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Juego de la memoria

Juego de la memoria
28 de marzo de 2016 - 00:00 - Mário Magalhães. Periodista

Este texto se publicó originalmente en el libro Crecer a golpes. Crónicas y ensayos de América Latina a cuarenta años de Allende y Pinochet (2013). Editado por Diego Fonseca. C. A. Press, Penguin Group (USA).

La tarde de otoño ya se había despedido en Santiago cuando los jugadores del São Paulo Futebol Clube desembarcaron del autobús en el Estadio Nacional y penetraron en los túneles que conducen a los vestidores. Como era temprano, y el revés por 5 a 1 de la semana anterior había erosionado las esperanzas de los seguidores chilenos, no se oían cánticos de aliento para el equipo de la Universidad Católica ni abucheos intimidatorios para los visitantes. El silencio sepulcral amplificó el grito con que Toninho Cerezo sacudió la noche:

¡El que no corra hoy va a terminar como la gente que murió aquí en el 73!

Yo caminaba unos pasos detrás del veterano incansable, casi cuarentón, y no me reí de la boutade. Solo entonces se me ocurrió que muchos compañeros de Cerezo ignoraban lo que había sucedido en aquellas catacumbas dos décadas antes. Unas pocas horas después, el equipo levantaría el trofeo de la Copa Libertadores; dudé que la mayoría de los campeones reconociese las efigies de Bolívar y San Martín. En septiembre de 1973, vehículos militares habían abandonado en el estadio a una multitud de desamparados, convirtiendo la plaza en un campo de concentración. Uno de los detenidos era Wânio José de Matos, un brasileño que vivía exiliado en el país de Salvador Allende y Elías Figueroa, defensor cuya elegancia solo reencontraría al asombrarme con el italiano Franco Baresi en un juego en California.

Cuando los cazas bombardearon La Moneda, el chileno Don Elías sudaba categoría en el Sport Club Internacional de Porto Alegre, en el sur de Brasil. Wânio Maws sería uno de los cinco brasileños desaparecidos en la dictadura de Pinochet. Todo lo que se sabe de su destino sombrío es que fue confinado a un Auschwitz al pie de la cordillera —el Estadio Nacional— y que murió destrozado por los torturadores.

Los gritos de dolor y el horror de otrora no tuvieron eco en mayo de 1993, cuando la U anotó dos goles en quince minutos pero no logró compensar su aplastante derrota en el Morumbi. El São Paulo conquistaba el bicampeonato de la Libertadores y, treinta años más tarde, repetía la hazaña del legendario Santos de Pelé. Quien tuviese una bola de cristal habría podido percibir la coincidencia: un año antes, en 1992, el presidente acosado por denuncias de corrupción, Fernando Collor de Mello, había sido apartado por un juicio político reclamado por millones de manifestantes; en el 94, Brasil se coronaría campeón del mundo por cuarta vez, veinticuatro años después de su tricampeonato en México. El país y su fútbol, por fin, vislumbraban la luz al final del túnel.

En Santiago, Toninho Cerezo no había querido bromear. Le sobraba talento para arrancar carcajadas, pues su padre se había ganado la vida interpretando al payaso Moleza, y el futuro estilista del medio campo había pasado la infancia a su lado en la piel de Dureza, El Payasito. Cerezo quiso infectar a sus colegas con el virus de la garra.

Nueve años más joven que Cerezo, nací en abril de 1964, en la misma semana del golpe de Estado en Brasil, que se anticipó al de Chile por otros nueve años. Mi primer recuerdo remoto no es de los circos que me fascinaban, animados por payasos como Dureza y Moleza, sino de las páginas del periódico que trocé para tirar por la ventana en las celebraciones del 4 a 1 contra Italia en la Copa del Mundo de 1970. En aquel tiempo, observaba en las calles de Copacabana los carteles oficiales de “BUSCADOS” con fotos de los opositores a la dictadura estampados como terroristas sanguinarios. No sospechaba que no eran ellos los villanos.

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Mal regresados de la consagración en el Estadio Azteca, los campeones fueron ciceroneados hasta el besamanos del dictador Emílio Garrastazu Médici, como la televisión transmitió efusivamente y yo leí en los periódicos, cuyas páginas deportivas empezaba a recorrer con avidez. Los militares habían abolido las elecciones directas, y el general de línea dura fue entronizado sin un mísero voto del pueblo. Beneficiado por la prensa que lo halagaba y por la censura que enmudecía hasta a los opositores anémicos, el presidente se granjeaba simpatías oyendo los juegos en una radio a pilas y ensayando embaixadinhas, como llamamos en Brasil a los malabarismos con la pelota.

