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Para guardarlo en secreto: Multiuniversos

Para guardarlo en secreto: Multiuniversos
21 de septiembre de 2015 - 00:00 - Iván Rodrigo Mendizábal, Investigador y docente unversitario

La novela del ecuatoriano Carlos Arcos Cabrera, Para guardarlo en secreto (Alfaguara, 2014) es un reto interesante para pensar ciertos temas de actualidad, entre ellos la migración, la desvinculación familiar, el impacto de las nuevas tecnologías en los niños y adolescentes, las relaciones interculturales. Pero si la leemos desde lo fantástico, la novela es harto compleja y mucho más rica para meditar acerca de los multiuniversos a partir de las tecnologías en el mundo social.

La novela se articula a partir de varios planos. El primero, es el del ‘traductor’, un primer narrador, un científico etólogo que da cuenta acerca de su padre, otro hombre de ciencia, considerado demente por haber descubierto la posibilidad de comunicarse con los gatos. Al traductor, por los azares de la vida, al principio le cuesta considerar como ciertos los descubrimientos de su padre, pero luego, tras leer un cuento de Julio Cortázar, contenido en Un tal Lucas (1979), toma en serio lo sucedido y trata de emular los hallazgos tomando contacto con un gato quien, en efecto, le narra la historia que será el argumento de la novela. El traductor va a entregar los papeles de su trabajo a un escritor para que puedan ser publicados.

El segundo plano narrativo es la novela propiamente dicha la cual parece estar articulada como una especie de bildungsroman o novela de formación. Lo interesante es que el narrador en este segundo plano es un gato que vive en Nueva York, quien cuenta cómo se aproxima y se vincula con un niño migrante, solitario y videojugador. Pues bien, si vemos la historia desde el punto de vista del gato, desde ya nos aproximamos a la vida, en forma de fragmentos, del niño a quien vemos madurar poco a poco. Tal aproximación es para constatar que estamos ante alguien, Tommy, quien vive con su madre, una trabajadora en el materialista mundo metropolitano de Nueva York, una ciudad que fagocita la existencia humana hasta volverla funcional. Pues se trata de una familia migrante ecuatoriana, que trata de insertarse en la cotidianidad norteamericana, viviendo las propias vicisitudes de quienes se adaptan en un entorno donde de por sí prevalece la violencia. De este modo, el niño es tributario de los videojuegos, del encierro en el hogar y de la presión escolar racial.

Sabemos por boca del gato que el niño ingresa a una tribu urbana de adolescentes jugadores de video, solitarios que retan a la vida, incluso pensando en el suicidio, como las comunidades japonesas de jóvenes nihilistas. El nihilismo puede mostrarse como espejo de la realidad del capitalismo tecnosocial donde la preeminencia de la máquina sustituye toda ausencia.

La relación entre Tommy y el gato es el tercer plano que nos pone, si bien en la dimensión fantástica, sobre todo en un mundo en el que la virtualización de los videojuegos se contrasta con el plano espiritual y afectivo. Pues tal relación, si en principio puede verse como la típica relación que podría darse entre un niño y una mascota, Arcos Cabrera la convierte en una relación de complicidad entre dos mentalidades subalternizadas por su propia condición: la del niño quien busca un anclaje con alguna realidad que le falta por su naturaleza de migrante, que bien puede asumirse como la del padre ausente más aun determinado por el hecho de haber sido sacado de otra realidad pueblerina, violenta, conducido a EE.UU. por su madre para mejorar su forma de vida; la otra, la del gato, que en esencia es un animal callejero que busca la amistad y el calor de alguien con quien ‘conversar’ y que obra como una especie de conciencia, de guía, de alguien que ayuda al niño a madurar y a tomar decisiones frente al entorno en que le toca desenvolverse. De este modo, el plano relacional fantástico está construido por un permanente diálogo entre dos seres expulsados de todo sentido de bienestar, entre los cuales va a ver una proximidad, si bien afectiva, sobre todo de conocimiento empírico. El gato aprende la forma de vida de un niño que se tiene que labrar su destino, a quien colabora, y el niño que aprende del ímpetu combativo del gato para sobreponerse a los retos que enfrenta. Tal diálogo es mental, es telepático.

