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El intelectual-poeta en la obra de Roberto Bolaño

El intelectual-poeta en la obra de Roberto Bolaño
10 de febrero de 2013 - 00:00

El poder del poeta
En Latinoamérica, la noción de intelectual ha sido, desde siempre, intrínsecamente relacionada con la figura del escritor literario. El novelista o el poeta como actor social, pensador, ensayista, político, revolucionario, es un estereotipo históricamente consolidado. También el de la literatura como un arte de denuncia social, como espacio de resignificaciones, de crítica, de elaboración de un discurso del daño y como reivindicadora de la memoria. Sin embargo, esta idea del escritor total, del intelectual con las respuestas a las preguntas políticas más acuciantes, se rompió definitivamente en los años sesenta y setenta, décadas marcadas por las dictaduras latinoamericanas. Fue entonces cuando se vio con más claridad que nunca la otra cara de la moneda, el carácter helmíntico de otro tipo de intelectualidad: la que apoyaba al poder y era enaltecida por el poder, la que se autoproclamaba élite, la que no era diferente de la intelectualidad de la colonia que Ángel Rama describió como “una pléyade de religiosos, administradores, educadores, profesionales, escritores y múltiples servidores intelectuales (…) asociados a las funciones del poder”. Es en La ciudad letrada (1984), precisamente, donde Rama dibuja el camino zigzagueante de las letras como institucionalizadoras de una visión particular de la realidad latinoamericana y la doble faceta de los intelectuales que “no solo sirven a un poder, sino que también son dueños de un poder”.

En el último capítulo de su ensayo, Rama plantea la doble condición del intelectual —la de funcionario y la de disidente— desde la contraposición de la universidad y el surgimiento del “autodidactismo”. La universidad, entonces, se vuelve el lugar del saber institucionalizado y avalado por una cúpula, mientras que quienes mantienen intereses periféricos optan por una educación mucho más libre e independiente basada en el intercambio de libros, revistas, gacetas y la misma palabra hablada. “Será entre los escritores donde se difundirá mejor ese intelectual autodidacto”; específicamente entre los más críticos con los discursos de poder.

Roberto Bolaño aborda el enfrentamiento de estos dos tipos de intelectualidad dentro de su obra. Ha sido a través de la figura del poeta que el escritor chileno decidió encarnar ese poder que Rama le da a la escritura en América Latina: “…pudo pensarse que el habla procedía de la escritura, en una percepción antisaussuriana”. Tanto el poeta burocrático como el poeta disidente están presentes en La literatura nazi en América (1996), Estrella distante (1996), Los detectives salvajes (1998), Amuleto (1999), Nocturno de Chile (2000) y 2666 (2005); sumergidos en un panorama del ejercicio funcional de la violencia. Carlos Burgos Jara, en su ensayo La violencia, el mal, la memoria: una aproximación a la narrativa de Roberto Bolaño (2008), escribe que dentro de la obra del escritor chileno hay una violencia que busca ordenar un caos, fundar un nuevo sistema, un nuevo deber ser; una violencia “mítica”, término tomado de Benjamin en Crítica de la violencia (1921), una que es “instauradora de derecho” y que “exige sacrificios”. Burgos entiende desde este punto la violencia del pinochetismo que Bolaño presenta en Estrella distante y Nocturno de Chile como el medio ineludible para obtener fines ajenos a la misma noción de violencia. Sin embargo, Carlos Wieder, protagonista de Estrella distante, personifica otro tipo de violencia que Benjamin llamó “divina”; una que es “sacra ejecución” y que está “más allá del derecho”. Carlos Wieder, por cierto, es un poeta.

Me interesa, sobre todo, el problema del ejercicio de la violencia y del daño desde un poder que podría parecer distante e incluso opuesto a ella: el de los letrados. Bolaño se plantea en gran parte de su narrativa la función de la palabra y del arte en momentos decisivos de la historia de América Latina, como lo es la época de las dictaduras auspiciadas por Estados Unidos con el fin de erradicar “el monstruo del comunismo”. El papel del intelectual y, más que nada, del artista dentro de la “tormenta de mierda” —metáfora con la que Bolaño finaliza su novela Nocturno de Chile—, me parece esencial al momento de hablar de su proyecto literario. Trataré de explicar por qué creo que la figura del poeta es, por antonomasia, la que representa el poder intelectual en la obra de Bolaño.

