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El Telégrafo
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Entrevista

"Nos hemos comido el cuento de que somos la especie dominante"

actualmente, el autor trabaja en la Secretaría de Cultura de Quito.
actualmente, el autor trabaja en la Secretaría de Cultura de Quito.
Foto: Mario Egas / El Telégrafo
31 de marzo de 2018 - 00:00 - Óscar Molina, Periodista

El poeta y el mar se conocieron hace mucho tiempo. Él tenía tres o cuatro años, y había viajado con su familia hacia Bahía de Caráquez. Se acercó cauteloso, con los piecitos desnudos, y la sensación de aquella primera vez fue surreal: su cuerpo entero levitaba ante el tacto salado del agua viva, encendida.

Alfonso Espinosa Andrade nació en Quito, en 1974, y quizá ha sido justamente por eso, porque creció apegado a las montañas, que «el mar ha sido un pensamiento presente, un recuerdo vivo, una insistente llamada hacia el origen».

Él mismo lo explica así en la contratapa de Profecía de mar, su nuevo poemario. El libro, compuesto por 28 textos breves dedicados a esa «obesa masa paciente» y a todo lo que la rodea, la compone y la desafía, es la ruptura de una promesa de silencio que Espinosa Andrade se hizo hace diez años cuando —ante cierta aridez de la crítica— se sintió huérfano.

Financiada, diseñada, diagramada y publicada por él mismo, en su sexta obra vuelve a intercalar su poesía con un soporte gráfico. En Breves anotaciones (1998) lo hizo con fotografías en blanco y negro de Bruno Andrade, y en La vida angosta (2008) empleó dibujos del maestro Oswaldo Viteri.

Para Profecía de mar, en cambio, escogió una serie de trabajos de un pintor impresionista, el español Joaquín Sorolla y Bastida (1863-1923), cuya temática empató desde un inicio con su búsqueda poética. En los óleos soleados de Sorolla, al igual que en los versos fervorosos que escribe Espinosa Andrade, el mar protagoniza postales apacibles, desafiantes, melancólicas y reflexivas.

La voz que conduce el diálogo entre ambos elementos es la de un náufrago que —de tanto contemplar el horizonte— se transfigura en monje.

Y es que el mar —como sostiene el poeta— siempre ha estado y estará ahí para recordarnos nuestra pequeñez y remitirnos a las preguntas fundamentales.

¿Por qué hiciste esa promesa de silencio, de no publicar más?
En el país, la respuesta a la poesía muchas veces es muy parca. La producción poética, en general, está acompañada de silencio: hay poca crítica y casi no existen revistas o espacios que difundan opiniones al respecto. Y de alguna manera, cuando publiqué La vida angosta, mi penúltimo libro, tuve un fuerte sentimiento de orfandad. Sentí que la obra, la palabra y todo el esfuerzo que implica la escritura no llegaban a ningún puerto.

Era como lanzar una botella al mar sabiendo que no hay islas a donde pueda llegar ese mensaje. Entonces, hace diez años, me dije: «No me puedo seguir estresando a la espera de un feedback en torno a lo que he escrito». Y por otro lado yo he sido, tal vez equivocadamente, muy crítico del medio literario nacional, en el que siento que lamentablemente hay, a ratos, unos ejercicios de una mediocridad... En esa medida me fui sintiendo solitario, aislado, y por último tomé la decisión de no publicar más.

¿Sientes que esa antipatía es solo es una cuestión local? ¿O piensas que te hubiera pasado lo mismo si estuvieras en México, Colombia o Argentina?
No lo sé, no sabría juzgar si sería así o no. En ningún sitio la poesía es una actividad masiva. Vicenç Altaió, un poeta catalán que tuve el gusto de conocer y entrevistar en Barcelona, decía que la poesía es un deporte extremo y que, por lo tanto, no es para todos. Hablaba tanto de su lectura como de su escritura. Pero, por otro lado, siento que en otros contextos latinoamericanos la figura del poeta tiene un peso social específico.

En Chile, por ejemplo, tienen dos poetas premiados con el Nobel y su figura social es respetada. El poeta es alguien cuyo criterio y opinión sobre los asuntos de la vida humana y social se toman en cuenta. Lo mismo pasa en Perú y en Colombia, donde la figura del escritor, del poeta o del intelectual es absolutamente respetada. En Ecuador, en cambio, llegamos a tener un presidente de la República (León Febres-Cordero) que se refirió a todo el ámbito de las ciencias sociales como «esos sociólogos vagos», y nadie protestó, porque esta es una sociedad que, de alguna manera, piensa así.

Pero, a pesar de todo eso, decidiste romper tu promesa de silencio...
Fue porque me di cuenta de que en estos diez años no he dejado de escribir, de que tenía un montón de material acumulado, listo, corregido y editado. Esta obra no publicada se convirtió en un fardo, en un peso que he ido cargando, y me di cuenta de que necesito seguir escribiendo. Vitalmente, en mi fuero interno, me resulta indispensable la escritura. Y me di cuenta también de que no podía escribir mucho más porque tenía todo este material sin evacuar.