Con la expansión de la economía, el gobierno pronto alardearía lo que bautizaría de “milagro económico”. Exacerbó el patrioterismo con el jingle ‘Pra frente, Brasil’, dedicado a la delegación que intentaría el tri en México. Lanzó el lema “Brasil: ámalo o déjalo”. En otras palabras, los insatisfechos, que armen sus mochilas y se vayan.

Durante la Copa, un hombre despertó en una ciudad del noreste y, al abrir la puerta del patio trasero, fue fusilado por la policía federal. Las autoridades divulgaron que el muerto era un delincuente común, pero se trataba de un activista político de la Acción Libertadora Nacional, la mayor organización de la izquierda armada. Antônio Bem Cardoso espesó la cuenta que sumaría más de cuatrocientas vidas acabadas por agentes del Estado —buena parte en los sótanos de la tortura— en los veintiún años de dictadura. Cardoso no vivió para ver la escena inolvidable de Carlos Alberto, capitán del equipo, recibiendo el trofeo Jules Rimet.

Para Médici parecía haber ambiciones más grandes que decidir sobre la vida y la muerte de los brasileños. El general quería elegir los jugadores de la selección. Estaba peleado con João Saldanha, el entrenador que había clasificado al equipo para el Mundial. En la abrumadora campaña de las eliminatorias, las estrellas canarinhas pasaron a ser aclamadas como las “fieras de Saldanha”. El dictador y el técnico eran ambos gaúchos del campo, de los alrededores de la frontera con Argentina y Uruguay. Sin embargo, los separaba una distancia de la inmensidad de la pampa: Saldanha era comunista.

A despecho de los triunfos que restituían la autoestima nacional, herida por la vergüenza del Mundial de Inglaterra de 1966, Médici refunfuñó por la ausencia de Dario. Inmortalizado como ‘el pecho de acero’, Dario cabeceaba tan bien que se aventuraba a decir que era un colibrí detenido en el aire. Coleccionaba goles, pero competía con los mejores centrodelanteros. “Ni yo elijo los ministros ni el presidente el equipo”, dijo Saldanha. La dictadura lo despidió en la víspera de la Copa del Mundo. El colibrí fue convocado y voló a México, donde permaneció posado en el banquillo.

Supe de todo esto muchas temporadas más tarde. En aquella época, lo que yo distinguía eran los chicos buenos de la TV. Me deleitaba con programas como El Zorro y el japonés National Kid. Recién me crucé con un héroe de verdad en la tarde del 24 de octubre de 1971.

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Aquel domingo serpenteé por las rampas de acceso al Maracanã de la mano de mi padre. Hombre tolerante, el apoyaba a un equipo rival, pero atendió a mi petición de ver el Clube de Regatas do Flamengo. Representado por el rojo y el negro, el club no tenía solo la afición más numerosa de Brasil: era mi club. Ninguna de mis paranoias era mayor que tener un hijo que fuera seducido por otros colores. Quien no es de color rojo y negro no tiene derecho al postre, bromeaba. Aquí, en casa, la desgracia nos salvó: todos somos del Flamengo.

En el Maracanã perdimos 3 a 1 contra el Sport Club Corinthians Paulista. No recuerdo haber reparado en un principiante apodado Zico, que a los dieciocho años gateaba en el fútbol. Jugaba de ponta de lança, un mediapunta más tirado al ataque que al centro del campo. Mi vida nunca fue la misma después de descubrirlo.

En el futuro, los rossoneri contemplarían a Zico como si se materializara un profeta. Nosotros nos divertíamos blasfemando en un país mayoritariamente cristiano: la Navidad no llega el 25 de diciembre sino el 3 de marzo, cuando Zico vino al mundo y fue puesto en un pesebre de un suburbio de Río de Janeiro. Ese día nació el Salvador.

