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El Telégrafo
Ramiro Díez

Fútbol: confesiones inconfesables

22 de junio de 2014 - 00:00

Ahora que puedo decirlo sin que me quemen en una plaza pública, haré varias confesiones acerca de la religión del fútbol.

La primera, soy ateo. Me indigna la prepotencia redonda de ese Supremo Dios de las Pelotas que nos pretende someter a todos, a su voluntad indiscutible.

Segunda confesión: Me lastima su crueldad cuando, indiferente a nuestro dolor, hace que algún porterito desconocido le tape un penalti a nuestro equipo.

Tercera: No le perdono el infierno de estar luchando siempre por una clasificación que tambalea en cada partido, mientras que a otros les ha dado el paraíso de varios campeonatos mundiales.

Cuarta confesión: Rechazo la corrupción que campea en la FIFA, en ese vaticano del fútbol, a través de su clero, es decir, dirigentes e inversionistas, que arreglan partidos y compran arqueros para que no tapen, árbitros para que no vean, y delanteros para que no metan. No soporto esa multinacional dedicada a ganar millones, y a manosear a millones de hinchas inocentes. Sigo con las confesiones: soy un ateo del fútbol, sí, pero no puedo escapar a sus encantos ni mentiras. Algo así como un no creyente que puede extasiarse con la Capilla Sixtina o La Pietá, de Miguel Ángel. Porque lo bonito de la religión del fútbol, es que sí existen los milagros. Se han visto equipos chicos que, a pesar del árbitro, han derrotado a los mandamases.

Y también existen las obras de arte. Por ejemplo, y tiene que estar claro en la memoria de todos, ese primer gol de Persie, el holandés, contra España: balón que sale de la banda izquierda, en diagonal, en un pase de 30 metros y que va dibujando una curva lenta. En ese momento Persie, en la mitad de la cancha, toma pista, enciende los motores y cumple el sueño de todos los hombres: empieza a volar, a levantarse en el aire, para hacer que coincidan la trayectoria de la pelota con su cabeza inspirada.

A mitad del vuelo ajusta los alerones, gana altura, levanta un poco el cuello y cabezazo calculado para que la pelota describa una parábola que baña al portero español. Pelota en las redes. Holandeses y el resto del planeta en el cielo. Los españoles, en el infierno. Y el segundo gol: una joya de acrobacia. Pelota alta, inalcanzable, que casi abandona el campo de juego. Pero llega la pierna de Robben que la baja, mientras Ramos y Piqué no saben lo que pasa. Quiebre de cuerpo, cambio de frente, disparo y pelota a las redes. Y después, otros 3 goles, por las dudas. Es la salvación eterna.
En fin, me pidieron que escribiera de fútbol, a mí, que no distingo entre Felipao y Messi. Eso explica las causas de todos los problemas en el mundo. Cuando descubren que uno no sabe de algo, lo nombran para que lo haga.

Y no escribo más. No seré tan irresponsable como para perderme el partido de no sé quién contra no sé quién, que está a punto de empezar.
No soporto a la FIFA, dedicada a ganar millones y a manosear a hinchas inocentes.

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