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Introspectiva

Los caminos inconclusos de Malayerba

Los caminos inconclusos de Malayerba
05 de octubre de 2015 - 00:00 - Santiago Rivadeneira Aguirre. Investigador teatral y crítico de cine

El camino verdadero va sobre un alambre que no está tensado en lo alto, sino casi pegado al suelo. Más que para caminar por él, parece estar destinado a hacer tropezar.
Franz Kafka

El grupo ecuatoriano de teatro Malayerba ha sido capaz de marcar las tendencias y los puntos de giro del teatro ecuatoriano en los últimos 35 años. Podríamos hablar de un ‘multiuniverso’ (temático, estético, artístico) con algunos mundos secundarios en los cuales celebran su presencia, de manera vivencial y orgánica, los temas abarcados en las obras de varios grupos del país; la corriente autorreferencial; las visiones constitutivas del quehacer escénico ecuatoriano; una continuidad (un continuum) que designa un ‘principio axial’ para la creación; y, el lugar en el que la transformación y la activación se convierten en un ejercicio del pensar.

Estamos especulando, de alguna manera, en los criterios diferenciadores del grupo Malayerba y su enfrentamiento permanente contra las inercias, incluso las propias, mediante el ejercicio (la práctica) del teatro. Es en este viraje donde ubicamos el tiempo axial, que ha operado como una ‘perturbación’ respecto de las inercias encarnadas del teatro ecuatoriano. Malayerba se constituye primero como una ‘territorialidad errante’.

Fabulosa contradicción que opera a la vez como fuerza impulsiva, y como fuerza opuesta a la inercia. El grupo Malayerba fue venturosamente ‘imaginado’ como un lugar en 1979. En La niebla y la montaña, su tratado sobre el teatro ecuatoriano y sus orígenes, Patricio Vallejo, actor y director del grupo Contraelviento, sostiene que la creación del colectivo coincide con una crisis generalizada de las formas teatrales, muchas de ellas sostenidas desde la “espectacularidad y la militancia ideológica que en parte fue la que caracterizó a los grupos emergentes” de las décadas de los sesenta y setenta.

Se colige que hay un proceso de sustitución, tan angustioso como necesario, para dar paso a un proceso de transición sostenido por el aparecimiento de grupos experimentales, como una corriente incesante y continua que privilegia y define ‘el arte del actor’. En esta especie de ruptura/apertura se perfeccionan la dramaturgia del actor y la dramaturgia del espectáculo.

¿Es válido, desde estas consideraciones, referirse razonablemente al camino recorrido por el Grupo Malayerba? Arístides Vargas, fundador del grupo con otros participantes como Susana Pautasso, Charo Francés, María Escudero, Lupe Acosta y Carlos Michelena, sostiene que fue la ‘errancia’ la que les hizo reunirse para “crear lo que la realidad nos negaba, que era un espacio donde poder ensayar un mundo diferente, porque en esa época creíamos que era posible un mundo diferente. Ahora pienso que el mundo es diferente, pero no es esa diferencia que nosotros pensamos que debía ser entonces”.

Vargas, en estas declaraciones políticas, pretende decirnos que hay un camino inconcluso, un viaje inacabado que hace de esta errancia “su estado habitual y su única rendición de cuentas”. Parafraseando a Esperanza López Parada, (cuando habla de La errancia sin fin: Musil, Borges, Klossowski, de Juan García Ponce) diríamos de la misma manera que ese recorrido, cuyos gestos serían las obras escritas y estrenadas por el grupo, “no llegan a parte alguna, no alcanzan fines visibles, no intentan sentar categorías, podrían continuarse indefinidamente o suspenderse en cualquier momento. Son un modelo de escritura digresiva, huidiza, inmotivada y relativa”.

Y, sin embargo, hay un sitio de partida: Malayerba nace a fines de los años setenta “y me acuerdo claramente —dice Arístides Vargas— cuando estábamos en el Teatro Prometeo haciendo Robinson Crusoe, donde nos reunimos por primera vez artistas de diferentes lugares y artistas ecuatorianos y uno no sabe hasta que pasa el tiempo y puede saber por qué lo hacía y por qué lo hizo así”.

