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Escena

El mar dentro del cuerpo: Pies sobre el agua, de Jorge Alcolea

Jorge Alcolea llegó a Quito en 2005. En la CND ha creado al menos ocho obras.
Jorge Alcolea llegó a Quito en 2005. En la CND ha creado al menos ocho obras.
Foto: Miguel Jiménez / El Telégrafo
28 de abril de 2018 - 00:00 - María Fernanda Mejía. Cronista

En las profundidades, los peces son más poderosos y puros. Son enormes y abstractos. Y muy bellos».
David Lynch

Tras la puerta se oye el mar, las olas rompiendo en la orilla. El sonido sugiere una mano de agua inmensa, estirándose y retirándose. Las notas de un piano gotean una música leve. Suena como si alguien deformara el mundo, como si quisiera rediseñar la realidad. Se escucha que algo metálico se mueve entre las aguas. Detrás de la puerta hay un pasillo oscuro que conduce al teatro. Atravesarlo es como sumergirse en el mar, ese mundo de criaturas extrañas. Al fondo hay una luz que enceguece. Una silueta se suspende, leve, como si el agua se hubiera hecho aire. Un cuerpo ondea suave. Y luego otro. Y luego, muchos cuerpos. Los pies oscilan como las aletas de un pez irreal.

El coreógrafo cubano Jorge Alcolea aparece delante del elenco de la Compañía Nacional de Danza (CND) mientras ensaya su nueva obra, Pies sobre el agua, a pocos días de su estreno.

Un tambor palpita ahora en las paredes, en los cuerpos, que se empujan, se sostienen, se levantan, se sueltan. El maestro, frente a ellos, eleva la voz y con acento cubano dice: «¡Vamos! Ágil, rápido, pero sin fuerza». Una bailarina salta como en cámara lenta sobre los pies de otros bailarines que le dan impulso. «Como una montaña rusa», dice, imitando el movimiento con sus brazos.

«Más sensorial. Está demasiado pensado». Camina de un lado al otro del escenario, hace una pausa y, sin premeditarlo, emerge la clave de toda su obra, ese deseo de lo imposible: «Busquen una sensación. Como la que los niños están buscando todo el tiempo».

        ***
Cuando a Julio Cortázar le preguntaban qué son los cronopios, él decía que no valía la pena intentar explicarlo, que era siempre a pérdida. Algo así pasa cuando se le pregunta a Jorge Alcolea sobre qué se verá en Pies sobre el agua. La materia fugitiva de las palabras se enfrenta en desventaja a la sabiduría del cuerpo. Siempre a pérdida. Por eso dice Alcolea: «No me gusta decirte exactamente de qué trata o por qué. Ya llevado a palabras puede que no sea tan claro para ti».

Las palabras funcionan apenas como un catalizador, un elemento más al servicio de algo profundo. Ahora, por ejemplo, sobre el escenario ha aparecido un ser. No tiene una cabeza, sino un archivador. El cuerpo que lo sostiene lleva tirantes, camisa y pantalón de pinzas. En lugar de rostro, hay una pantalla táctil. Una mano la enciende tocándola con un dedo. El autómata-archivador-cuerpo abre los ojos. Dice las Instrucciones para subir una escalera (de Cortázar). Luego emite un discurso sobre el arte de la danza. Su erudición es repetitiva.

Habla de movimiento, del cuerpo, de los objetos, de los elementos de la puesta en escena: el sonido, el color, el espacio, el tiempo, la forma... Pero, de pronto otro personaje irrumpe y lo arrastra fuera de la escena. Otra vez, el cuerpo se impone sobre las palabras.

En las profundidades de Jorge Alcolea hay seres y situaciones extravagantes sacadas del otro lado de la realidad. Una criatura que brinca, ligera, y se sumerge de cabeza en una espiral. Una escultura con corazón, un rinoceronte de imágenes. Una góndola atravesando un río entre la niebla. Vísceras de trapo. Pies que se balancean sobre la superficie de la nada.

Cortázar decía que vio por primera vez a los cronopios mientras esperaba, en el receso de un concierto de Stravinski. Esos seres verdes y cómicos flotaban en el ambiente. El maestro Alcolea, por su parte, encontró a sus criaturas mientras paseaba a lo largo de un río. Había imágenes, había palabras, había sonidos. Y no había nada. Hasta que todo se juntó en una imagen, en un sueño zen: pies-agua: cuerpo-profundidad: Pies sobre el agua.

