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Ensayo

El teatro: Juego-tensión de formas-fuerzas

El teatro: Juego-tensión de formas-fuerzas
07 de noviembre de 2016 - 00:00 - Bertha Díaz. Investigadora de artes escénicas

A propósito de la proliferación de propuestas teatrales locales y nacionales, espacios independientes y oficiales constituidos en los últimos tiempos, así como de festivales que recientemente se han realizado o se efectuarán, este texto intenta ofrecer algunas pistas para repensar el teatro hoy. No se trata de constituir definiciones, sino de ‘ensayar’ la configuración de unas vías para volver a él, recordando ciertas premisas que le son intrínsecas, así como observando con detenimiento su maleable corpus.

Quizá quepa aterrizar en la etimología de teatro, a modo de arranque: del griego theátron: «lugar para contemplar». Sus raíces muestran que guardan la primera pista para acercarnos a él. El teatro es un lugar. Pero no cualquiera, sino uno que nos convoca al acto de contemplar; es decir, un espacio que invita a establecer una relación que le permite al sujeto que asiste a él entrar en una observación mucho más honda que lo que le otorga la realidad en la que está inscrito.

Enseguida salta la pregunta sobre qué es lo que hace que este sitio invite a la contemplación, qué es lo que hace que se ensanche metafóricamente, que cobre otra dimensión para que alguien logre este tipo de observación profunda. Posiblemente sean las presencias que lo habitan. El teatro se torna espacio vivo y contemplable porque los materiales que alberga temporalmente se agencian entre sí y provocan la emergencia de lo poético: o sea, porque es un lugar en donde las formas convocan a las fuerzas en una continua relación de juego-tensión.

Este primer esbozo, sin embargo, no permite aún trazar una entrada contundente para repensar el teatro. Por ello, intento poner sobre la palestra tres de sus posibles orígenes: uno que alude a que su fuente primaria está en lo biológico (en el bios, en la vida); otro, que está en el surgimiento de la polis (en la antigua Grecia) y, un tercero, que surge del ritual. En cualquiera de estas posibilidades se sugiere que el teatro es un arte emparentado con la vida (como motor primigenio o como organización social), que surge de ella y que rebota en ella, pero no es su copia. Es algo que salta de ella y que permite crear un bloque de tiempo-sensación inquietante que la interpela.

Si revisamos estos posibles orígenes, poco de lo que se ha dicho e institucionalizado sobre el teatro habla en realidad de este. De hecho, ese verdadero teatro que nos moviliza no es uno que representa la vida —habitualmente digo, a modo de provocación, que el teatro no representa a nada ni a nadie—, como siempre se insiste, sino aquel que convoca la materia inefable que nos constituye y que ha logrado subvertir la vida: revolucionarla y volverla versión menor, «otra», por debajo de la oficial... Se trata de un acontecimiento vivo que espacia al mundo y que se resiste a representar aquello que ve en el mundo. Su trabajo es generar otro mundo posible (más bien, degenerar este mundo imposible —quitarle el género—), un mundo aparte. Es un desplazamiento hacia otra parte, porque su afán no es simpatizar con el mundo, sino lo contrario: friccionarlo, devolvernos una pregunta sobre este, una mirada distinta sobre lo mirado.

Conectado con ello, recuerdo algo estremecedor escrito por el argentino Emilio García Webhi, un artista fundamental de la escena sudamericana y mundial. El ensayo se titula ‘La Poética del disenso. Manifiesto para mí mismo’. García Webhi dice ahí que «el teatro debe ser diabólico al enfrentar lo simbólico. En griego, prosigue en el mismo texto, «symbolos significa reunir, unificar, y diábolos, separar, desgarrar»1.

Hay en esa frase de García Webhi algo  de suma importancia que late. Lo primero —que conecta con una idea del párrafo anterior—, que el teatro no representa: simboliza, dice con más precisión este artista argentino. Y está lo otro, su cualidad intrínseca diabólica que anota García Wehbi y que me parece vital retomar. Su «deber ser» es el rebelarse, el devenir otro. El teatro es el que se separa, el que desgarra y desde ahí reinventa, reescribe la vida —esto también puede hacer consonancia con cualquiera de los tres orígenes del teatro que anoté en párrafos iniciales—.

