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El Telégrafo
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Buenos Aires, el espejo de Borges II

Buenos Aires, el espejo de Borges II
05 de mayo de 2013 - 00:00

Borges, mi guía de turismo

Recorro las ciudades con una brújula literaria, con un astrolabio hecho de libros, de autores, de citas, de direcciones. Vi, a veces a pie, a veces desde mi asiento de turista declarado y confeso, las librerías de Corrientes en las que encontré libros de Witold Gombrowicz en contra de la poesía; de Carlos Chernov a favor de la pornografía; de Osvaldo Lamborghini a favor y en contra, al mismo tiempo, del infierno y la locura; los libros de ese maestro de Borges que fue Macedonio Fernández. Vi, en la Avenida de Mayo, a Onetti soñando con Alaska, la intersección en la que se estrelló el guerrero maya que soñaba que era motociclista dentro de un cuento de Cortázar; la calleja de La Boca desde la que Ernesto Sábato vio aparecer a Abadón el Exterminador; el espectador invisible al que Manuel Mujica Laínez ve ocupar una butaca vacía en el Teatro Colón; el toldo tirante y empapado del Tortoni de Baldomero Fernández; el obelisco cantado por Ezequiel Martínez Estrada; los taquígrafos, los pupitres, las escribanías y la campanilla del cursi Parlamento de Ramón Gómez de la Serna; el Retiro asediado de Leopoldo Brizuela; la catedral Metropolitana de Baldomero Fernández Moreno, esa recia esquina de bronces, de columnas, de muros que alza al firmamento su cumbre de azulejos.

Y cuando pensaba que Buenos Aires me lo había mostrado todo por ese día, cuando giro en Corrientes y Libertad para tomar el autobús que me devuelva a Palermo, encuentro el café al que Cortázar convirtió en escenario de su obra El examen. Y creo en la magia, creo que el ilusionista parte en dos a la mujer y luego la une, creo que los cuchillos no salen de atrás de la tabla, sino que alguien se los arroja a la bella con los ojos vendados, creo que el conejo abandona la dimensión desconocida y aparece en el sombrero para que la gente no se ría del mago y este no se vuelva alcohólico ni tenga que suicidarse. Creo en la magia, creo en los sortilegios, creo que la botella con el mensaje adentro puede hallar un lector, creo en todo eso al menos el tiempo que me lleva beberme un café, porque “no había cerveza en el Edelweis, donde un mozo de pelo blanco pretendió convencerme que tomara sidra”.

Y vi también, como una revelación, en gratitud a las horas que le he dedicado a la obra de Borges, el edificio esquinero, de terrazas escalonadas de Florida 1056, al que el escritor describe, en La Muerte y la brújula, cuento de Ficciones, como a “…ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen el color del desierto…”.

Y vi el San Telmo de las canciones de Ismael Serrano y Joaquín Sabina, el Soho de Calamaro y Charly García; las esculturas a Mafalda, Matías, el Flaco Olmedo, el Barrio inmortalizado por Darín en su cuento Chino, un bonus track pop del portentoso puerto.

Buenos Aires
He nacido en otra ciudad que también se llamaba Buenos Aires. / Recuerdo el ruido de los hierros de la puerta cancel. / Recuerdo los jazmines y el aljibe, cosas de la nostalgia. / Recuerdo una divisa rosada que había sido punzó. / Recuerdo la resolana y la siesta. / Recuerdo dos espadas cruzadas que habían servido al desierto. / Recuerdo los faroles de gas y el hombre con el palo. / Recuerdo el tiempo generoso, la gente que llegaba sin anunciarse. / Recuerdo un bastón con estoque. / Recuerdo lo que he visto y lo que contaron mis padres. / Recuerdo a Macedonio, en un rincón de una confitería del Once…
                                                                                                                                    En La Cifra

05-05-12-cp-escultura

Tigre
Establezcamos asociaciones, dejemos que una cosa nos lleve a otra, las lecturas que de niño Borges hacía de Faustino Sarmiento, por ejemplo, a la casa que el escritor y político tenía en Tigre.

Para llegar a Tigre, localidad de la provincia de Buenos Aires, hay que tomar un tren que atraviesa la ciudad durante dos horas, darle el puesto, como rezan las buenas costumbres, a las mujeres embarazadas, no establecer contacto visual con ninguno de los hombres reacios que viven por ahí y, finalmente, comprar un ticket para el barco que recorre, durante dos horas más, el río Sarmiento, bautizado así en honor, precisamente, al escritor, cuya casa-museo se encuentra protegida de los pájaros, la lluvia y el tiempo, dentro de una cápsula de vidrio.

 

También Leopoldo Lugones aparece vinculado a Tigre, pues el 18 de febrero de 1938, este escritor tan querido por Borges, se quitó la vida en El Tropezón, un recreodel Delta, con un coctel de whisky y cianuro; algunos dicen que por un despecho político, otros que por una pena de amor, pues debió abandonar, presionado por su hijo, a una muchacha a la que había conocido en una de las conferencias que impartía en la Facultad de Filosofía y Letras.

