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Cine

Carretera de burgueses y vagabundos (especulación insomne)

Carretera de burgueses y vagabundos (especulación insomne)
09 de noviembre de 2015 - 00:00 - Ana Cristina Franco Varea. Cineasta y escritora

1. Buñuel, el malcriado

A Luis Buñuel le gustaba el ruido de la lluvia. No le gustaba el desierto ni la civilización árabe, menos aún la japonesa. Tampoco le gustaban los ciegos. “Entre todos los ciegos del mundo, hay uno que no me agrada mucho, Jorge Luis Borges. Es un buen escritor, pero el mundo está lleno de buenos escritores. Y yo no respeto a nadie porque sea buen escritor. Hacen falta otras cualidades”, dijo el cineasta aragonés. Le gustaban las pequeñas herramientas: destornilladores, alicates, lupas o tijeras que le acompañaban a todas partes, fieles como su cepillo de dientes, decía. Acostumbraba lanzar cubos de hielo a los transeúntes que pasaban por su casa. Al estreno de Un perro Andaluz llevó piedras en los bolsillos para lanzárselas a los espectadores a los que no les gustara la película. Una día se hizo pasar por guía del museo El Prado y dijo sobre las obras lo primero que se le ocurrió a todo un grupo de turistas. Esta excentricidad no era una pose, o sí, pero actuar de loco es ya una forma de locura. Buñuel, como Ionesco, Mrozek o Charms, se inclinaba naturalmente hacia el absurdo, tendencia que no tiene otro objeto que burlarse del poder. Era políticamente incorrecto. No tenía reparo en reírse, no solo de la burguesía o de la Iglesia, sino del consagrado folklore, los sombreros mexicanos, el comunismo, los espectadores que odiaban su obra (y los que la amaban), de la gente a la que lanzaba cubos de hielo, por gusto. Su naturaleza era desafiar, molestar, romper. Con él no había verdades ni dioses. Solo la posibilidad de romper. Destruir. Crear. Y claro, reír. Sin la risa, Buñuel no es Buñuel.

2. El discreto encanto de la burguesía

Seis individuos caminan apurados en una carretera abandonada. Van muy elegantes, intentan no despeinarse mientras ‘avanzan’ por un camino sin final (pues nunca tuvo principio). Esta escena se repite varias veces a lo largo de El discreto encanto de la burguesía, película de Buñuel, escrita junto con Jean Claude Carrière y estrenada en 1972. La trama habla de seis burgueses: don Rafael Acosta, embajador de Miranda; el matrimonio Thévenot; el matrimonio Sénechal, y Florence, la hermana de Madame Thévenot. Estos individuos de clase alta no quieren cambiar el mundo, ni conquistar a un amor ni resolver conflictos existenciales. Tienen una sola aspiración: comer. Quieren degustar un gran banquete, tomar un té caliente, o comer una tarta de chocolate… Pero cuando están a punto de hacerlo descubren que hay un muerto en la cocina; cuando van a un restaurante, no hay té ni café ni infusiones aromáticas. Nunca consuman su deseo. Buñuel hiperboliza con humor la tragedia del ser humano que no puede consumar, la exagera y la lleva a extremos absurdos. El filme tiene la forma del sueño en que el despertar equivale a la muerte del deseo. Una escena muestra un sueño de Raphael, parodia de un embajador corrupto perseguido por la Policía, agentes secretos, el esposo de su amante, su conciencia... cuando Raphael al fin va a degustar un jugoso pedazo de cordero asado —el oscuro objeto de su deseo— entran agentes misteriosos y le disparan sin piedad, como si su culpa no le permitiera hacer lo que más le gusta). Pero antes de morir, Raphael despierta. Entonces, baja a la cocina, abre la refrigeradora y hace lo que no ha logrado en toda la película: comer un pedazo de cordero. Se cierra el círculo, podría morir el deseo. Pero regresa: La película termina con la caminata eterna de los seis personajes en la carretera.

Las escenas argumentales son interrumpidas por otras oníricas: los personajes en la carretera, los sueños de algunos de ellos que muestran escenarios surreales, como de pinturas de Giorgio De Chirico. Sin embargo, no son estas escenas las que la convierten en una película surrealista. Como en El ángel exterminador, los personajes nunca pueden tener un objetivo aparentemente fácil por un impedimento absurdo, ajeno a su lógica.

Cuentan que Buñuel no quería filmar El ángel exterminador en México porque decía  que los personajes originalmente eran londinenses y que las pequeñas servilletas mexicanas no estarían a la altura del ambiente burgués europeo que quería retratar. Sin embargo, el crew le convenció de hacerlo en México, y además no tenía otra opción, pues tampoco tenía el dinero suficiente. Aunque la película fue un éxito, a Buñuel siempre le molestó el dejo mexicano que se notaba en los actores y los decorados. Quizá por eso luego hizo El discreto encanto de la burguesía, esta vez sí en Europa. Es curioso, pero la película parece una cierta continuación de la otra. Los dos filmes manejan el mismo (o casi) planteamiento: la burguesía como escenario surreal. No son los elementos oníricos los que las vuelven absurdas, son los personajes con sus perlas, su piano y su vino, los que viven una realidad tan sesgada que se vuelve surreal; así, la mano que camina sola en El ángel exterminador o las escenas de sueños de El discreto encanto de la burguesía parecerían una simple consecuencia del absurdo entorno burgués.