El Mesías anunció una era de abundancia para el Flamengo. En la sala de trofeos no había copa de campeón brasileño, y con Zico llegaron cuatro. Mucho menos de la Libertadores, obtenida en batallas épicas en 1981, nuestro pasaporte al reto supremo, el Mundial de Clubes, donde aturdimos a los chicos del Liverpool con un recital de fútbol. En el templo del Maracanã nadie marcó tanto: 333 goles.

Zico encantó a los aficionados de todas las casacas en una competencia preparatoria del torneo de fútbol olímpico de 1972. Era el único título importante que persistía en escaparse de Brasil. Con el crack exuberante, ese sueño tan preciado no habría de frustrarse, pero en tres partidos no ganamos nada. Teníamos jugadores que llegarían lejos mas Zico no estaba entre ellos. Brasil, humillado, jamás ganaría los Juegos Olímpicos.

Solo la posteridad ha dilucidado el misterio que obsesionó al país: ¿por qué descartaron a Zico de la selección olímpica? En un crimen en contra del fútbol, la dictadura lo borró, aclararía Antoninho, el entrenador del equipo. Vetaron al número 10 por miedo a que aprovechase la atención de Munich para denunciar violaciones a los derechos humanos en Brasil.

No faltarían episodios de barbarie que pudiese contar, pero él no era dado al activismo político. El problema, desde el punto de vista de los militares, eran una prima y un hermano de Zico. Cecília había sido arrestada, acusada de dar refugio a revolucionarios clandestinos. En una oportunidad, me dijo que en un cuartel los torturadores lanzaron una cría viva de caimán sobre su cuerpo desnudo, ya castigado por las descargas eléctricas en las partes más íntimas.

Nando era uno de los tres hermanos mayores de Zico que hacían del fútbol su sustento. Demostraba virtudes, pero todavía en el jardín de infantes de la profesión lo apartaron de dos equipos. En uno de ellos, prescindieron de él cuando un capitán del Ejército asumió el cargo de entrenador. En otro lo despidió un director. Pronto supe que la policía política lo perseguía porque, antes del golpe de 1964, había sido aprobado en un concurso para profesor de un programa público de alfabetización de adultos, considerado como subversivo por el nuevo orden.

En busca de sosiego, Nando consiguió la transferencia al Belenenses, en Portugal. En la otra orilla del Atlántico, la policía de la dictadura de António de Oliveira Salazar ya había recibido su archivo, y le impidió radicarse. Temiendo por la carrera de sus hermanos, Nando ocultaba a la familia la causa de su infortunio. Hasta que, mientras intentaba dar con su prima, fue detenido, esposado y, en el mismo cuartel donde maltrataban a Cecília, encapuchado. Salvado de la tortura física, dejó el fútbol. El hermano de Zico jugaba por la punta izquierda. Nunca coqueteó con la militancia, en un flanco u otro.

Los daños deportivos perpetrados por la dictadura fueron más allá de abortar la trayectoria prometedora de Nando y de sabotear a la selección olímpica. En el siglo XXI, el país ostentaría una estrella soberana como Marta, pero no coleccionaría títulos expresivos entre las mujeres. En el pasado, el Consejo Nacional de los Deportes, controlado por oficiales de las Fuerzas Armadas, había condenado el fútbol femenino como inapropiado, y lo prohibió. Afuera, la modalidad progresó, y Brasil se quedó atrás.

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La dictadura organizó en 1972 una Minicopa con el pretexto de celebrar el sesquicentenario de la Independencia. La excitación propagandística revivió la que estuviera en vigor en la Copa del Mundo de 1934 en Italia bajo el fascismo de Benito Mussolini. Sin brillo, Brasil venció a Portugal en la final, una venganza tardía de los antiguos colonizados sobre sus colonizadores.

Como en 1972, Pelé disminuyó a Brasil en la Copa del 74. Retirado de la selección nacional en 1971, se mantuvo activo en el Santos FC. El ‘rey del fútbol’ había pleiteado, sin éxito, compensaciones económicas para ir a Alemania. Ese año, el Gobierno del general Ernesto Geisel, sucesor de Médici, concluyó el exterminio de una guerrilla en la selva amazónica, desapareciendo a más de cincuenta cuerpos.

Veteranos del tricampeonato vistieron la camiseta verde y amarilla, pero Holanda pospuso el tetra. Nos atropellaron Johan Cruyff y compañía en la semifinal. El carrusel holandés revolucionaba el fútbol y embarullaba la percepción, como una píldora de LSD. Apoyé a la ‘Naranja Mecánica’ en la confrontación decisiva, y hasta hoy lamento el título alemán.