En La contingencia del lenguaje, primer capítulo de Contingencia, ironía y solidaridad (1989), Richard Rorty escribe lo siguiente: “Una percepción de la historia humana como la historia de metáforas sucesivas nos permitiría concebir al poeta, en el sentido genérico de hacedor de nuevas palabras, como el formador de nuevos lenguajes, como la vanguardia de la especie”. Para Rorty, el verdadero interés de la filosofía está en sugerir o crear nuevos léxicos que se contrapongan con los establecidos, ya vetustos, y que actúan como un estorbo para el avance del pensamiento y de la acción que incita ese pensar. Desde este punto de vista los poetas hacen filosofía, pues son los que mejor entienden que el lenguaje no es algo que se halla, ni un medio, sino una creación que se fagocita a sí misma. Con esto no se pretende decir que el lenguaje no tenga una función práctica, sino que no se puede seguir pensando en él solo como una herramienta que permite describir la realidad cuando, desde cierta filosofía del lenguaje, es el mismo léxico el que crea la realidad a ser descrita. Rorty piensa que el poeta es quien mejor comprende la contingencia del lenguaje y lo expresa con su propia producción porque “es incapaz de aclarar con exactitud qué es lo que se propone hacer antes de elaborar el lenguaje con el que acierta a realizarlo”; su nueva descripción, su nueva fórmula, se justifica a sí misma y es solo entendible y articulable tras haber sido conformada. El poeta no busca hacer una descripción fidedigna del mundo, sino que quiere describir y redescribir la herramienta de descripción; una que, con una determinada gramática, ofrece una particular visión de lo circundante. Es por eso que crear un nuevo léxico, un nuevo lenguaje, es una acción política que, si es repetida y acogida por otros, se convierte en un importante centro de un poder.

No es extraño que los grupos, movimientos o partidos que se autoproclaman revolucionarios manejen un léxico nuevo, opuesto, o al menos distante, al del aparato central; su intención es la de que a través de una nueva gramática se fortalezca también una nueva mirada política. Rama resalta la importancia que tuvieron los intelectuales dentro de las revoluciones latinoamericanas como, por ejemplo, la mexicana, en tanto que eran indispensables para propagar las ideas de cambio y también para escribir los testimonios que luego harían historia: “No hubo caudillo revolucionario que no fuera acompañado de consejeros intelectuales…”. Para Rama, el caso de Mariano Azuela es emblemático porque se lo conoció por su combativa postura en contra de cierto tipo de intelectualidad —de “letrados artificiales”, como los llamaba José Martí— funcional y burocrática a la que despreció siempre y que retrató en Los de abajo (1916) a través del personaje Luis Cervantes.

El poeta representa, en la práctica, mejor que ningún otro la filosofía del lenguaje de Wittgenstein y Davidson. El lenguaje para él es pura contingencia; puede expresar como silenciar, puede construir como destruir, es el eje, es el fin mismo de su uso. Novalis, poeta y ensayista, escribió que: “…la naturaleza del lenguaje consiste en ser su propia y única preocupación, lo cual lo convierte en un misterio muy fértil y espléndido. Cuando alguien habla por hablar, dice lo más original y veraz que puede decir”. En el “hablar por hablar” se trasluce, según Novalis, la verdadera esencia del lenguaje, su ontología, puesto que no hay una intención comunicativa o medial: el fin —y el medio— es la misma acción elocutiva.

Es esta la razón por la que creo que la elección de la figura del poeta dentro de la obra de Bolaño no es arbitraria. A través de ella elabora una narración de una época latinoamericana específica, llena de violencia institucional, y es una de las elecciones que hacen que su obra sea diferente a la que compone el subgénero de la novela de dictador.
 
10-2-13-cp-ilustarcion-caraEl poder y el peligro escritural
Lo que Bolaño plantea en algunas de sus obras es la existencia de dos tipos de intelectual en momentos históricos clave, dos tipos de los que habló Rama en La ciudad letrada: uno cuyo pensamiento es políticamente correcto y otro cuyo pensar es políticamente incorrecto. El que se siente abocado a la incorrección es el que indaga y cuestiona, el disidente, el que toma distancia crítica y que incluso, a veces, se aleja de forma absoluta, encerrándose en una torre de marfil paralela a la del intelectual institucional. La crítica de Bolaño tiene dos puntas y por eso no se convierte en un panfleto ni en una apología a determinado tipo de intelectualidad.