Fueron las aproximaciones existenciales de esos seres que se hacían en el ejercicio y la práctica de esas ‘zonas oscuras’ del teatro, y después, desde esa constatación de los impulsos, enrumbarse hacia lo que finalmente les obligó a situarse por encima de lo ordinario. Es el movimiento explicitante del quehacer artístico; y con ello se desplazan los límites de la configuración inicial del grupo, que más adelante puede producir ‘hitos’ esenciales de la historia del teatro ecuatoriano:

Añicos (1990), Francisco de Cariamanga (1991), Jardín de Pulpos (1992), Luces de Bohemia (1993), Pluma y la tempestad (1995), El agitado paseo del Señor Lucas (1997), Nuestra Señora de las Nubes (2000), El deseo más canalla (2000), La muchacha de los libros usados (2003), De cómo moría y resucitaba Lázaro o el Lazarillo (2004), Tírenle tierra (2004), La razón blindada (2005), Instrucciones para abrazar el aire (2012) y La república análoga (2013).

Y en estas obras, el exilio, la (des) memoria y el lenguaje, pueden expresarse de muchas maneras: en la incorporación de los espacios cotidianos, la existencia artística, el pensamiento y una exquisita capacidad de escenificación, cuyas variaciones han indicado los estilos y tendencias del grupo. Y las incidencias en el conjunto de las expresiones escénicas del teatro ecuatoriano, por ejemplo a través de la creación del Laboratorio Teatral dirigido por Charo Francés.

La dramaturgia malayerbeana se encarga de develar las dislocaciones que provocan la falta de memoria colectiva y el individualismo imperantes en la sociedad. Y todas sus obras son construidas por una consonancia de retratos temporales que aceleran la imaginación y crean una línea de acción, clara y descifrable.

La dramaturgia del grupo Malayerba construye un teatro de signos, de juegos escénicos y verbales. La riqueza de su discurso, la viabilidad y mordacidad de su humor, la carga expresiva de sus señales embarcan al espectador en una forma de escucha que lleva por trochas inesperadas y caminos sorpresivos. Hay un gran uso del distanciamiento (incluso en el sentido brechtiano) en esas dramaturgias que propone el director Arístides Vargas y de quienes ahora también están en el mismo andarivel creativo: Charo Francés, José Rosales, Gerson Guerra, Santiago Villacís, Daysi Sánchez, Joselino Suntaxi, Manuela Romoleroux y Cristina Marchán como la experiencia de una nueva sensibilidad, al lado de los jóvenes Javier Arcentales, Tamiana Naranjo y Diego Andrés Paredes.

→La dramaturgia malayerbeana se encarga de develar las dislocaciones que provocan la falta de memoria colectiva y el individualismo imperantes en la sociedad. Y todas sus obras son construidas por una consonancia de retratos temporales que aceleran la imaginación y crean una línea de acción, clara y descifrable.

Las obras del grupo no siempre cuentan historias, aunque a veces los relatos nazcan desde el núcleo mismo del lenguaje. Y es gracias al flujo de las imágenes y situaciones que el colectivo logra inventar un “nuevo idioma táctil”, de sobrecogedora accesibilidad, muchas veces ligado con un objeto que el personaje narra y que lo ancla en la realidad. Se logra así el difícil encuentro entre el contexto ordinario y una dramaturgia más controlada; así se trasciende lo cotidiano para llegar a una dimensión sonora del fraseo, asegurada por la armonía de la yuxtaposición de palabras, remedos, repeticiones y consonancias.

El desenmascaramiento de las fuentes sociales de tensión, es otro de los propósitos de su teatro. Se establece, como en Francisco de Cariamanga o en La Muchacha de los libros usados, una batalla dialéctica entre seres antagónicos pero simétricos. Necesitan del otro para ser, pero no pueden ser con el otro. Incluso entre La Muchacha y el Padre, en La muchacha de los libros usados, dos personajes que representan modos diferentes de entender la vida, pero en quienes podríamos reconocernos: la acción, lo externo, lo positivo, por un lado; y las ideas, lo meditativo interior, lo pasivo y destructivo de las realidades superficiales, por otro lado. Esta anotación última puede ubicarnos en la dimensión política e ideológica del grupo que pasa por arriba del claustro del ‘mundo sensible’.

Arístides Vargas hace una consideración última para explicar la ‘duración’ del grupo. Haber hecho del teatro una profesión y una actitud. “No era un club social —señala con claridad y vehemencia—, no era un grupo de amigos sino un grupo de artistas que intentaba algo que en una de esas no se lograba y que antes que se lograra se disipaba, es decir que nunca alcanzaba a ‘ser’ definitivamente”. Malayerba junta la ética con la estética y ese es el secreto de su perdurabilidad, y lo que Magaly Muguercia, historiadora y crítica cubana, define como “el principio de lo vivo, de lo que es capaz un movimiento propio, autónomo, de lo que se abre paso, regulado e imprevisible, entre las determinaciones y el azar”.

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