América del Sur y la selección cambiaron entre el malogrado 1974 y la Copa del invierno argentino de 1978. Para inyectar sangre nueva, incorporaron a Zico en 1976 sin que la dictadura osara reeditar su veto. En el mismo año, el golpe de Estado del país anfitrión de la competición venidera parió una dictadura. Brasil exhibiría en Argentina su silueta futbolística más militarizada.

En México, diversos oficiales castrenses habían ocupado posiciones en el cuerpo técnico, pero el entrenador era el civil Mário Jorge Lobo Zagallo, como en Alemania. En Argentina, el técnico fue Cláudio Coutinho, capitán del Ejército. El presidente de la Confederación Brasileña de Deportes, João Havelange, había sido separado por las Fuerzas Armadas en 1974 debido a sospechas de fraude en la gestión de la entidad. Havelange ya había ascendido, en tanto, a capo de la FIFA. Un almirante heredó su antiguo cargo.

La dictadura se había radicalizado en 1968, aniquilando las raras garantías democráticas sobrevivientes del golpe. La elección directa de presidente y gobernadores se había acabado, pero proseguía para el Parlamento, un simulacro de libertad asfixiado por las restricciones. Chico Pinto, diputado del único partido de oposición consentido por el Planalto, el palacio presidencial, hizo declaraciones contra Pinochet en 1974 —cesaron su mandato y acabó en la cárcel. Tres años más tarde, Geisel cerraría el Congreso para reabrirlo con un sistema indirecto de designación de senadores.

Brasil experimentaba el auge del fútbol como un instrumento de poder. La dictadura edificaba estadios faraónicos y promovía la imagen de “un país que va adelante”. En el estadio Colosso da Lagoa, cabían treinta mil espectadores, la población completa de Erechim, la ciudad sureña donde fue construido. El Campeonato Brasileiro se infló, pues el gobierno incluía nuevos equipos a petición de sus aliados. El récord fueron noventa y cuatro en una sola división. La ARENA era el partido oficialista y las tribunas cantaban: “Donde la ARENA va mal, hay un club más para el [campeonato] Nacional”.

El sinsentido se manifestó en el terreno de juego. Coutinho llevó a Argentina al torpe volante Chicão en vez del brillante Falcão, futuro ‘rey de Roma’. Zico dejó de ser titular a partir del tercer juego, y casi me hundió en una depresión juvenil. De un modo inusual, los dirigentes brasileños aceptaron el fixture que permitiría a Argentina jugar contra Perú conociendo la puntuación necesaria para pasar a la final, pues Brasil enfrentó antes a Polonia, y no al mismo tiempo, como habría sido justo.

El calendario se había montado con el aval de Havelange, quien acordó con el genocida Jorge Videla para confirmar la Copa en el país devastado. El fracaso del equipo local equivaldría a Hitler presenciando el éxito del negro Jesse Owens en los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936. En la despedida de la selección, Geisel reprendió a Reinaldo en una conversación privada. En una entrevista, el delantero había valorado la democracia. “Usted juega a la pelota, no habla de política”, ordenó el general, según Reinaldo.

Sin desanimarse, el artillero celebró su gol inaugural irguiendo su puño derecho, como los dos atletas estadounidenses de los Juegos Olímpicos de 1968. No pasó mucho, y lo quitaron del equipo. Ese empate de 1 a 1 con Suecia terminó extraño: la pelota vino de un saque de esquina y Zico, para mi júbilo, desempató de cabeza. Sin embargo, el árbitro anuló el gol alegando que el juego había terminado con la pelota en el aire.

Nada genera más sospechas de arreglo que el 6 a 0 aplicado por los argentinos a los peruanos, a quienes debían superar por cuatro goles, después de que Brasil ganase por 3 a 1 a Polonia. Se acumularon los indicios de un resultado fabricado y los rivales de la frontera se ungieron campeones contra los holandeses.

Quince años después, en una ciudad en las montañas de Ecuador, pregunté a Teófilo Cubillas acerca de la goleada donde él estuvo del lado derrotado. Con tono de quien no confía en sus socios, el exjugador del Perú enfatizó que no había participado de ningún fraude. En Argentina, Cláudio Coutinho había insinuado que Brasil había sido engañado y pronunció su famosa bravata: “Somos campeones morales”.

