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Interculturalidad, medios de comunicación y farsa

Interculturalidad, medios de comunicación y farsa
16 de noviembre de 2015 - 00:00 - Iván Rodrigo Mendizábal, Investigador y docente unversitario

Colonialismo didáctico

La imagen del ‘buen indio’ capturado como ‘animal’ de circo u objeto de museo es lo que queda en la memoria tras ver El llanero solitario (2013) de Gore Verbinski. El filme se presenta con carga farsesca: el contraste de los dos personajes, Toro y el Llanero, hace que los veamos como caricaturas de un tiempo distante. Y he aquí el problema, vemos el recurso por el cual el cine norteamericano termina desviando la atención sobre la construcción violenta de su propia historia, creando otra, ligada a la reescritura espectacular de los medios de comunicación audiovisuales. El llanero solitario es conflictivo en este contexto: no toma postura, y si lo hace, en su intento desmitificador, termina siendo la caricatura de su propio discurso.

El filme de Verbinski tiene algunos problemas. Por ejemplo, la referencia al sujeto de una nación originaria, Toro, expulsado de la comunidad, quien pretende resarcir su papel luego de abrir el camino de la colonización inglesa. El drama de Toro es este: cuando niño, al salvar a un par de bandoleros, termina revelando las riquezas de su tierra a cambio de un reloj. Los bandoleros ingleses iniciarán de esa manera la industria de la exploración del oeste americano y su explotación, entrando donde se inicia la vegetación y extrayendo la plata. La industria explotadora se va a dar con el ferrocarril como promesa de la Modernidad que llega de la mano de un ejército que defiende con fervor el avance de toda empresa. El hecho nos pone en la idea de que el originario se fascina con los objetos occidentales a cambio de sus propias riquezas: es la puesta en escena de la inocencia, de su estado ‘infantil’ frente a la imagen de una colonización violenta, pero también es la exposición del tiempo detenido por la Modernidad expresada en el reloj.

La relación entre ambas metáforas es la que genera la risa entre los espectadores. La figura de Toro, en efecto, es la del individuo que está atrapado en su pasado mítico. Este asume la máscara de ese tiempo: su rostro está pintado y refleja, a modo de piel resquebrajada, aquello que se parece a la tierra erosionada que el colonizador va a dominar —por algo el filme tiene como escenario el Mountain Valley, lugar donde John Ford hiciera sus películas, y el espacio que el western clásico hará popular en todas sus producciones. La textura del rostro de Toro es similar a la de la tierra seca y agreste. Es el espacio-tiempo improductivo: es la faz de una pesadilla. Al originario se le reduce a una individualidad deambulante en este territorio. Y esto es lo que lo hace jocoso: su propósito vengativo es solo personal, pero también anacrónico. El director evita mostrarlo en la dimensión de lo creativo y lo ubica como farsesco. Por ello desde el principio es alguien que relata la historia, desde el circo, desde la vitrina donde está expuesto en forma exótica, como objeto de museo. El mundo del originario es reducido a lo mágico, a un espiritualismo esquemático. Por eso Toro tiene como tótem un ave muerta a quien alimenta con semillas secas, o habla o es interpelado por un caballo blanco —remitiendo a la idea de que en algún momento el ser humano hablaba con los animales— que se presenta como un espíritu. Su dimensión farsesca aparece denotada porque en contraste está la idiota racionalidad del que luego se llamará Llanero Solitario, occidental creyente de la justicia en un mundo donde la justicia está regulada no por el Estado sino por las corporaciones o los grupos empresariales.

El rostro de Toro es la tierra. El rostro del Llanero Solitario es la del forajido-héroe: con tal dupla se establece la oposición entre la tierra como hogar con el que roba la tierra.

