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Robert Johnson y el otro sujeto

La leyenda dice que Robert Johnson fue un músico que vendió su alma al diablo para obtener la genialidad. Foto: Imagen: usuario jugodelnaranjo, en deviantart.com
La leyenda dice que Robert Johnson fue un músico que vendió su alma al diablo para obtener la genialidad. Foto: Imagen: usuario jugodelnaranjo, en deviantart.com
15 de diciembre de 2014 - 00:00 - Jorge Basilago, Periodista

Robinsonville, Misisipi. Comienzos de la década de 1930. Cae el sol. Dos hombres, con sus guitarras al hombro, caminan por una carretera perdida en medio de los campos de algodón. A corta distancia los sigue un muchacho delgado, no muy alto, de manos desmesuradamente grandes, que no deja de parlotear. Con gesto de fastidio, los mayores —Son House y Willie Brown, dos glorias del Delta Blues— hablan a medias, miran hacia otra parte, fingen no escuchar. Así ha sido todo el día. Y también los anteriores, desde que llegaron al pueblo: los dos bluseros delante y el jovencito, insistente, detrás. Recorren esquinas, callejones, tabernas. Cantan por unas cuantas monedas. Ya anochecido, llegan a un modesto local nocturno donde los están esperando. House y Brown toman asiento en un extremo del salón y cumplen con lo que mejor saben hacer: música. Los presentes bailan. Cuando los artistas hacen una pausa, el muchachito parlanchín queda al cuidado de las guitarras. Y hasta le permiten tocar un rato: algunos pobladores cuentan que es bastante bueno con la armónica y el diddley bow, un instrumento improvisado de una sola cuerda. Pero tal parece que la guitarra no es lo suyo. Desafina. Pierde el ritmo. Su voz aturde en lugar de conmover. El público se queja y los músicos se burlan de él. “Finalmente se fue. Huyó de su madre y su padre y se marchó a alguna parte de Arkansas”, recordaba House.

Aquel joven se llamaba Robert Johnson. Su historia se parecía a su forma de tocar hasta entonces: confusa y desprolija, tenía demasiados puntos oscuros. Su habilidad musical pronto hallaría un sendero más luminoso. El resto, no. Hijo de Julia Major con un hombre que no era su esposo, se supone que nació en mayo de 1911 en Hazlehurst, Misisipi, pero nunca aparecieron documentos que lo confirmen. Se casó, enviudó y se volvió a casar; además mantuvo una inestable relación de pareja con una tercera mujer, bastante mayor que él, quien vivía en la vecina ciudad de Helena, Arkansas. Habría otras, muchas, en cada ciudad o aldea que visitara de allí en más. Como Virgie Jane Smith Cain, con quien engendró a su hijo Claud —el único del que se tiene noticia y a quien vio nada más que un par de veces— en 1931.

Poco dispuesto para el trabajo rural y con dificultades en los estudios, ya en la niñez decidió que sería músico. Cuando al fin inició el camino, tropezó con un individuo muy peculiar: un guitarrista y cantante, negro como él pero con apellido judío, que contaba a quien quisiera oírlo que había aprendido a interpretar el blues sentado por las noches en un cementerio, sobre las tumbas. La relación con las fuerzas oscuras, la brujería y el vudú era muy común en la zona. Ike Zinneman lo sabía y quizás buscaba acrecentar su leyenda con esa historia. Diferentes testigos sostienen que Robert anduvo con él desde unos seis meses hasta un par de años, en los que aprendió todo lo que le faltaba saber. Sobre el blues y sobre la vida.

Cuando regresó a Robinsonville, Johnson era otro. O lo parecía. Sus facciones lucían más duras y no dejaba nunca el cigarrillo ni la bebida. Y ya no correteaba detrás de los más experimentados. Era incluso mejor que ellos; tocando, cantando y hasta componiendo sus propias canciones. Quienes poco antes lo habían escarnecido, ahora veían su acelerado progreso con la boca abierta de sorpresa y los ojos entrecerrados por la sospecha. Él se divertía dándoles argumentos: aseguraba haber vendido su alma al diablo en una encrucijada, a cambio de transformarse en el Rey del Delta Blues.

