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El Telégrafo
 Juan Carlos Morales. Escritor y periodista ecuatoriano

Alicia Villalba, arte afro en Ibarra

30 de junio de 2016 - 00:00

El Valle del Chota -también conocido como el Valle Sangriento- fue un enclave en la colonia del poder jesuita, quienes poseían 132 haciendas en el siglo XVIII, antes de su expulsión, donde literalmente se pasaba de una a otra. Además, como lo revela Federico González Suárez -quien defendía la verdad histórica ante todo- tenían esclavos arrancados directamente de África (más de 1.500 para sus plantaciones cañeras y el tráfico de aguardiente). Ese esplendor, fácil de comprobar en los retablos de la iglesia de La Compañía, de Quito, no dejó rastro alguno en las comunidades que fueron explotadas. Y eso no fue lo peor, porque después llegó la época de la hacienda.

Los 4 grados geodésicos que poseía La Compañía terminaron en otras manos y los antiguos esclavos, pese a la manumisión de Urbina, continuaron su vida precaria de exclusión, donde el factor racista -no solo por el color de piel- los condenó y los condena a vivir en la otra orilla.

Es en este contexto que hay que entender la obra de Alicia Villalba, quien trabajaba para mostrar los fragmentos de la historia del pueblo afrodescendiente (no quiero utilizar la palabra negro porque, como bien dice Frantz Fanon en su libro Piel negra, máscaras blancas, también en las designaciones se cuela el racismo y, obviamente, el discurso neocolonial).

Pero las historias detrás del arte son curiosas. Villalba aprendió su arte de máscaras por la iniciativa del belga Marco Ghysselinckx. Digo curiosas, porque precisamente en Bélgica está el mayor museo de máscaras africanas que hurtaron de sus colonias (los museos fueron concebidos como lugares para acomodar despojos de guerra).

Pero Ghysselinckx es de los otros, de aquellos que por su generosidad también debe ser nombrado en esta historia. Y esto, porque el proyecto de realización de máscaras en la Cuenca del Chota-Mira es una de las formas de ternura subversiva contra la desmemoria. Pero Villalba fue más allá. De pedazos fragmentados, encontrados en libros o en su pasión por la costura, emergieron piezas únicas que, de una vez por todas, dejaron la artesanía (otra de las maneras que tiene el poder para clasificar los objetos). Como sea, en estos días se inauguraron en el Centro Cultural El Cuartel, de Ibarra, dos salas dedicadas a su trabajo.

La primera -con una adecuada curaduría- exhibe máscaras, bisutería, ídolos, que dan la impresión de asistir a un espejo de África; el otro es duro, como la historia: están los desgarramientos del pueblo afro, están sus gritos. Son esculturas realizadas con coraje. Cuentan el pasado y el presente. Desde sus silencios nos hablan de un país que, aunque ahora se sabe, no acepta que por su sangre también corre sangre de la Madre África, a la que tanto debemos. Sí, porque no se podría entender el arte contemporáneo sin su influencia. Eduardo Galeano, citando el estudio de William Rubin, del Museo de Arte Moderno de Nueva York, señala que Picasso, Modigliani, Giacometti, Calder, Klee o Ernst, le deben mucho de sus obras a la tierra de los tambores. Con 38 años, Alicia Villalba está en la senda. Nadie dice que el camino es fácil. (O)

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