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Nadie se lo tomó en serio porque éramos conscientes de que fuimos pusilánimes. Si hubiera arriesgado más, Brasil podría haber vencido a Argentina para no depender de la diferencia de goles, pero se conformó con el 0 a 0. Tal vez fue el mayor error del capitán Coutinho, a pesar de ser todo un técnico talentoso que enseñó conceptos como la obsesión por mantener la pelota. No consiguió establecer ese estilo en la selección, pero, mucho más importante, lo imprimió en el Flamengo.

He aquí una paradoja genuinamente brasileña: medimos el tiempo por las Copas, pero dedicamos más amor a los clubes que a la selección. Eso no impidió que el fracaso de 1978 machucase nuestra alma bipolar, reflejada en el fútbol. Resurgió el “complejo del vira-lata”, el perro callejero.

El dramaturgo y cronista Nelson Rodrigues creó esta expresión para descifrar la incapacidad de Brasil de convertirse en campeón del mundo desperdiciando sus superestrellas. Transmitía un sentimiento de inferioridad. En 1950, nos bastaba un empate en el Maracanã, en la final de la Copa, pero caímos ante la valentía de Uruguay, el mayor trauma de nuestra historia, y no solo en el fútbol. Más deshonroso, acabó consolidada la falsa versión de que un jugador uruguayo habría abofeteado en la cara a un brasileño, que no reaccionó. Además de todo, seríamos cobardes patológicos.

Ningún psicoanalista liquidó el complejo, fulminado por las conquistas de 1958, en los albores del fenómeno de Pelé, y 1962, con Garrincha ovacionado en el Estadio Nacional donde Pinochet instalaría sus mazmorras. La gente se divertía entre el final de una dictadura, en el 45, y el comienzo de otra, en el 64, y cantaba en el Carnaval: “La Copa del Mundo es nuestra, no hay quien pueda con el brasileño”. Intercambiamos el complejo por Ia soberbia. Nelson Rodrigues reverenciaba a la selección como “la patria en botines”.

Con la frustración en Argentina, renovamos nuestra soledad continental, el único país de las Américas que habla portugués. Las desventuras del Cono Sur señalaban nuestras cicatrices: con un AK-47 en bandolera, Allende resistió heroicamente en 1973 mientras que João Goulart no se había atrevido a luchar en 1964. El brasileño no empuñó las armas, solo un argumento, el de ser reacio al derramamiento de sangre. Forzado al exilio, Goulart se convirtió en el único presidente de Brasil que murió lejos de su tierra.

¿Seríamos, de hecho, los perros callejeros de la historia? La angustia duró hasta la Copa española de 1982, cuando volvimos a cautivar al mundo y a encarar orgullosos al espejo.

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Los primeros signos de la agonía de la dictadura antecedieron al renacimiento de la selección. En 1979, los metalúrgicos del núcleo industrial ABC lanzaron una huelga. Los lideraba un trabajador sin el dedo meñique de la mano izquierda, perdido en un accidente en la fábrica. Su nombre era Luís Inácio da Silva, y los amigos lo llamaban ‘Lula’. Adoraba el fútbol y torcía por el Corinthians.

En los estadios se abrían pancartas por la amnistía, un gran cambio en comparación con 1968, cuando la cancha del Botafogo había servido para encarcelar estudiantes. En 1979, el gobierno dio marcha atrás, los presos políticos fueron puestos en libertad y los exiliados retornaron. Tres años más tarde, volvieron las elecciones de gobernadores por sufragio universal, con victorias opositoras en los principales estados. En la CBF, el nuevo acrónimo de la entidad gestora del fútbol, un civil bienintencionado tomó el timón en lugar del almirante.

Mientras la esperanza pedía paso como el grupo al frente de una escuela de samba, yo me extasiaba con el apogeo de la era Zico. En la madrugada del 13 de diciembre de 1981, me hipnoticé delante de la televisión con el equipazo del Flamengo que superó al Liverpool, campeón de Europa, por 3 a 0. En la primera mitad, el locutor informó sobre el golpe de Estado estalinista del general Wojciech Jaruzelski, pero para mí la historia se decidía en el juego de Tokio, no en Polonia.