Lo anterior abre camino a otro problema: la aridez de la tierra originaria, en la que existen nómadas como fantasmas deambulantes, es la excusa para la implantación de la cultura occidental inglesa mediante los exploradores —llámese también microempresarios. Es la tierra, es el hogar abandonado o “no poblado”, la razón del avance imperialista de la colonización. El contraste es claro: el filme trataría de explicar la domesticación de la civilización de la tierra, tren de por medio. Esto sirve para visualizar una economía emprendedora: se trata del avance de la cultura de la inversión que apuesta a vencer lo imposible; para ello, la máquina de la industrialización acarrea hombres y mujeres buscadores de riqueza, familias que intentan fundar una nueva patria, militares cuyas campañas aseguran el avance del capital, mano de obra compuesta por desplazados y desclasados, particularmente comunidades chinas. Sin embargo, lo particular de este proceso emprendedor es que el grupo empresarial tiene su propia fuerza policial, dada por el bandolerismo que se mimetiza en la tierra, que se coloca las vestimentas de los indígenas, que cubre los caminos que el ejército no cubre. La paradoja es que esta fuerza de bandoleros es paramilitar: es la fuerza bruta de la racionalidad del capital; es decir, el capitalismo brutal, para su desarrollo, requiere de la delincuencia como factor dinamizador de la economía. Verbinski pareciera parafrasear a Herbert Marcuse —sobre todo El hombre unidimensional— al respecto: la empresa norteamericana se organizaría con base en cierta construcción y determinación de leyes, pero al mismo tiempo, gracias a una fuerza paramilitar que asegura la necesidad de reforzar la seguridad del propósito emprendedor. En este contexto, si la ‘civilización occidental’ es emprendedora, incluso con su propia peligrosidad, y grupal, en contraste con la imagen de la ‘cultura originaria’ presentada como nostálgica —nostalgia que remite a los dioses que han muerto—, su peligrosidad es jocosa. La paradoja es que incluso nostálgicos, esos seres originarios dueños de las tierras son mostrados como dominados, subsumidos, integrados, rostros de tierra.

Rostros sedimentados

Esta misma paradoja, enseñanza de la industria cultural capitalista, es la misma que se percibe en ciertos programas y publicaciones de los medios de comunicación ecuatorianos. El pretexto es lo intercultural que se etiqueta como ‘programa intercultural’ o ‘espacio intercultural’. Es obvio que los medios tratan de cumplir con la Ley Orgánica de Comunicación, sobre todo sus postulados sobre interculturalidad reafirmados en el Reglamento para la aplicación de la ley con respecto al artículo 36, sobre difusión de contenidos interculturales expedido en 2015 por el Consejo de Regulación y Desarrollo de la Información y Comunicación.

El artículo, en efecto, plantea que “los pueblos y nacionalidades indígenas, afroecuatorianas y montubias tienen derecho a producir y difundir en su propia lengua, contenidos que expresen y reflejen su cosmovisión, cultura, tradiciones, conocimientos y saberes”. Se clama a que las comunidades sociales originarias y excluidas puedan producir y difundir sus propios contenidos. También se señala que los medios de comunicación tienen el deber de difundir tales contenidos, otorgando para el caso solo el 5% de su programación o espacio de publicación —lo que no impide que ellos amplíen por iniciativa propia dicho margen. Pero en otro articulado, el 71, se postula la responsabilidad, entre otras, de “promover el diálogo intercultural y las nociones de unidad y de igualdad en la diversidad y en las relaciones interculturales”; incluso en las disposiciones transitorias, específicamente en la 15ta., se obliga a que los medios programen o publiquen contenidos en las lenguas de relación intercultural.

El interés por los contenidos interculturales ha provocado una cierta carrera de producción de contenidos basados en investigación cultural. Loables o no, para fijarnos solo en ciertas radios, en efecto, estas ofrecen ‘pastillas’ o microprogramas de contenido figuradamente intercultural en distintas horas del día y no falta alguna que, sobre todo en la noche, repita el conjunto de dichos microprogramas, ocupando media hora de su programación. Se trata de espacios documentales, con locutor de por medio, que cuentan acerca de un hecho, fiesta, objeto, cuestión cultural, etc., de alguna comunidad indígena, afroecuatoriana o montubia. Tras la exposición la programación radial vuelve a la ‘normalidad’ con la habitual y hasta poco sugerente —incluso estereotipada— tanda de música, contenidos o referencias al entretenimiento occidental.