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Durante el proceso de gestación de la obra, el maestro recordó textos del dramaturgo y teórico inglés Peter Brook, así como del cineasta estadounidense David Lynch. Pensó en las profundidades y en sus seres raros y complejos, pensó en la búsqueda del «pez dorado», que es una metáfora del inconsciente; pensó también en una imagen que había visto en la televisión hacía muchos años, en la que una gimnasta se desplazaba en el aire con unos anillos. Sintió esa levedad.

El trabajo coreográfico empezó en enero. Alcolea planteó a los bailarines tres motivos: 1. lo onírico; 2. la sensación de ingravidez; y 3. la relación del cuerpo con los objetos. Leyeron ensayos, vieron imágenes y películas surrealistas: «Nos preguntamos por qué lo onírico nos produce extrañeza, en qué consiste esa sensación. No para copiar lo que veían, sino porque a veces los bailarines viven atrapados en el cuerpo». Se hicieron ejercicios para desbaratar algunos modelos «porque los bailarines repetimos patrones a partir del entrenamiento, o de lo que entendemos por danza, sobre cómo nos caemos, cómo nos movemos».

El maestro planteó hurgar creativamente en aquella sensación de estar debajo del agua, de perder por un momento la especificidad del espacio, de extraviarse entre el aquí y el allá. Alcolea, como siempre, regresó al lugar de las sensaciones libres: la infancia. La sensación de libertad creativa que tienen los niños. Con los bailarines, propuso cambiar el sentido cotidiano de los objetos: un par de baldes en los pies pueden convertirse en zapatos, una lámpara en la cabeza se transforma en un faro.

Desmenuzaron libros: «Leímos un ensayo de Milán Kundera sobre Francis Bacon: él habla a partir del cuerpo, a partir de las vísceras, de los ojos, de las facciones de la cara. Discutimos sobre ese regreso al cuerpo».

Parte de esta preparación incluyó que los bailarines hicieran improvisaciones fuera de la sala de clase: en las oficinas, el patio, las escaleras. Jorge grababa en video cada propuesta para luego compararla con lo que estaba en su cabeza, y luego ensamblar y pulir las escenas. El elemento principal del proceso coreográfico de Jorge Alcolea es su búsqueda creativa, dice Josie Cáceres, directora de la CND, quien acompaña el proceso, gestiona, entra y sale de la sala, y a veces comparte un diálogo con el elenco, mientras se toman una taza de café intenso. En esta obra, los 17 bailarines además son creadores.

Este autómata con cabeza de archivador aparece en escena durante la obra para recitar las Instrucciones para subir una escalera, de Julio Cortázar. Foto: Gonzalo Guaña / Compañía Nacional de Danza

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Jorge Alcolea, menudo, cabello rizado, ojos grandes y oscuros, nació en Guantánamo, Cuba, hace 42 años. Era un niño introvertido, dice hoy, en el patio trasero de la CND, donde fuma un cigarrillo durante el receso. A los 12, antes de entrar en una nueva escuela y elegir qué hacer con su vida, su madre le preguntó: «¿Qué tú quieres estudiar?». Eligió artes plásticas. «En Cuba, en cada municipio hay unas escuelitas vocacionales de las artes. Mi mamá quería que yo entre a la de más prestigio, para que no me descarríe». Pero cuando fueron a la inscripción ya solo había cupo para danza. «Yo dije sí, porque tenía un vecino que hacía acrobacia y pensé que era lo mismo».

Lleva 30 años haciendo danza sin parar. Bailando, pero sobre todo coreografiando. «Yo no era muy buen bailarín para los estándares. No he sido mucho de condiciones, de alzar la pierna. A mí, la creación fue lo que me mantuvo en las escuelas». La enseñanza ortodoxa del movimiento lo mantuvo limitado de cierta manera, hasta que a los 19 años entró al grupo Retazos, de la creadora ecuatoriana radicada en Cuba Isabel Bustos, en el que se le abrieron otras posibilidades, en el que empezó a sumergirse en las profundidades, a cruzar el umbral de la realidad. «Me di cuenta de que no se necesita moverse tanto para dar una idea.