Ni el teatro del absurdo, ni el surrealismo ni el dadaísmo hablaban de otros mundos: resaltaban lo absurdo de este. El discreto encanto de la burguesía radica en la falta de lógica de la vida real. Los pequeños detalles de una vida light evaden la angustia existencial con champagne rosa y cordero asado, surfean la muerte con diamantes. Mientras en algún lugar hay escarabajos llenos de tierra y madres sangrantes que se disuelven en las sombras, arriba hay pendientes de oro, tortas de fresa y vino tinto. Buñuel plantea una realidad tan superficial que es absurda, inverosímil, encantadora. ¿Cómo puede interesar el estado de una perla cuando existe una pesadilla tan abrumadora, tan densa? Hay rebeldía en la superficialidad. Es esa rebeldía la que le da encanto a la burguesía. La superficialidad es una forma de no ser parte, de no producir, de no pertenecer, de elegir deliberadamente cerrar los ojos a los problemas trascendentales y reales para dedicarse a contemplar el brillo de las perlas o degustar la calidad del vino. Esta idea buñueliana es rebelde, revolucionaria, poética. Sutilmente, invita a una revolución. A una revolución bastante burguesa. 

3. El discreto encanto de lo inútil

Pienso en una carretera. Larga, enorme, eterna. En la carretera de Lynch. Nocturna. Oscura. Interminable. En la de Chaplin: guerrera. Cómplice. En la carretera de Buñuel: etérea e infinita. La carretera: ese espacio que invita al movimiento constante; que nunca es, sino que —como el río— va siendo.

En una carretera vacía, se alejan Charlotte y su amante salvaje en Tiempos modernos. En otra carretera (o tal vez la misma) se alejan los burgueses de Buñuel. Charlotte y su amante son pobres. Los burgueses son ricos. Pero la carretera es la misma. Una especie de no-lugar, de camino eterno, de espacio que invita a transitar constantemente. Tanto el vagabundo como los burgueses están al margen.

Ante el sistema capitalista, cuyo motor —sabemos— es la productividad, la no-acción sería la máxima revolución. La inutilidad es un atentado al sistema. Volvamos a Tiempos modernos, a Charlotte/Charles Chaplin, que no puede (literalmente) trabajar en la fábrica. Mientras todos realizan su trabajo sin problema (es un trabajo sumamente simple), Charlotte se equivoca, su torpeza le impide realizar las acciones más simples. La inutilidad de Charlotte es su mayor acto de resistencia. Es su torpeza la que le distingue del rebaño. Por eso ese personaje (no solo en esa película) representa a los outsiders, a los vagabundos, a los que no pertenecen. Aunque para cantar y bailar no es torpe, tampoco puede usar esas facultades (si así se las puede llamar) con fines comerciales. Charlotte es nulo para la sociedad. Por eso el plano final de Tiempos Modernos es tan conmovedor. En un atardecer hermoso (no sería lo mismo una hora estática, el atardecer implica movimiento, pasar del tiempo) Charlotte y su amante se alejan por la carretera. Es allí a donde pertenecen. Son caminantes. Eternamente errantes. El vagabundo es la única posibilidad de libertad, de resistencia. En El discreto encanto de la burguesía, los personajes tampoco pertenecen al rebaño por una simple razón: solo en la clase alta es posible perder el tiempo. Aunque todos los personajes están al lado del poder (tienen altos cargos: cura, embajador, etc.), ninguno trabaja de verdad. El trabajo es para la clase media-baja. Tanto el vagabundo como el burgués experimentan una cierta libertad, o mejor dicho, comparten algo: la inutilidad. Los dos están al margen: el vagabundo errando en las calles, el burgués cenando cordero asado mientras afuera hay guerras. No en vano, ambos personajes (los burgueses de Buñuel y el vagabundo de Chaplin) caminan por la carretera. Comparten ese espacio simbólico que está al margen, que no lleva a ningún lugar. ¿Puede un vagabundo ser tan libre como un burgués?, o ¿puede un burgués tener el atrevimiento de ser tan libre como un mendigo?...

Nietzche decía que todo gran pensador es un gran caminante. Como pensar, caminar es una actividad no mercantilista, no produce. Quien camina no usa un medio de transporte, no consume; quien camina no echa raíces, no siembra. La ciudad (cuna del sistema) solo es posible a partir del sedentarismo. El que piensa tampoco produce. Pensar es contrario a hacer. Así, estas dos actividades están más ligadas de lo que parece. La mayoría de pensadores, sabemos, venían de una clase social acomodada (no se puede pensar con el estómago vacío). ¿Está el pensador condenado a la burguesía? Pensemos en Diógenes, el filósofo cínico que renunció al deseo material y se fue a la calle, a las calles. No digo que haya que irse a la calle y dejarlo todo. Sí digo que habría que pensar en la calle, en las calles, en las carreteras.

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