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El Telégrafo
Samuele Mazzolini

Brexit

28 de junio de 2016 - 00:00

Con casi 1 millón y 300 mil votos de diferencia, los británicos decidieron salirse de la Unión Europea en el referéndum celebrado el jueves 23 de junio. El resultado es histórico, pues el Reino Unido es el primer país europeo en emprender este curso, con la posibilidad de que otros emulen su gesto en los próximos años, lo cual haría vacilar la estabilidad de la UE. El resultado también es sorprendente si tomamos en cuenta que la opción remain había tenido la delantera en la mayoría de las encuestas conducidas hasta marzo de este año.

No es sorprendente, sin embargo, si consideramos lo acontecido desde otros ángulos. Gran Bretaña -y los ingleses in primis- se han sentido históricamente diferentes con respecto al bloque europeo. Trátase de un excepcionalismo que tiene su génesis en una psicología nacional forjada a través de siglos de dominación imperial y cuya recaída en las generaciones existentes toma la forma de una sensación difusa de sentirse mejores con respecto a lo demás del continente.

Pero el prisma de análisis más útil es el que nos ayuda a explicar la reactivación de este sentido de alteridad siempre latente que ha conducido al Brexit. Por eso, hay que hurgar entre las motivaciones que han creado el clima de malestar social necesario para que se pudiese dar este voto. Tal como sucede en otras partes del mundo occidental, el Reino Unido vive desarrollos traumáticos para su cuerpo social más profundo: crecientes desigualdades, pérdida de las seguridades sociales del Estado de bienestar, entradas masivas de inmigrantes en comunidades ajenas a este tipo de fenómeno, deslocalización de muchas actividades productivas. Lejos de los centelleos de Londres y de la desfachatada opulencia de su sector financiero, se esconde un país asustado, inseguro, frágil.

Esta desorientación produce la necesidad de un horizonte de redención que indique quiénes son los responsables de una plenitud social hecha añicos. Este sentimiento es prioritario respecto a la fuerza política que lo encarna: a la gente poco importa que sea un discurso de izquierda o uno de derecha el que cumple este papel. En este contexto, los laboristas no han podido hegemonizar el descontento, habiendo abdicado desde hace décadas cualquier perspectiva de lucha y convirtiéndose en un pedazo del stablishment. Ha sido más bien la derecha más reaccionaria -aunque en el fondo no menos defensora de intereses elitistas- la que incluso creó el marco para que se celebrara este referéndum, proveyendo dicotomías polarizadoras altamente contagiosas. El pueblo ha escogido así el discurso antiinmigración a falta de una narración distinta que identificase más bien en la financiarización de la economía y en la austeridad los enemigos por combatir.

Por eso la estigmatización de aquellos que optaron por irse como poco ilustrados corre el riesgo de profundizar la fractura entre la izquierda y su base social más natural. Son justamente los exvotantes del Labour los que hicieron la diferencia. La fábula según la cual el voto reveló una ruptura entre jóvenes europeístas y ancianos ensimismados no aguanta el análisis empírico: más bien, entre los jóvenes británicos prevaleció la apatía. Si la izquierda quiere contar algo de nuevo, debe aceptar el voto y ensuciarse las manos para volver a representar los intereses de los sectores populares. (O)

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