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Las voces de Surinam

Las voces de Surinam
10 de febrero de 2013 - 00:00

UNO. La última semana de 2012 fue una de las más bizarras de mi vida. Luego de una serie de peripecias en Surinam (el estado más pequeño geográficamente de América del Sur), visité un barco de carga cuyo capitán y tripulantes fue lo mejor que me pasó en el viaje. De haberlo embarcado definitivamente habría llegado en poco menos de un mes a Baltimore, donde luego de visitar la tumba de Edgar Allan Poe, lo más probable es que hubiese cruzado a San Francisco.

Posibilidades que se barajan a mil por hora sobre la mesa del viajero. Pero luego las cosas se tornaron aún más extrañas en esa lejana tierra del Caribe, propias de una película de Lynch o Tarantino, y sin más, por primera vez, adelanté mi regreso. Así que empecé el año literalmente volando. Con tanto sueño y un sinnúmero de conexiones que acabé por embarcar un avión que no era el mío (pero esa es otra historia). Finalmente en Quito, en mi cama, con mis libros.

Nuevamente la calma, y el Silencio necesario para transcribir mis diarios de los últimos viajes. Vuelvo al Sur, como diría Goyeneche. Y soy feliz ahora, porque en las horas más tristes, en la distancia, el beso de mi madre es lo que me hacía falta. Y ahora lo tengo.

DOS. Nunca tuve claro por qué viajé a Surinam. Podría remontarme a Barcelona y a un cruce de palabras frente al Palau Güell o, en consecuencia, una despedida definitiva. Pero nada de eso viene al caso. El punto es que nunca antes me sentí tan extranjera. Por primera vez me subí a un avión sin saber casi nada sobre el lugar que me dirigía. Llevaba a cuesta el peso de otro viaje reciente, ocho horas por tierra desde Pasto a Quito, para luego cargarme dieciséis  horas más, entre vuelos y esperas. En la última conexión, en Trinidad y Tobago, me retuvieron en una sala de observaciones alegando que no tenía visa para ingresar a Surinam (¡!), así que en ese punto habían dos alternativas: que me deportaran o que buscara mi suerte por las peligrosas calles de Puerto España. Ni la una ni la otra.

Por esas cosas de la vida, conseguí la visa al llegar al aeropuerto de Paramaribo, la capital de Surinam, llenando un formulario tan largo como imagino será el testamento de Bill Gates, más una tarifa de 45 dólares. Y listo. Welkom bij Suriname, algo que resultaría imposible en cualquier país del primer mundo.

TRES. Surinam es la Torre de Babel. Fueron las voces las que marcaron mi viaje. Las voces en idiomas que nunca entendí. Surinam es una de las sociedades más multilingües del mundo. Por ser ex colonia holandesa, el neerlandés es su idioma oficial, pero también se habla, por lo menos, diez lenguas más, entre ellas el mandarín, el hindi, el javanés, y media docena de lenguas criollas, siendo la principal el sranan tongo, un idioma creado por esclavos africanos en el siglo XVII, que toma prestadas palabras del inglés y el portugués. Basta dar un paseo por el centro de Paramaribo para darse cuenta de ese cocktail fonético.

Todas las oficinas atienden en holandés, los programas de televisión se transmiten en inglés, y no hay parques ni plazas donde no se escuche el sranan tongo. Los cánticos de todas las religiones están a la orden del día. Hay iglesias católicas (incluyendo la catedral, el edificio de madera más grande de América), varios templos hindúes, y algo insólito en el mundo (sólo comparado con Sofía, la capital de Bulgaria): una sinagoga erigida justo al lado de una mezquita. Voces y más voces que solo Yahvé, Alá, Buda o Shiva, supongo, entenderán. Los rótulos, desde luego, para alguien que no sabe el idioma, lejos de guiarlo lo confunden aún más. Algo que volvería loco a cualquier extranjero que odia perderse. Pero yo, que suelo hacer de la pérdida un lujo, me dediqué a vagar por las calles de Paramaribo con un claro y único objetivo: escuchar.

CUATRO. Sueño con un hombre al que se le hayan olvidado las lenguas de la tierra hasta que en ningún país pueda entender lo que la gente diga. La frase la escribió el escritor búlgaro, de origen sefardita y expresión alemana, Elias Canetti, en su relato “Las voces de los ciegos”, como parte de sus experiencias en la ciudad de Marrakesh, en 1954. Mientras bebía una cerveza al pie del Río Surinam, en la zona del Waterkant, fantaseé con la idea de que todas las lenguas del mundo se me habían olvidado, y por lo tanto me dediqué a la fruición de oír sin comprender. La noche se había instalado definitivamente y las voces de hombres y mujeres que paseaban por el boulevard me llegaban tan nítidas como instrumentos musicales, abiertas a todos los sentidos. Solo entonces empecé a disfrutar.

CINCO. En el mismo relato, Canetti se plantea una serie de preguntas que parecerían trilladas, pero que nunca antes tuvieron tanto sentido: ¿Qué hay en el lenguaje? ¿Qué es lo que oculta? ¿Qué es lo que nos quita? Y a continuación relata: “Durante las semanas que pasé en Marruecos no intenté aprender árabe ni ninguna de las lenguas bereberes. No quería perderme nada de la fuerza de aquellas lenguas foráneas. Quería que los sonidos me llegaran tal y como eran, sin debilitarlos de ningún conocimiento artificioso e insuficiente. No había leído nada sobre el país. Sus costumbres me resultaban tan extrañas como sus habitantes. Lo poco que, en el curso de una vida, llegamos a saber sobre cada país y cada pueblo, se me desvaneció allí en las primeras horas."

Sólo una traducción pedí ese día. Fue cuando tropecé con un monumento, y tras observarlo por varios minutos, un vagabundo me dijo en inglés: ¡era poeta! En efecto, se trataba del surinamés Henri Frans de Ziel, más conocido como Trefossa. A su memoria brindé con vodka, al pie de uno de los muros donde estaba inscrito un poema suyo en holandés, del cual el vagabundo tradujo para mí uno de los versos: “penetrar la piel del tiempo”. Entonces me senté a observar el fin del mundo, entre juegos pirotécnicos, olor a pólvora y una luna preñada en la parte más vieja de Paramaribo.

SEIS. Fue así como me exilié de mi propio viaje, convirtiéndome en una verdadera extraña. Por primera vez no me interesaba involucrarme en la vida de los habitantes de la ciudad que visitaba, para únicamente gozar de la contemplación fonética, de ese juego de sonidos y voces a los cuales yo atribuía diversos significados de acuerdo a los dictámenes de mi imaginación. Lo que inicialmente me había generado vértigo por no poder entablar un vínculo con los personajes del camino, se convirtió en un nueva aventura. No se equivocó Canetti al afirmar que “cuando viajamos lo aceptamos todo, la indignación la dejamos en casa. Observamos, escuchamos y nos emocionamos por las cosas más terribles, porque son novedosas. Los buenos viajeros son implacables.”

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