En Nocturno de Chile el narrador es nada más y nada menos que un personaje de Estrella distante: el cura Ibacache. Además de ser cura, es parte de la intelectualidad del pinochetismo: un reputado crítico literario y, también, poeta.  Ibacache representa la intelectualidad de la derecha que, como Monsiváis escribió en su ensayo De los intelectuales en América Latina, fue justificadora de la represión dictatorial en el continente. La literatura nazi en América está llena de  este tipo de escritores que otros intelectuales negarían porque, como escribió Rorty parafraseando a los detractores de O’Brien, “Personas como nosotros no hacen cosas como esas”. Las primeras biografías que componen La literatura nazi en América parecen sátiras, resultan cómicas a pesar de que sus personajes son despreciables —quizás por eso, precisamente, sean risibles hasta el esperpento—. Su carácter satírico se puede leer en biografías como la de Thomas R. Murchison, escritor de una revista de la Hermandad Aria, en la que Bolaño dice: “Su obra, dispersa en revistas, consta de más de cincuenta relatos cortos y un poema de 70 versos dedicado a una comadreja”, o la de Jim O’Bannon, en la que escribe: “Conservó hasta el final su desprecio por los judíos y por los homosexuales, aunque a los negros poco a poco comenzaba a aceptarlos cuando le llegó la muerte”.

La representación más dura de la intelectualidad burocrática dentro de Nocturno de Chile se da cuando Ibacache acepta el encargo de enseñarle marxismo a los generales Pinochet, Leigh, Mendoza y al almirante Merino. Ibacache describirá, luego, una conversación con Pinochet en la que el general humilla la memoria de Allende como cree conveniente: quitándole la categoría de intelectual. Allende, defensor del pueblo y de la democracia, no es un intelectual para él, no es un pensador; como representante de la gente de a pie, es gente de a pie, y como decía Nechaev en El maestro de Petersburgo (1994): “La gente de a pie no se distingue por ser inteligente”. La idea del elitismo intelectual, la separación tajante entre clases del conocimiento, se nos presenta aquí en su faceta más repulsiva.

El personaje Hans Reiter, alias Archimboldi en 2666, llama la atención por ser un escritor que, al no tener un contacto con el mundo intelectual —lo único que sus lectores saben de él es que es alemán—, se convierte en un modelo distinto del poder escritural. Bolaño parece querer mostrarnos la formación de un escritor en un ambiente no académico y no intelectual, un ambiente, de hecho, propicio a la barbarie. La novela se abre con “La parte de los críticos”, un primer capítulo que en tono paródico se cuenta la vida de tres académicos que estudian la obra de Archimboldi, un escritor laureado, pero del que nadie sabe nada y cuya verdadera identidad es un misterio.

Después, en “La parte de Archimboldi”, descubrimos que Hans Reiter, contrario a lo que espera el mundo de la academia, no es el modelo de intelectual alemán. De niño, su único interés consistía en hundirse en el fondo del mar para ver algas; sus profesores lo calificaron de idiota y de incapaz, lo que a la larga lo llevó a dejar la escuela. Trabajó de sirviente y en el ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Su única instrucción fue la experiencia y la lectura voraz de todo aquello que caía en sus manos. Era un verdadero autodidacta.

Sin embargo, Hans Reiter sí calza dentro del modelo de escritor de Bataille: aquel que indaga en el mal. Si bien nunca se habla demasiado de su obra, se llega a decir que una de sus novelas produce verdadero terror y, en “La parte de Archimboldi”, queda claro que se trata de un hombre que ha visto el horror más de una vez. Por eso solo puede “caminar con pasos inseguros debido a que se movía por la superficie de la tierra como un buzo primerizo por el fondo del mar. En realidad, él vivía y comía y dormía y jugaba en el fondo del mar”. El mar es la metáfora de la profundidad en la que él busca, incesantemente, algo que no está en la superficie, que no es visible para el resto del mundo. No creo que con esto Bolaño haya pretendido caer en la idea romántica del escritor ni en los clichés que usualmente lo definen; con Hans Reiter quiso decir, en mi opinión, que hay un escritor imprescindible; uno que, como dice Bataille, debe mirar el mal y acercarse peligrosamente a él para entenderlo y pensarlo.  