El título mundial de clubes fue más fácil que el sudamericano. El Flamengo había batallado en Santiago en el segundo de los tres partidos contra el Cobreloa, durante el desenlace de la epopeya de la Copa Libertadores. En el Estadio Nacional, el defensa Mario Soto cerró un ojo del rojinegro Lico de un codazo e hizo sangrar una ceja de Adílio con otro. En el último partido, en Montevideo, Zico anotó dos goles y noqueó al aguerrido equipo chileno. Esa primavera fue la cúspide de la veneración por el diez. El siguiente laurel, quién iba a dudarlo, vendría del verano español.

En la Copa de 1982, sin embargo, Italia nos liquidó en el Estadio de Sarrià. Las lágrimas que cayeron en cascada en Brasil habrían permitido producir energía en nuestras monumentales plantas hidroeléctricas, pero el equipo dirigido por Telê Santana se perpetuó como patrimonio nacional. El medio campo reunió cuatro jugadores fuera de serie, Zico, Falcão, Sócrates y Cerezo —o Picasso, Miró, Dalí y Gris—. El técnico rescató la filosofía ofensiva brasileña. Dio continuidad al fútbol total holandés plantado en 1974 y adobó ideas que, más de veinticinco años después, serían recogidas por el Barca de Pep Guardiola.

Dejó de parecer una excentricidad preferir perder con jogo bonito que ganar con un fútbol tosco. A diferencia de 1970, cuando apoyar o no a la selección dividía a los presos políticos, ahora todos hacían fuerza juntos. Gobemaba el último general. João Baptista Figueiredo, quien decía preferir el olor de los caballos al del pueblo. Contra el poder, Sócrates emulaba a Reinaldo y levantaba el puño en cada gol. En la contabilidad de títulos, la dictadura fue un fiasco. Había setenta, pero el tricampeonato había sido el epílogo del ciclo inaugurado en 1958.

En el liderazgo de la Democracia Corinthiana, Sócrates y otros ídolos introdujeron la autogestión del equipo y se expresaron en contra de la dictadura. Ese movimiento unió jugadores y dirigentes de Corinthians, transformando el club en un tubo de ensayo de relaciones menos autoritarias en el deporte. Una década antes de despuntar el ‘Doctor Sócrates’, otro futuro médico había inquietado la estructura conservadora del fútbol. El barbudo Afonsinho había luchado por el pase libre, el derecho a no estar eternamente vinculado a un equipo, como un esclavo a su amo.

Sócrates reforzaba la campaña de las Diretas Já, que en 1984 llamó a la reintroducción de los votos para presidente y el fin de la dictadura. En los setenta, Pelé había abonado la proscripción de la votación al decir que “los brasileños no saben votar”. Yo estaba en Río cuando un millón de ciudadanos acudieron a la protesta. El animador era el locutor de fútbol Osmar Santos. Se agotaba la letanía de cierta intelligentsia para la que “el fútbol es el opio del pueblo”.

Dominado por el gobierno, el Congreso recusó las elecciones directas, y dos candidatos se desafiaron en el colegio electoral restringido a cientos de votantes: Paulo Maluf, oficialista, y el oponente Tancredo Neves. En el Maracanã, los aficionados del Fluminense Football Club gritaban por Maluf, y los del Flamengo, por Tancredo. Muerto en vida, el régimen perdió hasta en el escenario que había montado, y Tancredo fue elegido en 1985.

Enterrábamos la dictadura, pero el nuevo presidente solo pudo subir la rampa del Planalto dentro de su propio ataúd, víctima de un tumor en el intestino. Quien asumió fue su segundo, José Sarney, arraigado correligionario de los militares. El pueblo ironizaba: “Dormimos con Tancredo, despertamos con Sarney”.

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Lo mismo ocurrió con la nueva Copa del Mundo en México: soñábamos con la dulce remembranza de la selección de 1982 y amanecíamos con el fatigado equipo de 1986. En la eliminación, Zico desperdició un penal contra Francia. Los fariseos desataron mi ira al difundir la infamia según la cual él era jugador de club pero no de selección, que solo sabía jugar en el Maracanã y que había sido forjado en el laboratorio con un tratamiento para crecer, como ocurriría con Messi.

