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El Telégrafo
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Los asombros del río

Los asombros del río
25 de julio de 2016 - 00:00 - Vicente Vargas Ludeña. Arquitecto y catedrático

«La ficción no es la vida vivida —dice Vargas Llosa— sino otra vida fantaseando con los materiales que aquella suministra y sin la cual la vida verdadera sería más sórdida y pobre de lo que es»; esta, la ficción, es el suelo donde se cimenta y levanta esta laberíntica edificación, Río de sombras, de varios niveles y construida de varias sustancias: el agua, la tierra, el manglar y la sombra etérea; habitados por seres nihilistas, esperpénticos, estragados por la incertidumbre, la misma que adquiere razón práctica en la existencia de estas criaturas que esperan su irremediable destino fatal: ser devorados por la sombra.

Los objetos y la ciudad adquieren en la novela dimensiones caleidoscópicas, ensoñadoras, impregnadas para siempre en la memoria, gracias a la ficción, confeccionada con todos los remiendos de la «vida vivida». Aquí debemos incorporar la nuestra, porque se trata de la ciudad que habitamos. Esta misma esquina en que nos encontramos hoy es parte de la ciudad que Velasco Mackenzie se endemonió reconstruir en Río de sombras.

Reflexionemos un momento: ¿Cómo encontrar las poéticas ensoñaciones en una ciudad, descrita turísticamente, es decir, como reflejo de una fría realidad, enumerando un listado de sitios de «interés»?; será rica y agradable para algunos, en la mayoría, despistados y sosos. Si es el lugar de trabajo, cuando este lo «hizo Dios como castigo» —como dice el son—, ¿qué sensaciones y placer puede despertar? Peor, cuando subyacen bajo el oropel, miles de seres buscando un mendrugo en los basurales, desde donde nacen las formas de la abyección y marginalidad. Todo eso es real y patético pero no es la ciudad que debemos soñar; los ensueños que nuestra cotidianidad urbana cimenta en la conciencia son el producto de esa realidad, hasta hostil a veces, más la fantasía que alimenta las utopías; somos hilachas de las urdimbres que la ciudad teje en las redes urbanas y como en la polis cual fragua se templa el zoom político, el filósofo, el sabio, el héroe —también los antihéroes—, el placer y la tragedia: materiales necesarios para construir una vida. Todos los nombres que se reconocen en Río de sombras son hijos de la ficción, pero también pueden ser hijos de esta realidad temporal.

La historia de la ciudad del sur que narra el ciego Morán es la ciudad-puerto impregnada de aventura y señorío, rescoldo de pólvora dejada por los bucaneros, de riqueza y asombro por todo lo que venían de allende los mares; desde el barco mismo, que por su colosal tamaño desafiante, su fugaz y enhieste figura, hundida en el río, el ronco, pero potente llamado a los suyos que en las noches gemía, era señal urgente de que mañana ya no estaba. Todo eso constituía pujanza, novedad, perplejidad, urgencia, abolengo, sudor, esperanza, atracción; a los suyos y visitantes.

La prosapia marinera de la ciudad circulaba en el torrente cultural de sus habitantes, la nave, el barco, la lancha, la panga, la piragua, el vapor, la canoa son significantes de una forma y hasta un estilo de vida. El constructor urbano, el arquitecto, antes que aquello eran armadores de barcos: el arquitecto que ocasionalmente llegó por estas riberas solo trabajaba con barro y piedra, y este material era lo que menos había. Por lo tanto, el barco es resultado de la nobleza de la madera, aquella expresión formal del material y la expresión final de la forma adquirían dimensión canónica en la construcción de edificios de la ciudad. El constructor era un «carpintero de ribera», él y solo él sabía sacarle a la madera sus cualidades físicas y estéticas. Esta impronta marinera es la génesis y el telos, el alfa y el omega, de estos rezagos de generaciones en Río de sombras. Regresar al mar, venir del mar, navegar el golfo, bogar por el río de norte a sur, de sur a norte, por los meandros que forman las islas, cuyas islas están pobladas por aves y todas las formas de vida que alimentan el manglar. Retornar al manglar, a buscar fantasmas por encargo de Lavinia; construyendo catedrales y falansterios, laberintos de este enmarañado ramaje, es precisamente esa conciencia fantasmal de la que se preñan los que medran en la soledad y en la vastedad del mar. Ahora mismo, regresó un hijo mío de sus prolongados periplos marinos, claro que no es capitán ni marinero, sus afanes técnicos lo tienen hasta sesenta días en el mar, quince días en tierra; en el medio blando, el aislamiento y la soledad los obliga a alimentarse del mito, y sus relatos me han sacado momentáneamente de mi asiento firme y mis referentes urbanos.