 

Buenos Aires
Es Lugones, mirando por la ventanilla del tren las formas que se pierden y pensando que ya no lo abruma el deber de traducirlas para siempre en palabras, porque este viaje será el último.
                                                                                                              En Elogio de la sombra.

Recoleta
Borges no está enterrado en el cementerio de Recoleta; hace algunos años, cuando Argentina quiso trasladar sus restos, María Kodama, la viuda del escritor, se opuso rotundamente.

Y sin embargo, Borges está en Recoleta. Imaginó, cuando niño, que sería su última morada, y uno no puede, cuando camina entre las gloriosas esculturas del camposanto, sino recordar que el primer poema de Fervor de Buenos Aires, el primer libro que el escritor publicó en 1923, a los 24 años de edad, con su propio dinero, se llama La Recoleta, y dice:

Bellos son los sepulcros,
el desnudo latín y las trabadas fechas fatales,
la conjunción del mármol y de la flor
y las plazuelas con frescura de patio
y los muchos ayeres de la historia
hoy detenida y única.

Estas cosas pensé en la Recoleta,
en el lugar de mi ceniza.   

En el cementerio de Recoleta, los fundadores de los principales periódicos de Argentina continúan, desde el más allá, disputándose suscriptores; Eva Perón conmoviendo a propios y ajenos con las leyendas de embalsamamientos y desapariciones que empezaron a contarse tras su temprana y heroica muerte. En el cementerio de Recoleta se tejen historias en telares y en ruecas, el de una mujer, por ejemplo, que murió en su luna de miel y fue forjada al bronce junto a su mascota, para que la acompañara en su otra vida.

Otra historia, famosa en el camposanto, es la de Elvira de Alvear, quien la cuenta es su novio, el narrador y poeta, Jorge Luis Borges. En una placa puede leerse, completo, el poema que le dedicó:

Elvira de Alvear
Todas las cosas tuvo y lentamente
todas la abandonaron. La hemos visto
armada de belleza. La mañana
y el arduo mediodía le mostraron,
desde su cumbre, los hermosos reinos
de la tierra. La tarde fue borrándolos.
El favor de los astros y la infinita
y ubicua red de causas le había dado
la fortuna que anula las distancias
como el tapiz del árabe. Y confunde
deseo y posesión. Y el don del verso,
que transforma las penas verdaderas
en una música, un rumor y un símbolo,
y el fervor, y en la sangre la batalla
de Ituzaingó y el peso de laureles,
y el goce de perderse en el errante
río del tiempo (río y laberinto)
y en los lentos colores de las tardes.
Todas las cosas la dejaron, menos
una. La generosa cortesía
la acompañó hasta el fin de su jornada.
Más allá del delirio y del eclipse,
de un modo casi angélico. De Elvira
lo primero que vi, hace tantos años,
fue la sonrisa y es también lo último.
 
También Adolfo Bioy Casares, autor con el que Borges escribió a cuatro manos, habla de Recoleta en el Diario de la guerra del cerdo:  “Al doblar por Vicente López divisó las cúpulas y los ángeles que asoman por arriba del paredón de la Recoleta y con desagrado descubrió que esa noche todas las casas le parecían bóvedas”.

Los restos de Bioy Casares están en el cementerio de Recoleta, al igual que los de José Hernández, Macedonio Fernández, Oliverio Girondo, Victoria Ocampo y Norah Lange.

Los Bosques de Palermo  El Jardín de los poetas / El Rosedal
Lo primero que uno ve al ingresar, en la avenida Sarmiento, a Los Bosques de Palermo, es la placa que le ha brotado, como una flor, al césped:

Jardín de los Poetas
Ley 1789

“Se adormecen, despiertan,
se iluminan”
Espantapájaros, 12
Oliverio Girondo
(1891 – 1967).

Asociación de Poetas Argentinos
1-12-2009

Aunque Cees Nooteboom dice que “a los escritores no se los encuentra en sus esculturas, sino en sus libros”, ¡qué ciudad del mundo, oh Venus, oh Zeus, oh Mercurio, como dice Ezra Pound en sus libros, tiene un parque dedicado a los poetas! Entre flores Miguel Hernández y Rafael Alberti, poeta andaluz que se exilió en Buenos Aires, ciudad en la que era reconocido como El Poeta de la Calle. Y bustos de García Lorca, Antonio Machado, Alfonso Reyes, Shakespeare, Miguel Ángel Asturias (en una piedra que parece más blanda que sus facciones), Alfonsina Storni (quien parece haber salido del mar para traernos versos como algas), Dante Alighieri (con la boca en U invertida, nariz plana, rictus, ojeras, con un gorro de argonauta, o como piloto de planeador al infierno).

En el parque de su barrio, Borges tiene, por supuesto, un monumento. Y no solo eso, más abajo, en El Rosedal, las flores huelen a él, quien en Fervor de Buenos Aires no solo les dedicó un canto, sino que las hizo florecer en su poema:

05-05-13-CP-urnaLa rosa
La inmarcesible rosa que no canto, / la que es peso y fragancia, / la del negro jardín de la alta noche, / la de cualquier jardín y cualquier tarde, / la rosa que resurge de la tenue / ceniza por el arte de la alquimia, / la rosa de los persas y de Ariosto, / la que siempre está sola, / la que siempre es la rosa de las rosas, / la joven flor platónica, / la ardiente y ciega rosa que no canto, / la rosa inalcanzable.

