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Hacia otras poéticas de la gestión cultural

Hacia otras poéticas de la gestión cultural
16 de noviembre de 2015 - 00:00 - Paola De la Vega. Gestora cultural y editora

En septiembre de 2011, se llevó a cabo en Flacso Quito el Primer Congreso Ecuatoriano de Gestión Cultural, como resultado de una articulación previa entre la Dirección de Formación y Capacitación del Ministerio de Cultura, el Área de Estudios de Género y Cultura de Flacso y el desaparecido Diplomado Superior en Gestión Cultural, promovido por esta cartera de Estado en 2009 y 2010. A este núcleo organizador se sumaron, entre otros colaboradores, la Red Cultural del Sur, la Asociación Ecuatoriana de Profesionales de la Gestión Cultural y del Patrimonio (Progescu), la Coordinadora Nacional de Organizaciones Culturales, etc. Para quienes ejercemos la gestión cultural en el país, la apertura de un espacio para debatirla resultó en un primer momento esperanzadora, a pesar de los vacíos organizativos y académicos de este encuentro; sin embargo, el grado de legitimidad y representatividad del congreso que acaba de tener su quinta edición en la Universidad Estatal Amazónica, en Puyo, ha decaído progresivamente, más aún cuando la institución convocante es la Casa de la Cultura Ecuatoriana en articulación con entidades universitarias del país.

¿Qué validez puede tener un debate nacional sobre gestión cultural cuando el actor que pretende generarlo poco o nada ha aportado en las últimas décadas en términos teóricos, y menos aún con ejemplos prácticos, al pensamiento sobre gestión cultural? ¿Cómo se pueden definir las líneas de reflexión de este encuentro, desde un ‘comité académico’ integrado exclusivamente por voces masculinas, casi en su totalidad de inscripción institucional, cuando la gestión cultural ha sido una práctica feminizada, ejercida no solo en lo oficial sino también en espacios intersticiales? ¿Por qué no se ha elaborado una convocatoria amplia y representativa a nivel del país, para integrar un comité que sea capaz de dar cuenta de la polisemia del término ‘gestión cultural’ en nuestro contexto? ¿Qué rol han jugado los agentes culturales de los distintos territorios que han acogido las cinco ediciones del congreso, desde sus conocimientos situados y prácticas localizadas? ¿Cuánto se ha trabajado con estos agentes y cómo se los ha sumado a la construcción de este debate, más allá de cumplir con preceptos descentralizadores y ofrecerles un espacio para relatar sus experiencias? ¿Dónde están las líneas teóricas de análisis y cuestionamiento a la gestión cultural, a esas bases y fundamentos que nos dieron pensando, que incorporamos como un discurso dado, como si fuera norma, sin mirarnos en el espejo de la historia cultural y de las prácticas sociales que durante décadas han ejercido eso que hoy llamamos ‘gestión’? ¿Dónde están en este Congreso los debates políticos coyunturales que nos afectan como gestores, por ejemplo, la aprobación de la Ley de Cultura?

La investigación en gestión cultural en Ecuador es prácticamente inexistente; los escasos espacios de formación universitaria dedicados a estudiarla han tenido un enfoque profesionalizante y herramental   que no ha hecho sino reforzar la idea de la gestión cultural como una práctica instrumentalizada, asociada a la intervención, a la normalización y al control, apartando de los análisis otras líneas de reflexión como el agenciamiento, el activismo, la agitación cultural, y demás formas de movilizar sentidos desde prácticas locales, situadas y críticas, muchas veces en diálogo con otros territorios y movimientos que promueven formas de organización social por sobre la idea de gobierno de la cultura.

Si un encuentro es el espacio de pensamiento idóneo para incorporar debates contemporáneos en torno a una temática, este congreso debió sentar desde su primera edición bases críticas y contextualizadas que permitieran repensar a la gestión cultural en el país: es decir, a tomar como punto de partida a la comprensión de la genealogía misma del término, o lo que Nelly Richard llama “la gramática dominante de lo que el neoliberalismo entiende por gestión”, es decir, la vinculación de este discurso con la consolidación del orden neoliberal en América Latina y el país en la década de los noventa, la globalización capitalista y el auge de las industrias creativas. Es evidente que si bien la genealogía del término responde a la idea de gestión cultural como tecnología de gobierno, como gubernamentalidad (“una tecnología de gobierno, que gobierna a otros y se gobierna a sí mismo en nombre de la cultura”, según afirma el teórico colombiano Eduardo Restrepo), no es menos cierto que la gestión cultural responde a múltiples formas de comprenderla.

