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El Telégrafo

En el colegio

En el colegio
16 de mayo de 2014 - 00:00 - Por: Pedro Ortiz Jr.

La mayoría de recuerdos que tengo de la vuelta a clases son las previas, que para mí empezaban unas dos semanas antes con la angustia porque se iban a acabar las vacaciones, que me parecen que cuando era más pelado eran más largas, pero igual ya solo sentir que el fantasma de seguir aprendiendo, continuar creciendo y ese caminar hacia volverse un adulto, me hacía sentir aprensivo.

Y aunque mi madre decía que en vez de estar pensando en la inmortalidad del cangrejo (o la cangrejidad del inmortal como yo lo rebauticé) disfrute de mis últimos días de dormir hasta tarde, que tampoco era tan tarde porque a eso de las 9 de la mañana ya estaba sacando la bicicleta BMX para ir a dar vueltas por la casa de la niña que me gustaba hasta que el papá se fuera al trabajo y entrar a conversar con ella a la sala de su casa acolitado por la empleada que nos juraba que no iba a decirle nada a su patrona, de ahí me despedía con un beso en la mejilla que no me lavaba hasta la noche y salía disparado a jugar otras disciplinas barriales como el pepo, fútbol en la calle, cambiar mis cromos del álbum de moda que era ‘héroes de la patria’ o ‘maravilloso universo’, luego una parada rápida en casa para almorzar casi siempre lo mismo, mi comida favorita que por estar de vacaciones me la hacían siempre, arroz con puré y carne apanada o tallarín verde con carne frita y arroz blanco, y por ahí mismo salir hecho un “cuete” a rodar en la patineta Balterra comprada en FYMCO y que Bernard Fougeres promocionaba todas las tardes como si fuera Tony Hawk.

Entrada la tarde, en los inviernos de los 80 sí que llovía, chacoteábamos en las pozas que se formaban y lanzábamos a los panas a los charcos sin saber si quiera el significado de lo que ahora dicen bullying, los amigos más adelantados en la vida aprendían y enseñaban a fumar algún cigarrillo robado a los guardianes de la cuadra, y las chicas iniciadas en la coquetería desde las ventanas y balcones salían a conversar a gritos por la lluvia con camisetas de casa y chores muy pequeños, nos acumulábamos en los portones de estas peladas entre 5 y 12 mangajos que salíamos corriendo cuando ella decía ¡llegó mi papá! Pobre mamá, tener que lavar a mano el desastre de ropa mojada por la lluvia con lodo de las veredas, las medias llenas de pica pica y uno sentado cenando religiosamente como todas las noches arroz con menestra carne asada y patacones, ya casi nadie te pone patacones en el arroz con menestra, qué pena.

Para todo esto, esas pocas semanas se iban como si fueran segundos y ya estabas al día antes de regresar al colegio forrando los libros y cuadernos, con ese olor inolvidable de todo nuevo, listo para presumir las cosas aniñadas que tus parientes te mandaban de la ‘Yoni’ y con los uniformes planchándose mientras tu mamita querida te pedía que te laves bien el pelo y detrás de las orejas para que no vaya puerco el primer día, que al final llegaba con toda la pomposidad de las autoridades del plantel, himno nacional, de Guayaquil, del colegio, padrenuestros, avemarías, presentación de nuevos profesores, primer recreo peloteo maldito, sentencia de muerte con Matemáticas, dormirse con gramática, segundo recreo más peloteo maldito con las bastas arremangadas y las canillas moradas por las puntas de los ‘Bunky super escolar’ (¡está genial!).

Al día siguiente ibas a tu primer día de clases esperando que termine rápido porque a la salida venía la mejor parte, el bufé gastronómico más grande para cualquier chico, granizado, mango, grosella y “cirgüela” con sal, churros y un sinfín de transacciones comerciales con figuritas, stickers y juguetitos de plástico que se veían truncados cuando llegaba mi viejo a recogerme en el Lada y me pitaba desde la esquina a la que yo tenía que salir volando para llegar a almorzar, a hacer la siesta y devolverse al trabajo y yo a la mesa a hacer los deberes arrullado por el fresco del verano que se colaba con las últimas dagas del sol por las ventanas en cuyas mallas se aferraban unos atrasados chapuletes con miedo de ser la cena de los murciélagos que salían como bólidos de los tumbados.

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