En relación con estas primeras provocaciones, el filósofo y estudioso del teatro francés, Alain Badiou, dice algo tremendo: «el teatro piensa»2. Frase —sin duda— inquietante, pues la asociación inmediata es que lo que piensa es un ser vivo. Y un ser vivo que pone en actividad la producción de sentido.

Pero el problema, dice Alain Badiou, también es que (solo lo parafraseo) el teatro soporta un condicionamiento cada vez mayor del pensamiento (por las instituciones, la opinión, etc.). Entonces, eso que se le impone, aquello que se piensa del teatro, está tan instalado que no deja ver, que no permite hurgar en su propio pensamiento. Habría que ver si lo que se dice sobre alguien —sobre un cuerpo vivo— realmente da cuenta de ese algo o alguien y no de la representación de ese algo/alguien (del simulacro construido para meterlo en el orden del mundo, identificarlo, clasificarlo, calificarlo...). Para saber quién o qué es ese algo, merece la pena que se lo escuche.

He aquí otra cuestión fundamental del teatro, a la que hay que volver y poner en valor: la escucha.

Los actores y actrices, los directores, las escuelas, los grupos de teatro, hablan todo el tiempo de la escucha. Pero qué es, en verdad, estar a la escucha, disponerse a la escucha, con qué se compromete el que en realidad escucha (se me ocurre rápidamente un intento de respuesta: «con el terror de lo desconocido, con el misterio, con aquello que no está en la superficie audible»). Si se comprende el teatro también como espacio sonoro, hay una dimensión diferente que se abre. El sentido, dice Jean-Luc Nancy en su libro A la escucha, es en primer lugar «el rebote del sonido, un rebote coextensivo a todo el pliegue/despliegue de la presencia y del presente que hace o abre lo sensible como tal, y que abre en él el exponente sonoro: el apartamiento vibrante de un sentido en cualquier sentido que se lo entienda»3. Esto implica volver a pensar en el sentido desde los sentidos; o sea, no solo desde el sentido en orden del sentido como significado, sino también desde su dimensión sensible.

Saliendo de ese devaneo sobre la escucha, vale la pena retomar a Badiou y preguntarse qué es lo que piensa el teatro o, más bien, qué es lo que hace que ese bloque de tiempo-sensación sea pensante. Si sigo andando por donde empecé, entonces me atrevo a decir que lo que activa su pensamiento es —una vez más— la relación que pueda emerger entre formas y fuerzas: entre la materia y lo inefable. El artista debería —entonces— estar alerta a estos componentes, a sus comportamientos, aprender a jugar con ellos.

Dice el —también— filósofo de origen francés, Gilles Deleuze (1984:34), que «en arte, tanto en pintura como en música, no se trata de reproducir o inventar formas, sino de captar fuerzas»4. Por eso —agrega— ningún arte es figurativo. «La tarea está definida como la tentativa de hacer visibles fuerzas que no lo son». Y aunque Deleuze no lo dice en referencia directa al teatro, para quienes estamos en este campo la frase resulta luminosa.

Deleuze (1984:34) insiste en que la fuerza está en relación estrecha con la sensación: «para que haya sensación es necesario que una fuerza se ejerza sobre un cuerpo, sobre un lugar de la onda».

Esa fuerza que se ejerce sobre un cuerpo es vital. Habría que generar las condiciones para que esa fuerza se despierte en el cuerpo del actor, artista o performero, incluso de un objeto no vivo pero por el cual traspasa la vida. Aquí recuerdo lo que decía el director escénico polaco Tadeusz Kantor: que el actor debía lucir como un cadáver, vaciado, que llama la atención de la gente y a la vez provoca rechazo; es decir, que aunque no es contenedor de fuerzas, moviliza las fuerzas.