«Barcos carboneros que jamás han de zarpar. Torvo cementerio de las naves que al morir piensan que a otros mundos ya jamás han de partir», rasga la letra del tango lastimero que llora la pena de cascarones moribundos, llenos de nada, cargadas sus bodegas de repleto silencio, arropados por la sombra del olvido, naves cancerosas de herrumbre, naufragando en los recuerdos de sus torvas travesías, chapaleando la quilla sobre espumosas olas y desafiando ciclones, polifemos y sirenas, para —cual Ulises— regresar a casa. La imagen del barco naufragado en la orilla, escorado en la arena, es el drama de enormes reminiscencias, es la representación trágica del poder y la nada... escenarios patéticos de toda ciudad porteña. ¿Serán acaso íconos y símbolos de Guayaquil que no retornarán? ¿Serán las últimas reminiscencias que Jorge Velasco Mackenzie nos ofrece, para después de esto, voltear la página y cerrar el libro? A lo mejor es un camino para reinventar la ciudad, lo dicen sus narradores, hasta juegan en un tablero como un dominó quitando y poniendo trozos de ciudad de acuerdo a su real entender y saber. Debemos recordar que la historia tiene cifradas las ciudades que se han agotado, envejecidas; sería mejor: que agonizan, que han muerto y desaparecido, como la hermosa Troya y la sagrada Teotihuacán. La ciudad es un organismo vivo, no el espacio reticular ajedrezado, tampoco las fajas negras de asfalto —a mayor faja mejor whisky—, ni los amasijos de hormigón armado, la ciudad es eso, más la multitud secular de sus habitantes y las ficciones; de esto ya halamos.

«La ciudad —dice Arnold Toynbee— es una agrupación humana cuyos habitantes no pueden producir, dentro de sus límites, todo el alimento que necesitan para subsistir». Guayaquil se caracterizó por ser intermediaria de sí misma y de otros pueblos regionales, su hinterland magnetizó por décadas a todos los pueblos que se satelizaron hasta el presente. Pocos han logrado liberarse de esa atracción gravitatoria. Quevedo sería el más notable, un poco Milagro, etc. Pero hablemos de la ciudad acorralada por el río, esteros y marismas, como la ciudad amurallada del medioevo, para traspasar esos límites, pasar del caserío a la polis, de esta a la metrópolis, edad donde hoy estamos asentándonos, de aquí a la megalópolis, y lo que nosotros ya jamás viviremos, la ecumenópolis. La historia es el bálsamo del entendimiento que nos ayuda a comprender el lugar que ocupamos, para reforzar sentimientos de identidad y pertenencia indispensables en el ejercicio de la virtud vital y creadora.

La ciudad que encontramos en Río de sombras es, a no dudarlo, núcleo y crisol de identidades, que no tienen urgencias y más bien es una urbe que atraviesa con lentitud la transición que el tardío desarrollo industrial provocó, a un proceso de conurbación que no se detiene ni se detendrá, hasta la conurbe regional, es decir el crecimiento como hongos de las megalópolis que se ven en los países desarrollados hacia la fusión en una ecumenópolis. Este fenómeno que el urbanismo denomina conurbación, en Río de sombras adquiere dimensiones macondianas. El ciego Morán, narrador de esta fábula, relata las luchas heroicas de cómo fueron urbanizados por los propios invasores los guasmales del sur, pertenecientes a un poderoso terrateniente Don Juan X —equis, no por anónimo, sino, por décimo, de dinástico—. La necesidad, la urgencia de espacio vital para construir un hogar, despierta a esta masa humana: coraje, tenacidad y talento; el trazado de calles, la lotización de la tierra de cada cual, lo realizan a tanteo de piola y estaca. Para constancia documental, lo estampan como plano regulador en una enorme sábana, como lienzo sagrado de un sueño materializado.