Y es sobre estos dos planos donde la novela se ensambla para mostrar la realidad de la virtualización. Sabemos, por boca del narrador felino, que el niño ingresa a formar parte de una tribu urbana de adolescentes jugadores de video, apostadores y arriesgadores incluso de su propia vida. Estos son también solitarios que retan a la vida, incluso planteándose el suicidio, al modo de ciertas comunidades japonesas de jóvenes nihilistas. Precisamente tal nihilismo es el que está en juego el cual puede mostrarse como un espejo de una realidad social y cultural del capitalismo tecnosocial donde la preeminencia de la máquina sustituye toda ausencia —de familia, de círculo social, de referentes culturales propios, de guía, de espiritualidad, etc.— haciendo aparecer un mundo virtual posible, donde se puede ‘vivir’ aventuras, donde hay ciertas formas de vida ‘inesenciales’ pero simbólicamente fuertes dado el poder de la imagen digital.

La posibilidad de enfrentar la violencia que se vuelca sobre el migrante y de la que es también producto, se simula en el entorno de los videojuegos. Pero antes, el propio gato habrá de enfrentar su propia guerra por el territorio con otros gatos, cuestión que le impele a ser transmitida a Tommy para enfrentar los desafíos contra quienes se aprovechan de él y pretenden capitalizar su esfuerzo por la vía de la apuesta, es decir, otra forma de explotación de su fuerza cognitiva.

Frente a la virtualización de la realidad, la telepatía se presenta como su etimología lo sugiere: ‘sentimiento de lo lejano’. Arcos Cabrera es un conocido literato ecuatoriano, del mismo modo que un sociólogo de notable trayectoria; Para guardarlo en secreto es un libro que bien contiene esa carga sociológica sin caer en un texto pedagógico o universitario; la cuestión de la migración, de la posibilidad de escapar de las implicancias de ser un desplazado económico para caer en el seno de una sociedad materialista que se aprovecha de la pobreza y de los saberes de los apartados de la sociedad de bienestar, son temas latentes en los planos segundo y tercero de la novela. Pero, si insistimos en la dimensión fantástica de la obra, hay que hacer notar que ese sentimiento de lejanía, operativizada mediante la conexión virtual entre un gato y un ser humano, quienes pueden ‘dialogar’, quienes pueden comunicarse y ‘hablar’, implica sentimientos de soledad que se intercomunican, que se transmiten y que deben ser comprendidos a riesgo de ser, quien se pone en este plano, considerado un demente.

El sentimiento de lo lejano tiene ciertas vertientes en la novela: el gato transmite ‘ideas’ al niño; mediante el gato se nos transmite a los lectores ese sentimiento de soledad y encierro tanto del niño como del propio gato –sobre todo en la última parte cuando sabemos que ha sido atrapado y entregado a una solitaria mujer–; el mundo de la virtualidad, aunque pueda verse sensorialmente como próximo, paradójicamente se presenta como extraño y lejano. Por lo tanto, sobresale una especie de aserción mediante el mecanismo de la telepatía en la ficción, pues se trataría de la demostración de un sufrimiento perceptivo de una realidad por demás fragmentaria, en definitiva, un multiuniverso quebrado.

Lo fantástico —el hecho de conocer tal realidad fragmentaria a partir de la narración de un gato—, que puede asumirse, asimismo, como la manifestación de la hiperrealidad en la vida contemporánea, según lo expresado, quizá nos hace constatar a nosotros como lectores, de ese sentimiento o actitud que en su momento analizara Georg Simmel en su ensayo, La metrópolis y la vida mental (1903), denominada “actitud blasée”. Este es un tipo de disposición de indiferencia existencial producida por la fuerte estimulación de los sentidos —realidad frenética de Nueva York, parangonable con la realidad virtual de los videojuegos—, lo que provoca reacciones fuertes hasta anular las reacciones y probablemente conducir al suicidio. Arcos Cabrera usa una prosa muy inteligente para hacernos dudar del destino incierto del niño, ya sea atrapado por la virtualidad, o capturado por las mafias que desangran a los migrantes, o autoliberado de su propia condición, etc.