He traído a colación el filme de Verbinski, El llanero solitario, porque de cierto modo a lo que asistimos es al show mediático intercultural ecuatoriano en el que hay una exposición —y recalco la palabra— del ‘buen indio’ como ‘sujeto exótico’ y casi objeto de museo. Lo que oímos de ellos, en la radio, es que son productores de fiestas, de bebidas, de comidas, de vestimentas coloridas, que disfrutan del aire libre, que viven en un mundo aparte, que tienen una tradición estática, que tienen dioses a los cuales van a adorar a las montañas, etc. La representación de la cultura no occidental ecuatoriana se remite a lo que está inmovilizado, a una cultura que se ha rendido ante la colonización. De hecho, a título de la ‘interculturalidad’, alguna radio vuelve a retrotraernos a las imágenes museificantes respecto de la Colonia, con sus rituales impositivos de normas y costumbres españolas de las cuales América sigue heredera.

Los mencionados programas, que se muestran ‘serios’, en contraste con los programas en los que prevalece la farandulería en honor al fútbol —en que el periodismo hace tiempo se ha rendido dando paso a la banalidad y a la verborrea— o a las estrellas del mundo del espectáculo, en efecto, no son más que la caricatura de lo que se postula como relación intercultural. En el filme de Verbinski, el supuesto indígena es un occidental vestido de indígena que se relaciona con un occidental que desciende del reino de la violencia colonial en la creencia de que restablecerá la justicia (la de su sociedad). Recordemos que en EE.UU. los originarios vencidos no solo fueron reducidos a ‘reservas’, sino que formaron parte de los montajes circenses promovidos por agudos militares capitalistas que aprovecharon las narrativas de la conquista del Oeste: hay un filme de Robert Altman, Buffalo Bill y los indios (1976) que nos recuerda, en tono de ironía, el costo de la empresa reducidora a espectáculo de la vida sagrada de comunidades originarias. La farsa del occidental que se viste de indígena y se exhibe en el cine es la misma que la del locutor radial que habla en lugar de los otros, verdaderos ausentes del objeto comunicativo.

Entonces, ¿qué es lo que tenemos por contenidos en los programas interculturales radiales ecuatorianos? Una suerte de colonialismo didáctico: se representa un pasado inmovilizado y apropiado —no falta el locutor o locutora que habla de ‘nuestros indígenas’ o ‘nuestro pasado’—; Partha Chatterjee en su esclarecedor La nación en tiempo heterogéneo y otros estudios subalternos, dice que una cultura hegemónica a la final se apropia del pasado del otro dominándolo y con ello traza un tiempo utópico que afinca más la necesidad de un capitalismo avasallante, distribuyéndolo en un espacio social para que quienes vivan allá se imaginen parte de él. La presentación de la nación originaria, idílica, inocente, medida con las categorías del occidente, produce, como en el caso de Toro en el filme de Verbinski, un rostro de tierra, un rostro yermo sobre el que los medios de comunicación hacen publicidad de la propia diferencia con esa otredad distante e incluso riesgosa si es que se toma las ciudades y los medios de comunicación. Pues los microprogramas son en realidad como las piezas publicitarias que rompen con la monotonía narrativa de la radio, ofreciendo virtualmente una visión ‘distinta’ y ‘distante’ de eso que precisamente está fuera de los bordes de la urbe.

Pues las culturas originarias y subalternizadas están allá como contenidos, reinterpretados por antropólogos, sociólogos o politólogos diversos. Pero el problema no son estos, sino los guiones que saquean muchos textos de investigación volviéndolos esquemas didácticos de contenidos porque lo que se traduce son los esquemas mentales de época: desde ya son reproducciones y no miradas críticas a dichos textos; desde ya son mitificaciones, en ciertos casos, y en otros, observaciones de exploradores, es decir, de ‘científicos’ que miran con el microscopio de la disciplina lo que es salvaje. El Toro ecuatoriano está resignificado por la palabra o por la imagen, es quien porta sus tótems, baila con músicas prestadas —porque además en ciertos programas lo ‘andino’ remite a música de quenas, muchas de ellas nacidas del acervo mestizo— y da de comer a un pájaro petrificado —el de sus vestimentas, el de sus costumbres fantásticas con la tierra. Este Toro ecuatoriano requiere de una voz que le interprete; es la voz del Llanero Solitario, el del comunicador que fascinado tiene la pretensión de restaurar el orden perdido, la justicia que, se cree, los pueblos otros se merecen; por ello les narra.

