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La infalible perfectibilidad del gran formato

La infalible perfectibilidad del gran formato
05 de diciembre de 2016 - 00:00 - Hugo Avilés Espinoza (En conversación con Fernando Naranjo Espinoza)

La ley de Murphy dice: «Si algo puede salir mal, saldrá mal» y desde ese predicamento se justifican un sinnúmero de errores probablemente previsibles, pero ¿qué sucede cuando las cosas se hacen de modo que todo esté bien? Quizá en primera instancia desbaratamos el tremendismo de Murphy, y luego nos abocamos al siguiente peldaño: la perfectibilidad. Para hablar de ello nos servimos de la versión musical de Los miserables de Víctor Hugo, puesta en escena por la Fundación Teatro Sucre en el Teatro Sánchez Aguilar de Guayaquil. Manos a la obra.

La puesta en escena es espectacular, o —dicen los encuestados— increíble. Ambos calificativos le hacen justicia. Es increíble para un público que no acostumbra a ver montajes de tal magnitud, y es espectacular porque los componentes de la mise-en-scène conllevan al espectáculo, entendido como suceso escénico que impresiona. Al ser un producto de Broadway, probablemente esté franquiciado, lo que facilita su receta de éxito, aunque esto no resta méritos al equipo de realización.

Con dramaturgia propia, e integrándose a la intención narrativa de los momentos de la puesta (dramáticos, intimistas, épicos, corales, individuales), la iluminación acierta desde los matices iniciales de fríos grises y verdes azulados, hasta los más enérgicos y coloridos de escenas colectivas y revolucionarias. Un único momento de estridencia es cuando se sugiere la integración del público en la actitud protestante de la comuna que ilumina la platea con cuatro potentes luces frontales que encandilan.

La sonorización logra que las voces estén correctamente amplificadas, con precisión en entradas y salidas y ecualización de registros. La musicalización es infalible, desde la concepción de un musical, pese a que el leit motiv está tan presente que vuelve maratónicas las tres horas de música. La directora, Chía Patiño, no deja caer la grandilocuencia de la partitura ni el virtuosismo de los ejecutantes. Sin embargo, pareciera que la segunda parte (tras el intermedio) tuviera otra proveniencia, pues arranca con un romanticismo empalagoso, con los vis a vis príncipe heroico/princesa subyugada, rayando en el estilo Pimpinella.

El vestuario, pese a acusar ingenioso diseño propio, se vuelve cuestionable al situar la acción en tiempos actuales franceses, de modo que las reminiscencias al espacio que proponía Victor Hugo son inevitables, provocando una cierta aberración espacio-temporal reflejada en el indumento.

La escenografía es espectacular por las formas, el tamaño, le color y la versatilidad, aunque su concepción de uso ya la había propuesto la directora en el musical Sweeny Todd; de cualquier manera, se le reconoce que en complicidad con las luces y los teñidos del ciclorama resuelve el espacio y las situaciones de la historia.

Los actores le entregan pasión y enjundia. Cada uno cree en su rol, pero al musical de gran formato siempre lo amenaza la distancia del espectador y, tras ese tamiz, hay que tomar en cuenta tallas, posturas y energías. Al personaje de Jean Valjean lo traiciona una ligera lordosis con la que dibuja al villano pero le resta al héroe. En perjudicial contraste, se planta en escena con bastante ángel y estatura el carcelero Javert, volviendo la relación protagonista/antagonista un tanto sesgada al segundo.

Solo resta juzgar la emocionalidad, esa misión de la escena de modificar al espectador desde la historia que se le cuenta, ya sea en emociones, pensamientos, intrigas, cuestionamientos, de modo que lo efímero del hecho teatral logre su mágico cometido por el cual ha sobrevivido por siglos, por lo que es necesario recordar la estructura argumental de la novela, tarea bastante difícil puesto que la obra de Víctor Hugo está dividida en cinco partes. De todas maneras, si intentamos resumir la trama, nos atreveríamos a decir que: «El libro nos relata la lucha de Jean Valjean para redimirse después de salir de prisión donde ha pasado 19 años por haber robado una pieza de pan para su familia. En tan arduo propósito discurre un universo de situaciones que nos llevan a reflexionar sobre la dicotomía entre el bien y el mal».

El programa de mano (necesario para la apreciación de este tipo de espectáculos y que desacertadamente se entrega recién al ingresar a la sala, en vez de al comprar el boleto) informa en caracteres de 8 puntos, lo siguiente: «El musical recorre la adversa vida del fugitivo Jean Valjean, antihéroe en busca de redención, que a lo largo de su vida evitará ser capturado por el implacable inspector Javert, una figura antagónica al sentido de justicia y perdón», mezclando así la trama pura y llana con un punto de vista moral.

Al terminar la función y escuchar los estruendosos aplausos, queda una sensación extraña, como cuando queda campeón el equipo del que uno es hincha, a pesar de que ha jugado mal. Entonces le pido a Fernando Naranjo su parecer, y me comenta:

Ya no recuerdo cuándo leí Los miserables. Todo comenzó con mamá que me contaba la historia de Cosette y Jean Valjean. En la secundaria, con Calderón Chico de compañero, y la consideración revolucionaria del pensamiento romántico de Víctor Hugo, Los miserables volvieron, y a todo vapor. No volví a verlos sino décadas después, gracias a Claude Lelouch. ¡Impecable historia! ¿Y Los miserables? ¡Tan como siempre!

Por eso me negué a ver en el cine el musical con Guepardo convertido en Jean Valjean. Y yo, ingenuo, me someto a tres horas de musical en el Sánchez Aguilar… Fastuoso. Alucinante a ratos. Solo que entre tanto humo, luces y recursos escenográficos, tipo «efectos especiales», hasta se me olvidaba que las barricadas de 1832, que presagiaron muy bien a la comuna de 1871, aún tienen que ver con problemas actuales sin solución cercana; e increíblemente yo estaba allí, rodeado por lo mejorcito de nuestra burguesía que aplaudía de pie y a rabiar… ¿qué coño aplaudían?

¿Qué hubo de la esencia del teatro cuestionador, insurgente? Bien, gracias. Esto es negocio. ¿Contribuye el espectáculo al mejoramiento del público teatral? Desde luego. Una producción de semejante tamaño es inolvidable y debe dejar lecciones en todo y en todos.

Ahora bien, me pregunto qué haría esta obra en otros públicos. Por ejemplo, presos, comerciantes minoristas o estudiantes de secundaria. Extirpada la parafernalia hollywoodesca, todo lo que queda de Los miserables es lo que siempre hubo: que la humanidad, en determinadas circunstancias, se transforma en lo peor que se haya visto. ¡Y que no hay muchas salidas para los miserables de la Tierra!

Así que mucho cuidado con los públicos.

Lo demás, café, vino, piqueos y mucha charla. Luego, dejar descansar el fervor del pensamiento. ¡Váyasela a ver! Hay que apoyar con nuestra presencia emprendimientos escénicos de tamañas proporciones, pero procure conversar al final. Oblíguese. Comprométase. Usted también tiene un compromiso como público que, de no asumirlo, puede exacerbar lo que el teatro y la sociedad tienen de miserables.

 

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