Sin duda, esas condiciones —cabe decir— también pueden generarse desde las formas. Evidentemente, las formas que han sido previamente exploradas por otros e incorporadas en el trabajo propio no son para nada satanizables. Recuerdo cuando me sumergí en el tema de la transdisciplina, muchos creían que era producto de una corriente snob. Pero mi insistencia en ella, en ahondar la transdisciplina, radicaba en que el acercamiento a esas formas, que apuntan a diluir las fronteras, a generar espacios contaminados, permitía que la inquietante extrañeza tuviera lugar, que tuviera cuerpo.

Entonces, el teatro es un campo de formas-fuerzas que en su juego relacional se activan, se mueren, se transforman. Y es también el arte del cuerpo. Pero entendiendo al cuerpo como un lugar complejo, que no alcanza expresarse en palabras, del que solo tenemos indicios, como dice Jean Luc Nancy. Es decir, no hay absolutos. Tener certezas en el teatro, saber lo que se va a poner en escena, controlarlo, tener ideas claras, es una pretensión que se cae por su propia ingenuidad.

Las fuerzas, decía una de las pensadoras más vitales de Sudamérica, Suely Rolnik —en un taller que tomé con ella—, siempre están en el territorio de lo irrepresentable, a diferencia de las formas, que son parte de la retícula cultural. Entonces, el teatro se trataría de poner en juego-tensión (lo cual es una redundancia, porque el juego tiene contenida la tensión, y la tensión es una puesta en juego, pero vale la redundancia para expandir el sentido) lo irrepresentable, a través de ciertas formas que no se pueden imponer a las fuerzas, sino que deben permitirlas, acogerlas, expandirlas.

El problema del teatro hoy es que el juego del mercado es tan perverso, que se cree que esa necesidad de estar al día con los lenguajes no es una respuesta que se busca desde las fuerzas, sino desde las formas. Y vemos muchos espectáculos que, por su pretensión formal, no pueden operar en la realidad de manera potente. Hay algo en el nivel de la sensación que no convoca, que no invita cuando el trabajo se hace desde ahí, desde la búsqueda meramente formal. Hay algo que queda en la superficie del encantamiento de la mirada, pero que no llega a invitar a la contemplación.

Creo que la puesta en tensión no puede olvidarse porque —como dice Suely Rolnik— la forma reconocible es seductora. Nos acomodamos en lo familiar. Nos sentimos seguros. El ego está tomado por el sistema del arte. Y de lo que se trataría es de todo lo contrario, de salir del territorio de lo conocido, de aquello que pueda aplastar el sentido desde la sensación. Que el «yo» salga de aquello que aprisiona su deseo. Y una vía para salir de ese lugar del aprisionamiento del deseo implica resquebrajar las formas.

Siguiendo la línea de la fuerza del deseo, tomo unas palabras del filósofo coreano afincado en Alemania Byung Chul Han. Él enfatiza que el eros tiene una relación vital con el pensar: «El pensamiento en sentido enfático comienza bajo el impulso de eros. Es necesario haber sido amigo, amante, para poder pensar. Sin eros, el pensamiento pierde la vitalidad y se hace represivo»5. Tomando esta referencia, pienso que si creemos que el teatro es un lugar pensante, entonces tenemos que permitirle que respire el eros en su propio centro. Permitirle habitar y deambular sus propios impulsos.

Hay que recordar que para la tradición griega, Eros, al igual que Dionisio (el padre del teatro: bella coincidencia), era llamado Eleuterio, que quiere decir «el libertador». Su equivalente romano era Cupido, que significa ‘deseo’… Ahí, quizás, están nuestras claves para seguir movilizando ideas para retornar al teatro hoy.

Referencias bibliográficas

  1. García Wehbi, Emilio (2012). Botella en un mensaje. Córdoba, Argentina: Alción Editora y Ediciones DocumentA / Escénicas, 24-25.
  2. Para ahondar en estas premisas de Badiou cabe revisar Imágenes y Palabras. Escritos sobre el teatro (2011) Buenos Aires: Bordes, Manantial.
  3. Nancy, Jean-Luc (2007). A la escucha. Buenos Aires: Amorrortu editores, 61-62.
  4. Deleuze, Gilles (1984). Francis Bacon. Lógica de la sensación. París: Éditions de la différence, 34.
  5. Han, Byung-Chul (2014). La agonía del Eros. Barcelona: Herder, 79.

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