Maldije a todos, restregándoles la evidencia de que había sido el mismo Zico quien había creado la jugada del penal. Zico solo había entrado en el segundo tiempo, porque estaba golpeado. Más tarde sabríamos que no quiso ir al Mundial debido a una rodilla devastada por las patadas. Telê insistió, y Zico cedió. En la tanda de penales, Sócrates erró —¡y Zico convirtió! No atestiguábamos el ocaso de los dioses: aprendíamos que los dioses también fallan.

Así interpreté la asunción de Zico como secretario de Deportes, una especie de ministro de Fernando Collor de Mello. Consagrado en las elecciones directas de 1989, Collor se proyectó como presidente de un club de fútbol. Como candidato, cargaba contra la corrupción; como presidente, se tiñó con la mancha del corrupto. Zico salió de su gobierno con las manos limpias y las rodillas igual de rotas.

Como Collor, la selección del 90 se perdió por el dinero. La distribución de los ingresos por publicidad había provocado una tormenta entre el equipo y los dirigentes, y la Argentina de Maradona y Caniggia nos despachó para casa. Entonces me cayó la ficha: la decadencia de Brasil —cinco desastres desde 1970— acompañaba la caída de la presencia negra en el equipo, incluido el de 1982. Nuestras tres copas mundiales habían tenido protagonistas negros como Pelé y Didí, mulatos como Amarildo y mestizos con sangre indígena, negra y blanca, como Garrincha. En el 94, con el mulato Romário, retomamos las glorias que nos autorizan a llamar a Brasil el “país del fútbol”. En 1998, casi llegamos al penta, que sobrevino en 2002, conducidos por los mulatos Ronaldo, Ronaldinho y Rivaldo. Dentro y fuera del campo, el mestizaje es la fuerza de los brasileños, y no su debilidad, decía el sociólogo Gilberto Freyre.

Trabajando como periodista deportivo, asistí al estadio de esas tres finales. Pensaba en Zico, pero me conformaba: si él jamás ganó una Copa del Mundo, peor para la Copa. En 1994, el año del tetracampeonato, el vicepresidente Itamar Franco, que había sustituido a Collor, lanzó el real, una moneda estable que batió a la inflación. Itamar y sus sucesores habían sido opositores a la dictadura.

El sociólogo Fernando Henrique Cardoso (1995-2002) conoció el exilio. El obrero Lula (2003-2010) estuvo preso por liderar una huelga. Dilma Rousseff, que en 2011 fue la primera mujer en la presidencia, había militado en la lucha armada y penado en la cárcel. Lula organizaba peladas con los ministros y recurría a metáforas futbolísticas para enviar mensajes políticos. Comparaba la elección de sus asesores con la de jugadores y descalificaba a los oponentes diciéndoles que serían malos entrenadores. El país prosperó durante su gobierno, pero no ganó ninguna Copa: a Alemania 2006 llevamos el equipo de Corea-Japón 2002, envejecido. En 2010, la cosecha de cracks fue débil —no siempre el fútbol explica a Brasil o Brasil explica el fútbol—.

Mientras Pinochet detentaba el poder, los aficionados del sur de Brasil tronaban contra los futbolistas uruguayos llamándolos “tupamaros”, en plan peyorativo, como presencié en los juegos cerca de la frontera. Hoy, enormes banderas con el rostro de Ernesto ‘Che’ Guevara, uno de los inspiradores de la guerrilla en el país de Pepe Mujica, son desplegadas en los estadios. En Brasil vivimos el período más longevo de democracia desde la proclamación de la República. Durante las gestiones del Partido de los Trabajadores, de Lula y Dilma, 28 millones de brasileños salieron de la pobreza absoluta y 36 millones subieron de clase social, según datos oficiales. En el Gobierno de Cardoso, desarrollamos un programa ejemplar para combatir el sida.

Brasil mejoró, pero no rompió con los legados más ruinosos, oriundos de la esclavitud terminada en 1888 y de la dictadura post-1964. El país fue uno de los últimos de Occidente en abolir la servidumbre negra, y solo ahora programas de compensación de cuotas raciales llegan a las universidades. Aún persisten profundas desigualdades de raza. Muchos nuevos departamentos mantienen minúsculos “cuartos de empleada”, donde duerme la heredera asalariada de la antigua esclava. En la Copa de las Confederaciones 2013, los boletos tenían precios exorbitantes. Casi todo formado por brasileños, el público parecía, de tan blanco, el de un estadio europeo.