En nuestro país ha estado ligada, por ejemplo, a prácticas que fisuran discursos de la cultura nacional y del multiculturalismo, a estrategias de legitimación y reconocimiento —llamarse ‘gestor’ para varios agentes culturales que he tenido la oportunidad de entrevistar, resulta ser “más profesional” que definirse como productor o promotor—, y a prácticas de organización, de circulación y de trabajo cultural que otorgan constantemente a la categoría ‘gestión’ nuevos y diversos significados, algunos de ellos lejanos a su genealogía, y herederos de otras prácticas venidas de movimientos sociales y organizaciones comunitarias, y de escuelas anteriores a los noventa, como la de promoción y animación cultural en el país, sobre las que también se ha reflexionado muy por encima en términos teóricos. Como ha señalado la puertorriqueña Mareia Quintero, para desarmar la relación ‘gestión-gubernamentalidad’ hace falta trabajo etnográfico sobre gestión cultural que evidencie los usos del término: “La gente puede asumir la etiqueta de gestión para legitimar saberes y prácticas e interpelar al Estado, a las empresas, a sus propias comunidades”. Este es un gesto transformador, a criterio de Quintero.

La polisemia de la “gestión” no puede quedar evidenciada, como ha sido en el caso de este congreso, en una gran vitrina de experiencias desarticuladas venidas de los más disímiles proyectos (como un saco de yute donde cabe todo), sin una orientación coherente que articule su reflexión, y sin un tronco común de investigación sólido en la materia, capaz de trabajar en ejes transversales de prácticas y discursos recogidos en los territorios del país. El planteamiento del congreso ha caído, además, en binarismos absurdos que separan una ‘gestión cultural académica’ de una ‘gestión cultural empírica’, en lugar de orientar sus espacios de trabajo y metodología a la producción compartida de conocimientos, de contaminación mutua teórico-práctica.

Para reconceptualizar este congreso habría que partir de la identificación de otras formas de nombrar y de comprender a la ‘gestión’, por sobre la reproducción de discursos dominantes que la atraviesan y el aprendizaje de herramientas jurídicas, administrativas y gerenciales que han caracterizado su enseñanza. Se deberían evidenciar las disputas que la tensionan, y ante todo, reinscribir en ella otras poéticas liberadoras que politicen la categoría.

Lo expuesto no pretende desconocer la función, por demás necesaria, de la gestión cultural como facilitadora y generadora de condiciones prácticas que posibilitan el ejercicio de las expresiones culturales, pero sí pone en duda que exista una sola forma de entenderla, a partir de fórmulas de la planificación, conceptos y herramientas uniformes, sin reflexión histórica alguna sobre la institucionalidad cultural, la administración de la cultura, el clientelismo, el capital social, el posicionamiento de agendas particulares, la asociatividad y autogestión, las experiencias sociales, redes y afectos, entre otros.

El V Congreso Ecuatoriano de Gestión Cultural dedicado a las Culturas Vivas Comunitarias, realizado el 22, 23 y 24 de octubre en Puyo, dada su temática, hubiese resultado un espacio fundamental para posicionar algunas de las reflexiones y cuestionamientos abordados hasta ahora en este artículo. Salvo un taller sobre cultura viva comunitaria realizado en el congreso, las líneas de reflexión del encuentro poco o nada problematizaron aspectos vertebrales de este Movimiento que, por demás, ha posicionado internacionalmente desde Latinoamérica, otras miradas sobre la gestión de la cultura (basta revisar la plataforma Ibercultura Viva). Entre dichos aspectos están: las políticas del reconocimiento de comunidades culturales en los territorios, formas de colaboración y autogestión, los principios básicos que definen al movimiento, las tensiones entre política de Estado y prácticas organizativas comunitarias, entre otros. Por otra parte, el congreso tampoco tuvo una convocatoria significativa que permitiera expandir este debate: “la participación de las personas externas a la ciudad, a la provincia de acogida, estaba representada por las delegaciones de los núcleos de la Casa de la Cultura; pero, ¿quiénes?: Presidente, vicepresidente y un par de funcionarios. Es decir, de ninguna de las provincias, salvo Pastaza, vi una participación de gestores locales”, comentó Irina Verdesoto, ponente del Congreso.

De esta manera, y a pesar de la importancia actual del Movimiento Cultura Viva Comunitaria en América Latina, que trabaja con “esa cultura producida en los territorios que el geógrafo Milton Santos nombró como ‘zonas opacas’, invisibles a la lógica financiera de los mercados y a la ceguera del Estado”, según sostiene el análisis propuesto por el libro Nuevas economías de la cultura de Yproductions, es claro que el Congreso no logró provocar ni orientar los diálogos y análisis pertinentes. La presencia de Celio Turino, quien ha participado activamente en la creación de ‘Pontos de Cultura’ en Brasil —política hito del Movimiento Cultura Viva Comunitaria, entendida como procesos de estimulación a contextos y comunidades culturales existentes en territorio— fue una articulación vital para los miembros del Movimiento en Ecuador; sin embargo, la presencia de Turino en el Congreso tuvo, lamentablemente, una escasa repercusión mediática y reflexiva en espacios académicos y de organizaciones comunitarias.

Tras este breve análisis, que no desmerece el esfuerzo realizado hasta hoy por sus organizadores ni tampoco los aportes válidos de varios de los ponentes que han pasado por este espacio, resulta urgente proponer, a partir de una convocatoria amplia, una evaluación del encuentro, con el fin de revisar sus líneas de investigación, los planteamientos académicos que lo sostienen, así como sus prácticas de organización y su metodología.

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