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Análisis

De consensos e inventiva: la cultura, su casa y su día

De consensos e inventiva: la cultura, su casa y su día
10 de agosto de 2015 - 00:00 - Paola De la Vega. Gestora cultural y editora

El primer número de la revista Letras del Ecuador, publicado en abril de 1945 por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, recoge entre otros, un artículo de Benjamín Carrión, entonces Presidente de esta institución, titulado precisamente ‘La Casa de la Cultura Ecuatoriana’. “El gran señor de la nación pequeña”, como lo llamó Jorgenrique Adoum, explica en este texto estructurado a manera de un breve informe, la política cultural de la Casa, o más bien, los ejes definitorios para la construcción de una cultura nacional como política de Estado: los fines de la institución, sus estatutos, su composición, su labor editorial, las políticas y procesos para la publicación de obras literarias sorprendentemente detallados, la continuidad en la conformación de una biblioteca de clásicos de la literatura ecuatoriana que había iniciado la Comisión de Propaganda del Ecuador antes de la creación de la Casa, la aprobación de la Ley de Patrimonio Artístico Nacional, la organización del Salón Nacional de Bellas Artes, entre otros.

Benjamín Carrión, como un intelectual arielista, guía y conductor del pueblo, y como un suscitador, tal como lo han llamado Michael Handelsman o Carlos Piñeiro (un calificativo muy relacionado al intelectual de acción o a categorías más recientes como gestor o animador cultural), institucionalizó un programa destinado a la conformación de una cultura nacional, a través de los ejes enumerados en el párrafo anterior. El 9 de agosto de 1944 -hoy recordado como Día de la Cultura Nacional-, por decreto del gobierno de Velasco Ibarra, y a iniciativa del entonces ex-Ministro de Educación Alfredo Vera, se creó la Casa de la Cultura Ecuatoriana.

Sus principios fundacionales tienen su basamento conceptual en Cartas al Ecuador (Benjamín Carrión, 1943), y en la definición de una nación mestiza, homogénea, armónica y conciliada, y por tanto, también la integración a este proyecto de un sujeto cultural uniforme y abstracto. La Casa de la Cultura fue además la estrategia política para “Volver a tener Patria”: un llamado a la integración a través de la exaltación de un espíritu nacional, como respuesta al debilitamiento de la autoestima del país, ocurrido por la pérdida de territorio y la firma del Protocolo de Río de Janeiro en 1942.


La Casa de la Cultura forjó su modelo institucional sobre prácticas conciliadoras, en las que interesaba el consenso, un diálogo sin conflicto y el fomento -expresado en un mecenazgo ejercido muchas veces desde el propio Carrión más que en el marco de una política- a la producción y circulación en la esfera pública de un arte que respondiera a este proyecto de cultura nacional popular. La responsabilidad en la conducción de tal cometido y de convertir a Ecuador en una potencia cultural, la tenía una élite intelectual alineada a la propuesta de Carrión, como señala la investigadora Emmanuelle Sinardet: “El mentalizador de la CCE evoca la posibilidad del Ecuador de igualar a Francia, a la Grecia de la antigüedad, a Italia o Flandes”. Estas ideas del primer Presidente de la Casa de la Cultura fueron muy afines al pensamiento de Velasco Ibarra; de ahí, las negociaciones exitosas entre ambos líderes que consolidaron los primeros trazados de una política cultural en el país.


Para Anne Claudine Morel, la idea de consenso es la garantía que posibilita un proyecto de cultura nacional. Por ejemplo, la forma de selección de los miembros de la Casa en una asamblea general se asemejaría para la autora a un consenso estéril; es decir, la problematización y reflexión sobre la cultura nacional, bajo la idea de una ‘casa de todos’, quedaría imposibilitada. Esta estructura de poder y la forma de ejercerlo desde una asamblea con estas características habría debilitado paulatinamente, entre otros aspectos por el aburguesamiento y degradación literaria -según Agustín Cueva-, a la Casa de la Cultura, y provocado en la década del sesenta críticas y disidencias especialmente del movimiento Tzántzico, contra las prácticas que instituyeron una “cultura oficial”, más que la búsqueda de una cultura nacional, según Morel.


Esta institucionalidad cultural y política recibió influencia de les maisons de la culture de Francia, un modelo creado en 1934, y la política cultural de José Vasconcelos en México, quien fundó las Casas del Pueblo en 1921. En el caso francés, que a criterio de varios investigadores incidió directamente en el proyecto de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, se distinguen conceptos como ‘democratización’ y ‘descentralización’, pensados como prácticas de difusión de las artes, de acceso a una cultura universal que debía ser atraída hacia nosotros, así como la labor de internacionalización de una cultura nacional capaz de dialogar con una “tradición universal”. Esta forma de comprender la democratización genera tensiones en intelectuales como Carrión, autodefinidos como trabajadores culturales que acompañan al pueblo y persiguen prácticas de inclusión, y la del intelectual guía y orientador, que se refleja en programas como “las misiones culturales” que se enviaron por el territorio nacional, o la creación de los núcleos provinciales que a criterio de Carlos Piñeiro, “reproducían las actividades de la central quiteña. Carrión no se queda en el sillón directivo que se le asigna sino que recorre el país llevando los frutos, manojos de revistas y libros ecuatorianos desconocidos hasta entonces en las pobres bibliotecas del interior del país”.