El autor de la novela mueve a sus engendros en una ciudad que se agota en la memoria —de los años cincuenta o sesenta para mí—, traza una poligonal y cierra un triángulo equilátero, de cuyos lados, uno lo limita y define el Río de sombras, amenazado de ahogarse por la umbra; los otros lados de la figura geométrica se encuentran difusos en sus límites. El cerro al norte, desde donde bajan los recuerdos de sus habitantes, Basilio y sus panas, constituye un vértice. Al sur, la cantina y la fonda del Mercado Sur y el parque de los cien años, son los otros dos vértices de esta figura bidimensional de la ciudad. Cada lugar está poblado por íconos, que se transforman en hitos y nodos urbanos: son también nuestros referentes en el lenguaje de la ciudad. La torres del reloj como faro del tiempo cronológico y del tiempo histórico, en el malecón. El sátiro y la bacante en el parque, donde sensualidad, erotismo y lascivia son los estímulos para el comercio de la carne, no de la vacuna precisamente. El parque de los cien años, es otro referente urbano, desde donde llegan y parten, citas y encuentros furtivos; las cuatro puertas son las coordenadas de una estatuaria que se encuentra en la columna central, alumbrando libertad; el tráfago de este espacio público, es incesante, abrumador. Toda la ciudad, cada día se plaga: de agoreros, santones, hermanitos, bíblicos que anuncian el fin del mundo, energúmenos, rufianes, maricones, putas, cabrones y toda la abyección que van costrificando las calles y plazas públicas. Por supuesto que existe otra costra humana parasitaria y rapaz, en los espacios hiperprivados: clubes, bancos, corporaciones, cámaras, gremios, repugnante y abyecta, también.

La novela que nos ocupa hoy es una profunda reflexión antológica de sus criaturas marcadas por la tragedia: el destino y la fatalidad, son frías cadenas que los atrapan y esclavizan; la adversidad, la incertidumbre son coordenadas difusas de estos antihéroes. Si la visión trágica del héroe es la consideración eficaz de la libertad, que no admite fatalismo ni superstición y está más cerca en la plenitud de su sentido; el ethos de Basilio y sus congéneres carece de libertad, está impedido de hacer lo que quiera y de desear lo que quiera. Ser libre no significa obtener lo que se quiera sino determinarse a querer (capacidad de elegir) por sí mismo, sostenía Sartre. No ser libre es no tener opción de elegir, es caer en manos de la suerte y el destino, con la visión trágica del pesimista. El carácter de las criaturas que habitan Río de sombras está en manos del albur, la suerte y sus vidas: son, de principio a fin, azarosas. «El héroe —dice Savater— aspira a la perfecta nobleza, es decir a que su deber no se le imponga como una coacción exterior, sino que consiste en la expresión más vigorosa y eficaz de su propio ser». Por eso, el esplendor y la tarea del héroe se aprecia cuando su vida cae vencida, no por el destino aciago, sino por luchar. El héroe es aristócrata y noble porque es aportador de la virtud, porque entrega parte de sí, «una joya, un resplandor», prácticas, que son más fáciles de comprender que de expresar. Es la que en lenguaje comercial ahora llaman excelencia, pero no es eso a lo que me refiero. La existencia antológica de las criaturas de la novela lleva la impronta de la visión trágica, del antihéroe, de tal manera que a esas vidas —como son de sueño, es decir, de muerte de la memoria, como aquellos «barcos carboneros que jamás han de partir»— la desmemoria se encarga de apagarlas como una lánguida vela de cebo.

Velasco cierra esta visión trágica de la libertad imposible del antihéroe y de la memoria desvanecida. En los últimos minutos del día, Basilio pesca desde el fondo del mar, su propia historia y la ciudad que siempre estuvo buscando a pesar de tenerla a sus pies. En materiales fantasmagóricos y caligrafías casi dactilares se reconoce que es él mismo, y que «adelante está la ciudad, una ciudad gris en las tierras del sur». Su increíble encuentro lo lleva a dudar una vez más de su existencia y se pregunta: «¿A quién le contaré todo esto si no me lo van a creer?». «A nadie», se responde a sí mismo, «pero no importa, se lo contaré a mis palabras».

El recorrido sinuoso por las páginas de este libro, que he tratado de entender no para la razón, pero sí para la emoción, ha sido lento para llegar a apocalipsis que no existen, a seres inmateriales (hechos solo del verbo), a la memoria colectiva que se opone a olvidar, a la ciudad como recuerdo presente y al inagotable mundo de todas las percepciones cognitivas y sensibles de tantas «cosas inútiles», que nos conmociona el placer de la lectura de un gran escritor como Jorge Velasco.

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