Caminar o sentarse y tomar un libro, si se hace con cierta gracia, con cierta técnica, se vuelve interesante». Hay que crear una comunicación más directa con el espectador, una ilusión compartida.

Recuerda que una vez Isabel ofreció un espectáculo en un espacio llamado La Casa de María, un lugar «feísimo». «Pero cuando entré en la noche a ver el espectáculo todo había cambiado, habían puesto una luz detrás de una puerta, habían buscado unas atmósferas y se veía una cantidad de situaciones: yo vi a un pescador, había un pez, vi que caía nieve… todo había cambiado.

Entonces vi que el teatro tenía esa capacidad de inventar espacios donde no los hay, solo con un toque de la luz, un toque del video, un poco de artificios».

A los 15 años, se mudó a La Habana para estudiar en la Escuela Nacional de Arte, donde su creatividad se abrió hacia la poesía, la música, la pintura, el cine. «La mayoría de la gente de danza se quedaba en los albergues, yo siempre buscaba lo que había más allá del salón de clase, de las cosas virtuosas, de ese mundillo, donde los códigos se repetían. La danza es una manera de ser y de estar en el mundo. El oficio de danzar me ha revelado cosas sobre mí mismo, el oficio me ha encontrado a mí y me ha llevado a conocerme».

En 2005, Alcolea viajó a Quito para ser el maestro ensayador y coreógrafo de la CND, donde ha creado al menos ocho obras. Aquí ha seguido con su búsqueda de aquello que habita en lo profundo. Ha usado sus influencias creativas: la compañía de teatro de Philippe Genty, cuyos efectos especiales mezclan lo dramático y lo lúdico (ciertos seres de papel); el cine de Michel Gondry (que puede hacer llover en los ambientes interiores); los argentinos Les Lutiers (quienes con el mismo traje y corbata crean escenas en una caverna o en las estepas); el cineasta Spike Jonze (que duplica y deforma el sentido de la identidad); la coreógrafa alemana Pina Bausch (cuyas imágenes hiperrealistas habitan escenarios llenos de claveles y dunas); la pintura del francés René Magritte o el estadounidense Jean-Michel Basquiat.

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En el principio fue la danza. Luego, la música. En Pies sobre el agua, el movimiento creó los sonidos. El compositor ecuatoriano Pablo Molina llegó al proceso al mes de que se iniciara, relata sentado en el graderío del teatro, mientras maneja un software para mezclar la música. Junto a él, Alcolea va coordinando los sonidos con las escenas. «El Jorge me decía a qué le sonaban los movimientos. Yo les preguntaba a los bailarines qué sentían». Esos sonidos también parecen sacados de un sueño: se escucha agua, metales, respiraciones combinados con instrumentos musicales. En este tiempo, Pablo ha ido probando diferentes posibilidades, incluyó el tambor cubano de Vilmedis Cobas, uno de los bailarines del elenco, quien es además percusionista. Pablo también mantiene una relación ambivalente con las palabras. Sobre qué se escuchará en escena, él lo traduce así: aceleración, calma, disonancia, ruido y ligereza.

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En las profundidades habita lo extraño. En el fondo del mar, por ejemplo, hay criaturas raras, seres ingrávidos que se contraen y se expanden, que flotan sin norte ni sur. Sin puntos cardinales. En las profundidades la lógica se desfigura. Las palabras se desvanecen y los cuerpos pierden la noción de ser cuerpos. En lo más hondo, por ejemplo, hay ruinas de piedra y metales oxidados y ciudades sumergidas y objetos perdidos para siempre.

La superficie del agua es una lámina sobre la que uno coloca los pies antes de atreverse a entrar en lo profundo. El reflejo de los pies sobre el agua es el inicio de lo otro, de lo extraño, de lo inesperado. ¿Qué hay debajo?

En Pies sobre el agua hay seres y situaciones del otro lado de la realidad, como Una escultura con corazón y unos Pies que se balancean sobre la nada. Foto: Gonzalo Guaña / Compañía Nacional de Danza


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Pies sobre el agua se estrenó el 25 de abril en el Teatro Nacional Sucre, donde se presenta hasta el 27. En los próximos meses se anunciarán funciones en otros teatros del país. (I)

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