimiento social o a una amalgama social, o al que bien quiera expresar su desencantamiento y no encuentre los canales para hacerlo. La efectividad de las protestas recaía en nuestra capacidad de intimidar al poder. Si bien como ciudadano busco la paz y el orden, tampoco puedo olvidar las reivindicaciones sociales y los derechos que se ganaron cuando esos, ‘los mismos de siempre’, se la rajaban en las calles.

Los sindicatos no tendrán la misma fuerza o coherencia política de décadas pasadas, los indígenas no serán ese grupo cohesionado e implacable, los estudiantes no tendrán la misma capacidad de movilización, pero sus propuestas, junto con las de los ecologistas, los médicos y los servidores públicos, son legítimas. Legítimas no porque son infalibles o, incluso, deseables. Son legítimas porque nacen de la gente. Incluso si son manipulados por la ‘restauración conservadora’, algo que termina por ser condescendiente e insultante con la mayoría de los que salieron a las calles el 17 de septiembre.

Es un espacio de reflexión para el Gobierno. Un espacio que se genera, no única o necesariamente por las maquinaciones desestabilizadoras de la derecha, sino por la falta de canales que impide que esta revolución sea verdaderamente ciudadana. Y cerrar esos canales con la simplificación argumentativa de la descalificación termina por darle más bríos (lo cual no es ni bueno ni malo, sino una reacción). También es un espacio para la autocrítica. Sí, la contramarcha es la política, y políticamente también es un mensaje. Pero parece que se está cerrando ese espacio para recordar que este proceso que están llevando es harto perfectible.

El discurso estabilizador no es suficiente. Debe existir un análisis más profundo que la visceralidad ideológica: serán ‘cinco pelagatos’ (que no lo fueron), pero esos cinco son el producto de un bagaje cultural e histórico que definió la consecución de espacios políticos y derechos en nuestra historia.

Es que, a pesar de estos siete años, estamos tan cerca de la Revolución, pero se la ve tan lejos.

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