El ejercicio de la violencia en parte importante de la obra de Bolaño está representada en la labor del intelectual-poeta —en 2666 se dice que toda gran novela contiene una buena dosis de poesía, de modo que el narrador, el buen narrador, es también un poeta—, no solo por la contribución de los mismos frente a los aparatos de poder que ponen en marcha una violencia institucionalizadora, sino por el abandono, el total despojo de su responsabilidad frente al poder escritural para alinearse cómodamente a un poder central opresor. Este tipo de violencia intelectual tiene lugar en un clasismo del conocimiento y en la institucionalización de la literatura y del arte. Antes dije que la crítica del intelectual en Bolaño tenía dos puntas: el narrador de Estrella distante, poeta, como Carlos Wieder, vive el pinochetismo desde la posición del disidente pasivo —no apoya la dictadura, pero se somete a ella— y deja la literatura: “Esta es mi última transmisión desde el planeta de los monstruos. No me sumergiré nunca más en el mar de mierda de la literatura” —otra vez el mar, otra vez la mierda; el océano y sus profundidades en donde habita el mal—. En este narrador no hay una posición crítica-activa. Pronuncia mentalmente el “preferiría no hacerlo” de Bartleby y se convierte en potencia pura, una sin voluntad y sin necesidad. A pesar de ser disidente, de no pertenecer al aparato de poder ni justificarlo con su escritura, tampoco escribe críticas al poder central; se distancia del problema, da un paso hacia atrás, abandona el área de conflicto.  Tal vez el único intelectual disidente activo en Estrella distante sea Juan Stein, poeta de izquierda, pero incluso su papel activo es puesto en duda; nunca queda claro si Stein viajó por Latinoamérica participando en luchas armadas de resistencia o si murió tranquilo, de causas naturales, escondido en una ciudad chilena.

Bolaño usa al personaje poeta Diego Soto, rival de Juan Stein, para presentar el destino del intelectual que quiere intervenir en los problemas reales. Soto huye de Chile en la dictadura y se instala en París, donde da clases de literatura y conferencias; en otras palabras, es un cobarde que vive su intelectualidad lejos de las llamas. El fin de su vida llega cuando decide, por primera vez, meter las manos al fuego e intervenir cuando un grupo de neonazis golpea sin piedad a una vagabunda. El momento de acción de Soto, lejos de las tertulias y de las conferencias, le significa la muerte.

Creo que es importante pensar en la indistinción entre la posición de intelectual-poeta y la de criminal —la violencia de la que también participan los letrados— que hace Bolaño en Estrella distante. Esta indistinción se hace explícita en una conversación entre el narrador y Abel Romero, ex detective chileno que busca a Wieder para matarlo:

“…para encontrar a un poeta necesitaba la ayuda de otro poeta. Le dije que para mí Carlos Wieder era un criminal, no un poeta. Bueno, bueno, dijo Romero, no nos pongamos intolerantes…”.

Para el narrador es imposible reconciliar la figura del poeta y del criminal en una sola persona. La idea de que el conocimiento y el arte ennoblecen al sujeto hace que en el imaginario común el letrado aparezca como un ser virtuoso que está por encima de cualquier vileza. Se trata de una idea ingenua y típica del pensamiento ilustrado que, lamentablemente, ha dejado huellas en nuestra forma de entender el mundo.

La mirada del poeta
Bolaño ve el horror de las dictaduras latinoamericanas representado en sus intelectuales-poetas. No se le escapaba que la literatura, desde su lugar privilegiado, institucionalizado, puede actuar como un virus dentro de la normatividad del poder. No es un mero juego metaliterario ver las dictaduras latinoamericanas desde la poesía: la voz que evoca la escritura de la intelectualidad es el pensamiento de una época que se mueve y reproduce. Ver las heridas del continente sudamericano a través de quienes escribían en medio de “la tormenta de mierda” es capturar lo que puede ser más aterrador que el testimonio del daño de los familiares de los desaparecidos o el recuento de las fosas comunes; la mirada misma, turbia, de los ojos que vieron la época, la mirada de los ojos de quienes crearon la gramática para evadir o enfrentar lo que veían, la del espectador que voltea y niega el escenario y la del que maneja el hacha y corta la cabeza.

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