Sabemos, gracias a Mignon Domínguez, que Julio Cortázar también le escribió un poema a una rosa del Rosedal de Los Bosques de Palermo, a una de esas rosas, podría decir, parafraseándolo, que al abrirse tiene una desesperada ansiedad de música.

Tortoni
En la Avenida de Mayo reina el Café Tortoni, leyenda de Buenos Aires desde que acogió la peña literaria liderada por el pintor Benito Quiquela Martín. Inaugurado en 1958, lleva su nombre, talvez porque un inmigrante francés de apellido Touan lo nombró igual que un establecimiento de París del que habló Stendhal, acaso porque llevaba el apellido de un tal Oreste Tortoni. Lo que sí se sabe a ciencia cierta es que a los conciertos, recitales, conferencias y debates que allí se efectuaban, asistían Alfonsina Storni, Roberto Arlt, José Ortega y Gasset, Luigi Pirandello, Federico García Lorca y, por supuesto, Jorge Luis Borges.

Se lo recuerda con un busto, una escultura tamaño natural y, junto a la mesa que solía ocupar, una gran fotografía.   

En este tradicional rincón de Buenos Aires en el que Gardel se reunía con sus amigos sin ser molestado por sus admiradores, funcionó años después El escarabajo de oro, taller literario conformado, entre otros, por Ricardo Piglia.

Buenos Aires
Buenos Aires es la otra calle, la que no pisé nunca, es el centro secreto de las manzanas, los patios últimos, es lo que las fachadas ocultan, es mi enemigo, si lo tengo, es la persona a quien le desagradan mis versos (a mí me desagradan también), es la modesta librería en la que acaso entramos y que hemos olvidado, es esa racha de milonga silbada que no reconocemos y que nos toca, es lo que se ha perdido y lo que será, es lo ulterior, lo ajeno, lo lateral, el barrio que no es tuyo ni mío, lo que ignoramos y queremos.
                                                                                                              En Elogio a la sombra.

Biblioteca Municipal Miguel Cané
No podía irme de Buenos Aires sin visitar la Biblioteca Municipal Miguel Cané, lugar en el que Borges trabajó entre 1938 y 1946.

El taxista de Avellaneda al que detuve, sabía dónde estaba la avenida Carlos Calvo, entre Muñoz y avenida La Plata, pero no sabía que ahí había una biblioteca. Tanto así que cuando llegamos, vimos una verdulería y varias tiendas de abarrotes,  y solo después de intensificar la búsqueda, un edificio de dos plantas, delgado, con una puerta negra y un letrero que dice: Biblioteca Municipal.

La biblioteca fue inaugurada en 1927. Han puesto una máquina de escribir, un escritorio y algunos de los libros de Borges, para satisfacer la necesidad de los visitantes de acercarse a la memoria del escritor. Han estado Juan Villoro, Mario Vargas Llosa y Jorge Edwars, y, supongo, se han ido como yo, con la satisfacción de haber encontrado una más de las cintas que los escritores dejamos en los árboles del bosque literario para que podamos ser hallados.

Quien desee recoger los pasos de Borges, debe saber que fue director de la Biblioteca Nacional de 1955 a 1973, lo que quiere decir que no trabajó en el edificio de Recoleta, inaugurado en 1992, sino en el ubicado en la calle México, desde donde impulsó la creación de la nueva sede y presidió la comisión que redactó el programa de necesidades del futuro edificio, es ahí donde escondió el “Libro de Arena”, es ahí donde debe ser buscado.

De regreso a Palermo, yo le hablé al taxista de Sumo, o mejor dicho, de la muerte de su vocalista, y él me habló de Virus, o mejor dicho, de la muerte de su vocalista, yo le pregunté de dónde era y me dijo que de la barriada popular de Avellaneda, ¿del Independiente? Dios no lo permita, del Racing. Yo le hablé de Cerati y de María Gabriela Epumer, y él del Paco, la droga del pueblo, y los excesos. Y es que en Buenos Aires, he dicho, lo clásico y lo pop son los dos aretes de un mismo par, y estos se guardan en el mismo maravilloso joyero cuya bailarina no baila ballet, sino, por supuesto, TANGO.

Buenos Aires
Y la ciudad ahora es como un plano / de mis humillaciones y fracasos; / desde esa puerta he visto los ocasos / y ante ese mármol he aguardado en vano. / Aquí el incierto ayer y el hoy distinto / me han deparado los comunes casos / de toda suerte humana; aquí mis pasos / urden su incalculable laberinto. / Aquí la tarde cenicienta espera / el fruto que le debe la mañana; / aquí mi sombra en la no menos vana / sombra final se perderá ligera. / No nos une el amor sino el espanto; / será por eso que la quiero tanto.
                                                                                                                    En El otro, el mismo

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