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El Telégrafo

Violencia: la peste del fútbol

16 de noviembre de 2011 - 00:00

Días atrás el fútbol volvió a vivir un momento terrible, que debería ser totalmente extraño y alejado de lo que significa y constituye el espectáculo de multitudes, una auténtica celebración que hermane a pueblos e hinchas y no que los divida.

Qué lejanos parecen estar aquellos días en que el aficionado podía asistir al estadio para disfrutar del fútbol en su estado puro. Sin violencia, sin peligro, sin temor ni horror, con seguridad y tranquilidad dentro y fuera de los estadios.

La semana anterior se vio en el estadio de Aucas la invasión de algunos individuos disfrazados de hinchas, que sembraron violencia y desconcierto al tratar y, en algunos casos, materializar la agresión a jugadores, cuerpo técnico y dirigentes, que al sentir en serio peligro sus vidas y su integridad, se defendieron con palos y piedras. Imágenes de terror, de barbarie, de estupidez en toda la extensión de la palabra, lejos totalmente de lo que debe suceder dentro de un escenario deportivo.

Porque Dios es bueno, no lamentamos una tragedia de mayores proporciones, pero es necesario que con absoluta madurez y responsabilidad, no solo las autoridades del fútbol nacional, sino también las gubernamentales, a través de la expedición de leyes, se ponga   freno a una lamentable situación como es la violencia, que sigue ganando terreno, ante la vista complaciente de muchos.

Creo que es necesario, indispensable, que la FEF lance un SOS para que organismos como la Asamblea Nacional, en la que hay gente que  sabe lo que es el deporte y donde existen personas que  fueron elegidas para generar leyes, entre ellas la de antiviolencia, tomen cartas en el asunto. Hace rato que esta ley se encuentra entre debates y más debates, sin que haya quien asuma con seriedad la responsabilidad  de poder cristalizar el proyecto. No se puede seguir postergando más, es hora de que alguien le ponga el cascabel al gato.

El Ministerio del Deporte, desde su creación, es uno de esos entes ”simpáticos”. Qué pena tener que manifestarlo, pero es una de las carteras menos efectivas y productivas del actual régimen. Desde la época de Carrión, que dejó como recuerdo ingrato las imágenes de los “comecheques”, pasando por la señorita Vela; como en la actualidad, con el histórico José Francisco Cevallos, con la Secretaría del Deporte no pasa nada.

Está únicamente para entregar aportes económicos, inaugurar determinados eventos e impulsar proyectos demasiado superficiales para lo que representa y su envergadura. En el tema de la violencia, el Ministerio debería jugar un papel fundamental para garantizar seguridad a todos los estamentos del deporte. El fútbol tiene en sus reglamentos sanciones muy débiles: el estadio de Aucas fue multado con una fecha, que no podrá jugar como local, basta con eso.

¿Podemos estar seguros de que, con esos paños tibios, nunca más los energúmenos sembrarán el pánico? Seguro que no. En cualquier momento puede repetirse la penosa historia.

En el estadio de Barcelona, previamente a un Clásico, un niño (Carlos Cedeño) encontró la muerte como consecuencia de la estupidez y el fanatismo de aquellos imbéciles que creen que el que tiene la camiseta de otro color es un enemigo al que hay que eliminar. A través de la televisión también hemos importado la violencia, porque esta no es patrimonio de nuestro deporte.

A la salida del estadio Casa Blanca, propiedad de LDU, hace dos años, fue asesinado un hincha de El Nacional y hasta hoy la Policía ha sido incapaz de determinar a los responsables, y peor aún dar con el paradero de los asesinos. Casi todas las semanas se producen hechos de violencia: emboscadas fuera de los estadios y enfrentamientos entre las “barras bravas”.

Son una  auténtica peste para el fútbol. Heridos por doquier, mallas que se siguen levantando como única medida protectora, sanciones leves o ’’leguleyadas”, como aquella de que no se pudo identificar de dónde salió el proyectil, o que la sectorización no estaba bien determinada. En consecuencia: no hay campo para la sanción.

No hay peor ciego que el que no quiere ver. Es hora de tomar medidas. No podemos seguir de brazos cruzados mirando cómo la violencia nos “golea”.

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