Con todo, la brutalidad de tal disposición se pone de manifiesto en el cuarto plano de la novela donde se nos sitúa en el escenario de un centro de control de animales. Tal centro o mata a los animales o los entregan en adopción. La sola descripción de todo el proceso es una especie de explicación de lo que implica la inserción o no del migrante, de su disciplinamiento y de su entrega a los centros productivos si son readaptados. Pero en este plano, constatamos la dimensión cognitiva del gato que estaba prevaleciente en la novela: un tipo de inteligencia, de decodificación, de pensamiento estratégico, un modo de obrar afín a su condición animal. Arcos Cabrera nos devuelve, mediante el acto de autoliberación del gato, a una especie de restitución de la idea de justicia: el gato es la expresión de la libertad, si pensamos que el ser humano ha construido sus propias cadenas que determinan su libertad.

La tensión entre la realidad y lo fantástico está latente siempre en la novela de Carlos Arcos Cabrera. Es claro que no renuncia a una mirada crítica, a un sentimiento desencantado, pero también a una mirada nueva sobre las nuevas tecnologías como lugares de exploración y de preguntas. De hecho la novela es la pregunta por el destino de las nuevas generaciones ante el avasallante imperio de lo tecnológico. Y quizá esa tensión supone, igualmente, otra pregunta, acerca de cuál es el plano de la realidad en sí misma.

Así, en un quinto plano narrativo, Arcos Cabrera nos pone en la perspectiva del escritor, de otro traductor de los papeles etnográficos del etólogo que relataban la historia de Tommy y del gato. El escritor, en este contexto, se muestra como un investigador, como un inquieto lector de la historia familiar de dos generaciones: la de un científico que quiere limpiar la imagen de su padre por hurgar la dimensión de lo fantástico desde la racionalidad de la ciencia, y la del propio niño migrante, desaparecido.

El escritor descubre, de este modo, que la supuesta historia del padre del etólogo ha sido narrada por Cortázar en el cuento ‘Como se pasa al lado’ del libro Un tal Lucas, y particularmente el peculiar descubrimiento de que los gatos son sistemas de comunicación. El relato del gato y del niño corrobora este hecho científico por lo cual el escritor se muestra azorado. Él mismo declara estar en el límite entre lo real y lo fantástico, aunque las pruebas le remitan más a lo real. Todo esto nos pone, en efecto, en la ciencia ficción, sobre todo en el hecho de que el escritor usa papeles legados para escribir una novela, pero pretende respetar lo científico aunque también la realidad distanciándola a nuestros ojos, casi como la estrategia de los videojuegos donde hay proximidad y lejanía en tiempo-espacio simultáneos. Incluso, al final se muestra dubitativo de su obra en tanto una lectura del migrante de hoy o de una lectura del mundo virtual que se sobrepone a la realidad concreta. En otras palabras, su novela-ficción, la que está dentro de la novela-objeto Para guardarlo en secreto, es la demostración de que vivimos en el simulacro tal como hace años discutiera Jean Baudrillard, particularmente en Cultura y simulacro (1978). Para denotarlo, entre las páginas, y de modo desconcertante, nos transcribe cartas de migrantes, de acusados de terroristas en EE.UU. por su condición islamista, o de japoneses desfasados de su tiempo.

En resumen, Para guardarlo en secreto es una novela de mesetas —al modo de Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas (1980)—, de universos no estables. En estas mesetas o universos prevalecen tecnologías de supervivencia —libros, apuntes, videojuegos, mentes, cartas…—; subsisten en sus intersticios engranajes fantásticos —transmisiones cognitivas entre seres, inmersiones entre mente y máquina…—, fragmentación —familias sin padre, violencia de la escuela, calles peligrosas, violencia de las tribus urbanas... Los multiuniversos narrativos nos hacen preguntarnos, finalmente, acerca las tecnologías de poder sobre los migrantes: basta con ello la transcripción de las cartas, particularmente del abogado de un detenido en Guantánamo, que cuenta cómo se va reduciendo la escala de humanidad al migrante detenido; en otras palabras, probablemente desde lo fantástico, cómo las tecnologías de poder que usan cárceles, que emplean máquinas de control, etc., que son expresión de una nueva biopolítica, despojan a las personas de su inmanencia, aquello que Giorgio Agamben y Deleuze —en sus escritos La inmanencia absoluta y La inmanencia, una vida..., ambos publicados en 2007— consideran como el aspecto esencial del ser humano.

 

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