Y el problema es este: en un régimen de representaciones, muchas de ellas sujetas a cumplir a pie juntillas con la Ley y el Reglamento, los medios de comunicación comerciales narran las culturas otras, es decir, las ‘versionan’ —y acá tomo en cuenta a Nelson Goodman en Maneras de hacer mundos— y desde allá hacen mundos posibles y utópicos de ellos. Es decir, son representaciones pero sin la voz de la diversidad.

Interculturalidad

En los programas interculturales radiales acerca de los pueblos y nacionalidades indígenas, afroecuatorianas y montubias, ¿hay la voz de estos? ¿Es posible oír en las radios comerciales que dichos pueblos y nacionalidades expresen —incluso en los idiomas originarios— y reflejen ellos mismos su cosmovisión, cultura, tradiciones, conocimientos y saberes? ¿Los medios de comunicación difunden lo que ellos producen? ¿Se promueve el diálogo intercultural?

Lo que vemos y leemos en los medios de comunicación de alcance nacional, que se proclaman de alta audiencia o lectoría, envejecen y sedimentan —mitifican— a las culturas vivas; las muestran desde afuera como parte del paisaje donde se construye con fervor el mundo moderno occidental. Con Adolfo Colombres —en Celebración del lenguaje: hacia una teoría intercultural de la literatura—, se puede afirmar que los programas radiales, los espacios denominados ‘interculturales’, no son más que expresiones de un ‘textocentrismo’, es decir, narrativas en las que se lee a una cultura distinta desde los cánones de la mirada colonial occidental perviviente. ¿No es acaso esto racismo soterrado? El problema fundamental es que a título de interculturalidad se informa sobre el otro, cosificándole, sin que exista su propia voz.

Sabemos que el tema de la interculturalidad no es algo que surge por alguna moda; por el contrario, refleja la emergencia histórica de actores sociales excluidos y violentados. Sugiere no rostros petrificados sino rostros interpelantes de la diversidad. Ellos interpelan a los regímenes de poder excluyentes, rompen con las nostálgicas tesis de la nación burguesa unitaria y dan respuesta contundente al racismo oculto pero presente en la epidermis de la sociedad. ¿Pero la interculturalidad es solo eso?

Ariruma Kowii, en un brillante análisis, ‘Diversidad e interculturalidad’, contenido en Interculturalidad y diversidad, señala a la interculturalidad como una “relación entre culturas, [en sentido de] una imagen en movimiento, de conexión, de relacionamiento y de comunicación entre varios actores, que son personas que pertenecen a culturas diferentes”. Lo que falta en los medios es esa relación entre culturas, porque informar no quiere decir interactuar, no quiere decir tender puentes; en otras palabras, la base de la interculturalidad es la comunicación recíproca, hecho soslayado desde la invasión española al continente de Abya Yala.

Interculturalidad implica, en este sentido, quebrar con la mediación ejercida por las intelligentsias que dotan de un ropaje artificial a un hecho fundamental que es el proceso ‘civilizatorio’ de lo diferente, en el que proceso civilizatorio significa, en últimas, domesticación de la civilización de la tierra, medios de publicación de por medio, para erigir sobre este un paisaje de dominación y explotación de sus conocimientos y saberes.
Interculturalidad tendría que trabajarse en la dimensión de la reciprocidad. La penetración de la otredad emergente, del rostro no terrificado, no petrificado, sino del rostro vivo, alterativo, en los medios de comunicación, tendría que ser un imperativo, lo mismo que en el plano político. Desde ya es necesario que las comunidades, pueblos o nacionalidades excluidas tengan sus propios programas en los medios comerciales. Quizá la idea de voces distintas, las de los excluidos, las de los pueblos originarios, en los medios de comunicación es lo que falta de alentar. Si estamos tan atravesados por el inglés en los programas, ¿por qué no estarlo, por ejemplo, por los idiomas o lenguas, la música, las voces, o los ritmos de los pueblos que en verdad dan vida real y silenciosa, con su trabajo y su sapiencia, a la dinámica social de las sociedades contemporáneas?.

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