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Volver a todas las versiones de la Alejandría de Lawrence Durrell

Volver a todas las versiones de la Alejandría de Lawrence Durrell
28 de abril de 2018 - 00:00 - Diego Pérez Ordóñez

En el ya clásico Cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell (1912-1990), aún es posible sentir la sinfonía cardíaca de una ciudad cosmopolita que olisquea su propio e irrevocable declive, por los siglos de los siglos. Aún se distingue la figura tutelar de rompientes y pleamares mediterráneas coronando el delta del cenagoso y espacioso Nilo. Es posible, casi literalmente, escuchar el perpetuo hormigueo de las bulliciosas calles alejandrinas y entender la tibieza de las sábanas revueltas, en elegantes habitaciones de hotel o en sórdidos departamentos de alquiler. Todavía es posible, aunque la obra haya sido publicada entre 1957 y 1960.

Y si leer el Cuarteto —cuatro novelas entretejidas por vasos comunicantes: Justine, Balthazar, Mountolive y Clea, en ese orden— es una empresa de gran calado, su invariable tono poético, su inconmovible compromiso con la nostalgia y su eterna cadencia deberían ser premios y estímulos más que suficientes. Sobre todo en un mundo de constantes distracciones digitales, de la dictadura de la inmediatez y la vulgarización y viralización absoluta. Es que, no cabe duda, empeñarse en el Cuarteto de Alejandría equivale, página a página, a entusiasmarse con En busca del tiempo perdido de Proust (en siete tomos) o la Novela de Ferrara de Giorgio Bassani, en seis menos monolíticos cuerpos, guardando las distancias y las diferencias de lado y lado y por los cuatro costados.

Lo de Durrell lleva por fuerza a la embriaguez literaria, a la indagación de oxidados mundos que ya no están. Lo de Durrell es la materia prima de la literatura, la adecuada mezcla entre la búsqueda del placer, la imaginería y la belleza. Lo de Durrell también es, en cierta medida, literatura del exilio: nuestro autor fue nombrado agregado de prensa en Alejandría por la Foreign Office con el fin de vender la causa de guerra británica a la prensa local. Exilio, porque Durrell se calificaba como un «islomaníaco», amante del archipiélago griego y su adaptación egipcia fue lenta y traumática.

No me pidan un resumen del Cuarteto. No le exijan a nadie una síntesis. En realidad no hay un argumento contundente que se pueda contar: la tetralogía es la historia de un grupo de amigos en la Alejandría de entreguerras, cuando el espionaje era una cuestión de damas y caballeros (que fumaban con boquilla y bebían champán caudalosamente), cuando la política era cuestión de Estado, cuando la vida sexual tenía características filosóficas («Estaba aprendiendo las dos lecciones más importantes de la vida: hacer sinceramente el amor, y reflexionar») y cuando la seducción era el gran arte.

La historia está contada y refutada desde distintos puntos de vista, lo que vuelve a estas novelas que dialogan —enhebradas, entrecruzadas— una especie de caleidoscopio de tiempos y espacios. En el Cuarteto todo es titánico y grandioso. Todo es ardor y calor. Es una novela en cuatro tiempos, en cuatro ritmos y en cuatro estaciones, que clama a gritos por una buena adaptación cinematográfica contemporánea.

Y están también las pertinaces obsesiones de Durrell, como su fijación con lo marítimo («Una silenciosa ráfaga de viento de la costa nos inundó de pronto con los olores aluviales de un estuario invisible») y sus reflexiones sobre los acontecimientos de la cama («Hacemos el amor sencillamente para confirmar nuestra propia soledad»). Y está la prolija traducción de Aurora Bernárdez, en la medida en que una traducción no deja de ser una simulación respetuosa, una nueva escenificación, como ha argumentado con firmeza Javier Marías. Aun así, Bernárdez se ha preocupado de que en la conversión al español, las palabras pierdan su timbre, que las frases del inglés, esponjosas y acompasadas, dejen de serlo. Incluso en la traducción al español laten la densidad, el lirismo y la fastuosidad que Durrell, meticuloso artesano, siempre planeó como un esmerado y paciente dibujante. Porque, sí, el Cuarteto de Alejandría también puede tomarse y leerse como una acabada obra arquitectónica, con arcos de medio punto, espacios abiertos, luminosidades y perspectivas.

Y también está el Durrell cartógrafo, que volvió a delinear la Alejandría portuaria que ya había perfilado en clave poética el mismísimo C. P. Cavafis («El reluciente añil del mar de la mañana / y del cielo sin nubes, y la dorada costa, todo / bello, enorme, iluminado»). A punta de pluma, Durrell le dio nueva vida a la Alejandría inmemorial, a bordo de las marismas del Nilo, aunque a su admirado Henry Miller, por correspondencia, le haya recomendado algo distinto: «No creo que te gustaría […] esta sórdida, derruida y acabada ciudad napolitana, con sus montículos levantinos de casas desconchándose al sol. Un mar plano, sin olas, de un sucio color marrón, rozando el puerto. Hay árabes, coptos, griegos, franceses; no hay arte ni verdadera alegría […] y la infelicidad personal y la soledad reflejadas en todos los rostros».

Y es acá donde Durrell se hermana con James Joyce, proyectista de la brumosa y pluvial Dublín, con el Juan Marsé artista de la gris Barcelona franquista y con Orhan Pamuk, pintor de Estambul. Es acá donde abandera a Teresa Cremisi, de reciente imaginación portuaria, nacida en un puerto «que conoció la gloria y el olvido, una bisagra del mundo, en la encrucijada de todos los caminos. Allí nació Cleopatra (un poco antes que yo, desde luego), y durante milenios la arena de las playas que lo rodean ha ido devolviendo todo tipo de monedas. Monedas pulidas por el agua, la sal y el viento».

Así que volver a Alejandría, a la mina de oro de Lawrence Durrell, a la arcaica ciudad heráldica.  

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