Si aquella transacción demoníaca resultase cierta, transformó a Johnson en una especie de catalizador humano. Apoyado en un oído finísimo, que le permitía aprender cualquier acorde o tonada sin más esfuerzo que el de ubicar los dedos en el diapasón, recogió todas las influencias o rasgos estilísticos que le agradaban. Y los conjugó en sus propias creaciones. Allí estaba la base rítmica del boogie-woogie, que él adoptó de los primeros pianistas del género, como Leroy Carr; ciertas variantes de afinación y las texturas de su admirado Lonnie Johnson; y las huellas de viejos conocidos como Charley Patton, Son House y Willie Brown en la técnica del slide. Nada de eso fue invento suyo. Pero reunirlo todo en dos manos y una guitarra, y hacer con ello un estilo, lo volvió único.

Otra de las innovaciones de Johnson fue la de ajustar sus composiciones para responder a un fenómeno incipiente en aquel entonces: los registros discográficos. El hombre de Hazlehurst fue de los primeros en advertir que los discos de 78 rpm exigían pistas de tres minutos o menos. No grabó mucho, pero cuando llegó el momento de hacerlo, tenía muy claro cómo enfrentar al micrófono. De las 29 canciones —con 12 tomas alternativas— que se conservan, hoy fácilmente la mitad son clásicos fundamentales: ‘Sweet Home Chicago’, ‘Cross Road Blue’, ‘Love in vain’, ‘Me and the Devil Blues’, ‘I believe I’ll dust my broom’, por mencionar solo algunas.

Pero aquello no le importaba demasiado. Orgulloso de sus performances, se detenía en cada punto del camino donde había reproductores públicos, para que sus amigos las escucharan una y otra vez.

“Johnson simplemente absorbió la música de su época y reescribió la Biblia del Blues”, resumió Jesse Gress, de la revista Guitar Player. En especial, cuando comprobó que podía llevar una base rítmica y desarrollar simultáneamente una melodía, sobre las cuerdas del mismo instrumento. Si a eso se agregan letras con temáticas universales como el amor no correspondido, el sexo, los viajes, los pensamientos malignos o angustiantes y una fuerte introspección, el resultado final garantiza que el oyente no permanecerá impávido ante ellas.

Pero como si el destino le hiciera honor a sus angustias de blusero atormentado, con pesadillas sobre ‘sabuesos infernales’ que seguían sus huellas, la oscuridad se le atravesó. Una noche de verano de 1938, mientras actuaba en un baile, en una zona rural de Misisipi conocida como Three Forks, comenzó a sentirse mal. Las versiones más reiteradas sostienen que el dueño del local, celoso porque Johnson coqueteaba con su mujer, le puso estricnina en el whisky. Tras unos pocos días de dolorosa agonía, el cantante murió el 16 de agosto. Tenía apenas 27 años y fue el primero de una larga serie de artistas fallecidos a la misma edad. Como si se tratase de una maldición divina... o diabólica. Hallado recién en 1968 por el investigador Gayle Dean Wardlow, el certificado de defunción no establece la causa de su muerte y descubrirla mediante una autopsia tampoco ha sido posible, porque se desconoce la ubicación exacta de su tumba: en Misisipi hay tres sitios que se disputan ese honor.

Durante años, su vida y su muerte fueron casi un misterio. De igual forma que ocurrió con su talento. Recién en 1961, la publicación de King of the Delta Blues singers —placa en la que Columbia Records reunió 16 de las composiciones grabadas por él— lo encumbró como lo que era: la “expresión más acabada” del blues y uno de los padres del rock.

Un día, Brian Jones sentó a su amigo Keith Richards a escuchar el disco de un tal Robert Johnson. El guitarrista, adolescente pero ya dueño de un estilo directo y crudo, preguntó: “¿Quién es el otro tipo que toca con él?”. Hoy como ayer, muchos sospechan que un solo ser humano es incapaz de lograr todo eso con una guitarra acústica. Que hay alguien más en esas grabaciones. Un sujeto que deja una estela sulfúrea por donde pasa.

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