En medio de todo eso, por un tema de salud y del temor a la muerte, resurgió la necesidad de que esta obra simplemente estuviera expuesta, de que dejara de ser mía. A mediados del año pasado, además, me animé a mandar poemas a un concurso. Y ese tal vez fue el quiebre. El concurso nunca se falló, nunca supimos quiénes eran los ganadores, pero me sirvió como un pretexto para volver a plantearme la posibilidad de publicar. Y terminó resultando en esto.

En el lanzamiento contaste que otro de los catalizadores de esta publicación fue la obra de Sorolla. ¿Cómo llegaste a ella?
Profecía de mar tiene una génesis muy larga. En el primer número de la revista País Secreto, que si no me equivoco es de 2002, publiqué un textito de esta serie que estaba empezando a trabajar. Luego la dejé un rato, volví varias veces y, en un punto dado, la abandoné. Hasta que en 2006 conocí en Madrid el Museo Sorolla y me reventó la cabeza. La pintura, el manejo de la luz, el color...

Vi en especial unos cuadros sobre el mar que me quedaron resonando. Y tiempo después, ya de vuelta en el país, y por casualidad, llegó a mis manos un pequeño catálogo de los cuadros de Sorolla y ahí volví sobre mi tema. Entonces empezó un diálogo entre los cuadros y los poemas. Aunque aclaro que yo no estoy ilustrando sus obras con mis textos. Lo que hice en realidad fue apropiarme de las pinturas de Sorolla. Y tanto sus cuadros como mis poemas tienen discursos autónomos, pero entre ambos, por supuesto, hay un espacio de diálogo.

Viviste un año en España, en Barcelona. ¿Visitaste en ese tiempo las playas de Valencia, protagonistas de muchas de las pinturas de Sorolla?
Conocí Valencia y es bellísimo. Y fue antes de haber visto sus cuadros. Allá más bien pude conocer ese otro mar, el Mediterráneo. Hay un verso que escribí que dice que el mar es «el caldo de todas las memorias». Y cuando lo escribí estaba pensando en el Mediterráneo, que es este mar en torno al cual han sucedido la vida, la guerra y la muerte de Occidente durante tantos siglos. Y ahora mismo el Mediterráneo tiene ese protagonismo terrible con los niños, las balsas...

Por cierto, uno de tus versos reza lo siguiente: «El niño muerto volvió con la marea». ¿Esta línea está inspirada quizá en la noticia de Aylan, el niño sirio que apareció muerto en una playa turca?
No, la escritura de ese poema fue anterior a la noticia. La anécdota detrás de ese texto es que alguna vez, en una playa de Esmeraldas, un chico se metió al mar y vimos cómo el mar se lo llevó. Y el papá de este muchacho, desesperado, les ofrecía a los pescadores lo que sea con tal de que se metieran a sacarlo. Ninguno aceptó correr el riesgo, porque era un día de marea alta. Y más de uno le dijo: «Señor, no hay nada que hacer, el mar devuelve a sus muertos».

Y en efecto, a la tarde, cuando bajó la marea, el chico apareció sobre la arena. Ahí está la gran paradoja del mar: es la fiesta, la vida y la fuente de donde venimos, pero al mismo tiempo es tan implacable. Bastan dos horas de malgenio del mar para que ciudades enteras queden borradas. Es impresionante esa capacidad que tiene para recordarnos nuestra pequeñez. Durante mucho tiempo nos hemos comido el cuento de que somos la especie dominante. Y este planeta, en realidad, es un mar y los animales del mar son más grandes, más listos y más bellos que nosotros.

Desde el título de tu libro, y a lo largo de varios poemas, se siente una fuerte evocación religiosa. ¿Crees que el mar sea una especie de credo para ti?
El mar, para mí, es sagrado. Y este libro se escribió desde la convicción de la trascendencia y de que hay un absoluto, una totalidad inasible, insondable e innombrable que es mayor a nosotros. Sí, en mi libro hay una gran religiosidad. Pero el mar para mí es sagrado en un sentido pagano muy amplio. Si es que la religión tiene algo que ver con religarse, con reunirse, el mar por lo tanto es el origen donde nos reunimos todos.

El mar, además, es esta última frontera ante la cual no tenemos más alternativa que unirnos. No puedes pelear solo contra el mar ni puedes plantearte surcarlo solo. Necesitas una tripulación, una relación con el otro. Entonces el mar es un límite muy fuerte para todo lo humano.

Otro rasgo muy marcado que se puede apreciar en la mayoría de los poemas de este nuevo libro es que le atribuyes una personalidad femenina al mar. ¿A qué se debe?
Es porque le encuentro una condición materna. Una condición de hembra receptora que te captura pero que, al mismo tiempo, te cobija. Para mí, el mar es ella, una ella inmensa: es madre, mujer, amante. Y también está esa cuestión potentísima de que es el gran útero de donde proviene la vida.

De allí venimos y hacia allá iremos algún rato. La mar incluso es esa profeta ciega en la que nadie cree, pero que te habla todo el tiempo, aún sin que la entiendas. Si te pones a pensar, uno de vez en cuando quiere ir a refugiarse en ella, pero no te lo permite: te sigue hablando todo el tiempo y no para. Hasta en eso, la mar es implacable. (I)

Con Profecía de mar, Espinosa Andrade vuelve a publicar luego de 10 años. Foto: Mario Egas / El Telégrafo

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