Miren a la selección: técnicos, médicos y dirigentes son blancos, mientras que los de ascendencia africana actúan como jugadores y masajistas. Los descendientes de la senzala, antiguo alojamiento de esclavos, juegan; los de la casa grande, donde habitaban los señores, mandan. Sigue en vigencia el prejuicio racista contra los porteros negros, desde la acusación al negro Barbosa de fallar en la final de 1950. Nuestros cuatro arqueros campeones del mundo eran blancos.

Al principio, el fútbol era el ocio de la élite, y los negros no eran admitidos. En Fluminense, un mulato se pasaba polvo de arroz para blanquearse la cara y jugar. Más tarde, los negros hicieron de la ginga nacida en los barrios de esclavos, donde bailaban capoeira, un estilo de fútbol creativo que incorporamos a la identidad nacional. Atesoro la dedicatoria de Domingos da Guia, magistral defensor afrodescendiente de la Copa de 1938, en mi ejemplar de O negro no futebol brasileiro, libro de Mário Filho.

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La dictadura hizo suya la obscena desigualdad social, que no se limita a las razas. El “milagro económico” engordó el pastel de la riqueza, sin dividirlo. Una de las diez mayores economías del mundo, Brasil integra otro Top 10, el de las naciones de ingresos más desiguales. Ninguna ciudad en el mundo tiene tantos helicópteros como São Paulo, pero ocho de cada diez residentes de las zonas rurales del país no tienen acceso al alcantarillado. El ingreso del 10% más rico capta casi la mitad de los ingresos totales. El 10% más pobre, el 1%. En el fútbol, miles de atletas tienen registro profesional, pero no reciben salario.

La producción de etanol se ha consolidado como referencia entre los biocombustibles de alta tecnología, pero en la cosecha manual de la materia prima, la caña de azúcar, sobrevive la cultura preabolición. La mayoría de los agricultores es negra y utiliza un léxico del siglo XIX. Trata como feitor al supervisor de los patrones, palabra que designaba al capataz de los esclavos y que subsiste en los campos. Para cosechar 11,5 toneladas de caña al día, el cortador da, en promedio, 3.792 golpes de machete, esfuerzo excesivo incluso para un futbolista de alta competición. La reforma agraria no tocó Brasil, donde el 2,5% de las explotaciones ocupan el 56% de las tierras de cultivo. En los años de Lula, los bancos tuvieron ganancias récord. Fernando Henrique Cardoso privatizó a preço de banana empresas nacionales estratégicas.

La impresión es que la casa grande y la senzala permanecen, aunque disimuladas, en un país con aversión atávica a las rupturas. A diferencia de los vecinos de la América española, no conquistamos la independencia a punta de bayoneta, sino en un acuerdo por el que el rey de Portugal transfirió el poder al hijo, coronado emperador del país soberano. Brasil posee escuelas bautizadas con el nombre del dictador Médici.

El presidente de la CBF, José Maria Marin, era diputado oficialista en 1975 cuando acusó una supuesta “infiltración comunista” en la televisión pública. Unas semanas después, el director de noticias de la estación TV Cultura murió a causa de la tortura. En la cárcel, la guerrillera Dilma Rousseff sufrió el pau-de-arara, un instrumento de martirio empleado desde la esclavitud. En la Copa de las Confederaciones, Dilma y Marin posaron juntos y sonrientes.

En la época de la lucha armada, Dilma militaba muy próxima al grupo al que pertenecía Wânio José de Matos, el desaparecido que la resaca del golpe de Pinochet engulló en 1973. Matos, antiguo capitán de la Policía Militar, había sido torturado en São Paulo; en Santiago, los militares repetirían la dosis hasta matarlo. Ni en Chile ni en Brasil han castigado a quienes lo maltrataron. En ambos países, los torturadores de la dictadura están muriendo de viejos, sin castigo.

Cuando pienso en los males de Brasil, recuerdo que hemos estado peor. Si tropezamos en el fútbol, evoco las jornadas en que nos erguimos. Mi hijo me corrige en momentos en que Lionel Messi me arranca suspiros. “Zico es el mejor”, dice, repitiendo lo que aprendió de mí. Un día sabrá que el padre fue sincero, porque yo hablé con el corazón y no con las neuronas.

Por encima de todo, el fútbol es pasión.

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