En los programas de difusión cultural, el libro tuvo un rol importante en el contexto de la época de oro de la Editorial de la Casa de la Cultura; a través de una política de publicaciones se promovió un imaginario de nación con la circulación de obras de la Generación del 30; lo propio ocurría en las artes plásticas con Guayasamín, quien a partir de “las razas” contribuyó a la formación de la discursividad nacional, a criterio de Angélica Ordóñez. Existe un sinnúmero de análisis teóricos sobre la construcción de unos cánones culturales nacionales, que por demás han permanecido inmóviles, a partir de la creación de la Casa de la Cultura y sus líneas institucionales, mencionadas a inicios de este artículo.


Esta forma de entender la democratización como una redención “espiritual” civilizatoria, ocurrió también con la música; siguiendo los postulados político-culturales de Vasconcelos. Según dice Fernando Tinajero: había que llevar Bach, Mozart, Wagner, Schubert “para que la música cumpliera toda su misión civilizadora y penetrara en el espíritu del pueblo”. De aquí que no sean extrañas afirmaciones como la siguiente, pronunciadas por Guayasamín en 1967, en una entrevista a diario El Tiempo, a propósito de la programación radial de la CCE: “Los programas de música clásica son mayoritarios para que el pueblo siga teniendo sentimientos cada vez más finos para llegar a entender a Bach, Beethoven, o a cualquiera de los grandes músicos de todos los tiempos (…) No es la idea de crear una cultura popular. Es de que la cultura se acerque a la clase popular (…)”.


En definitiva, para Álvaro Alemán, Carrión es “el constructor, el ideólogo y ejecutor de la institucionalidad de las artes en el Ecuador de la segunda mitad del siglo pasado. Su labor titánica como administrador, propagandista y promotor lo sitúan en un lugar peculiar en la historia de la cultura, una suerte de adelantado en términos de gestión cultural. Desde este escenario, Carrión es visto como un ‘Midas criollo’ que torna precioso todo lo que toca, mientras, paradójicamente, recibe vejámenes y críticas por parte de sus adversarios”.


Esta revisión muy general de algunos de los principios, discursos y prácticas de administración cultural que guiaron inicialmente a la Casa de la Cultura Ecuatoriana y a su proyecto de cultura nacional como política de Estado, conduce a una reflexión 71 años después sobre la necesidad de cuestionarlos y desestabilizarlos:

los problemas de estructura administrativa y presupuestaria, sumados a los debates sobre su autonomía, sin duda requieren de reestructuración y soluciones prontas con la creación de otros sistemas de gestión interna y de relación con actores culturales y sus demandas; pero sin duda, lo más urgente es repensar sus actividades y su programación: el modelo facilista de talleres, eventos y agenda para el uso del tiempo libre no son suficientes, no constituyen una política cultural. ¿Cómo construir una ‘Casa’ desde una línea permanente de investigación tan ausente ahora, que se ocupe no de reafirmar y promover imaginarios de ecuatorianidad o cultura nacional, sino que problematice prácticas que definen sentidos culturales: industrias creativas, patrimonialización, segregación racial y espacial, patriarcado, discriminación racial, de género, etc? No se trata de construir un modelo estático; se trata de reinventarlo constantemente desde la investigación y de mantener procesos de colectivos relacionados a las artes que han estado presentes por décadas usando sus espacios, y además abrir la posibilidad de cogestión de la ‘Casa’ a otros agentes culturales que pueden promover ejercicios colaborativos de trabajo en red y de dinamización de sus espacios. La editorial de la Casa de la Cultura, la Biblioteca y Cinemateca Nacional merecen otros análisis.


La ‘Casa’ necesita alejarse de una idea de consenso, en la que caben todo y ‘todos’, una pantalla de diversidad desconflictuada, y abrir posibilidades para ejercicios críticos que problematicen desde distintas prácticas eso que damos por sentado que es “la cultura” o más aún “la cultura nacional”. Resulta problemático reproducir una idea de democratización pensada en términos de distribución de productos culturales a unos circuitos específicos. Es preciso pensar una democratización que cuestione quiénes son esos sujetos que pueden enunciar significados, abriendo un espectro amplio de posibilidades para democratizar y actuar sobre la producción de sentidos de lo cultural desde sujetos heterogéneos. Así también, es importante cuestionar las prácticas de organización y toma de decisiones de la Casa, guiada aún en siete décadas exclusivamente por intelectuales hombres, y compuesta por miembros sobre los que poco o nada se conoce. Se vuelve urgente un ejercicio de memoria crítica sobre los pilares conceptuales que la vieron nacer y transformase, y construir otros que descentren narrativas que se han naturalizado.


Hace más de un año fueron retiradas las cercas de la CCE que encerraron por años su circuito de edificaciones. Este gesto por demás simbólico provocó un rompimiento en el paisaje urbano de la ciudad. El espacio público de las aceras circundantes ganaron mucho y por sobre todo la ocupación de las áreas externas de la institución. Cada vez, por las calles que la rodean hay más grupos de jóvenes que se toman los jardines para leer, ensayar, conversar o tan solo para mirar el paso de los transeúntes. Se ha vuelto un lugar que produce encuentros que van generando pequeñas activaciones desde el ejercicio del espacio público. ¿Cómo podríamos ampliar este gesto simbólico puertas adentro de la Casa? Siempre se dice que no hay recursos. Esta ha sido la gran queja de quienes nos situamos en el campo de las prácticas culturales.

¿Por qué no imaginar, entonces, una ‘Casa tomada’ por una gran minga conjunta, con participación de la sociedad organizada, no solo artistas, y de arquitectos que trabajan en lo colaborativo, con materiales reciclados, con desechos? ¿Este no se sería un gran inicio para una nueva Casa? Tal vez los recursos que hacen falta no son los económicos, sino los creativos. Es necesario pensar en formas de retirar otras cercas: las que no permiten trabajar en redes de solidaridad y de apoyo, y sitúan en islas a los actores culturales.

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