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Bebo Valdés: el legado del padre del jazz latino

Bebo Valdés: el legado del padre del jazz latino
31 de marzo de 2013 - 00:00 - Carla Badillo Coronado, Poeta y narradora

A su música -como la de muchos otros- llegué sola, saltando de bolero en bolero o de son en son hasta encontrarme con él. Pero mi gusto por Bebo nació mucho antes de que yo supiese incluso su nombre. Seguramente ya de pequeña, en más de una ocasión, moví los hombros al ritmo de mambo o cha cha chá, porque si algo rondó siempre por mi casa fue la música caribeña, como parte de esa larga y ecléctica lista que mi padre y mi madre me enseñaron a disfrutar.

Sin embargo, pasaron muchos años para que yo supiese quien era el responsable de esos ritmos frenéticos, un hombre de manos larguísimas que sacaba chispas del piano y cuyo rostro sereno contrastaba con la locura de su música, con esa facilidad de pasar de la melancolía al desenfreno digna de admirar. Los sabios son los músicos que tocan aquello que pueden dominar, decía Duke Elington, compositor, director y pianista estadounidense, otro monstruo iluminado del jazz.

Según ese precepto Bebo Valdés era un sabio. No lo dudo. Nadie duda de su dominio sobre el piano; aunque más allá de su maestría a la hora de ejecutar cualquier pieza, su verdadero arte venía siempre de adentro, de la pasión extrema que sentía al tocar. Bebo no sólo fue un maravilloso intérprete de boleros y géneros tropicales sino que cruzó el umbral de lo establecido, llegando a ser precursor del jazz afrocubano y creador de un ritmo propio: la batanga, que arrasó en la isla en los años 50, colocándose de inmediato entre los grandes nombres de la época de oro cubana; y pese a que también sufrió más de tres décadas de relativo anonimato tras su salida de Cuba, en 1960, debido a diferencias con el régimen castrista, su chispa nunca se apagó. Aun cuando en sus últimos años -ya enfermo de Alzheimer- su médico le dijo que no volvería a tocar más, Bebo se mantuvo firme en su convicción de que eso sólo pasaría cuando estuviese muerto. Y así fue. Únicamente la muerte -que lo visitó el pasado 22 de marzo en su casa en Estocolmo, donde vivió 40 años- logró apartarlo de su piano mas no de su música, la misma que ahora suena por todas partes del mundo y que a más de uno pone a bailar. Eso, a fin de cuentas, es lo que Bebo quería, su verdadero homenaje.  

El recuento de sus manos prodigiosas

Dionisio Ramón Emilio Valdés Amaro, más conocido como Bebo Valdés, nació el 9 de octubre de 1918 en Quivicán, un pequeño pueblo de guajiros a 40 minutos de La Habana. En su biografía “Bebo de Cuba. Bebo y su mundo (Ed. RBA, 2008), escrita por Maths Lundahl, catedrático de la Universidad de Estocolmo y amigo del músico, cuenta que su su infancia fue “pobre, feliz e inocente”. “La recuerdo como una de las mejores etapas de mi vida. Mi papá, Emilio Valdés, negro prieto, era empleado del Gobierno; y mi mamá, Caridad Amaro, mulata clara, ama de casa. Yo era el mayor de seis hermanos. Mi adolescencia coincidió con la Depresión. Por aquella época, yo creo que casi todo el mundo pasó hambre en Cuba. Había una canción que se llamaba Te odio y sin embargo te quiero, dedicada a la harina de maíz. Se molía y se comía con lo que hubiera: aceite, manteca, papas. El pollo lo comíamos una vez al año. ¡Pero al menos antes tenía sabor!”

Bebo llevaba la música en los genes, y desde muy pequeño contó con el apoyo de sus padres. A ellos “les gustaba mucho bailar, pero nada más. Yo me fijaba en el pianista y le imitaba colocando las manos sobre una piedra. En los años 20 vino a tocar a Quivicán Antonio María Romeu, el introductor del piano en el danzón cubano. Desde pequeño se me quedaban los cantes, así que mamá me llevó a casa de una amiga suya muy rica, Josefina, que era mi madrina. Su hija Moraima tenía un maestro de piano holandés, y ella fue la que me dio mis primeras clases. Luego mamá me compró con sus ahorros un piano lleno de termitas que costó dos pesos. Con 18 años entré en el conservatorio gracias a una tía santera bien relacionada, aunque me botaron porque el curso estaba empezado y llegué sin libros y sin piano.”

Antes de salir de Quivicán fundó con un amigo su primera banda, la Orquesta Valdés-Hernández, y desde entonces compaginó el piano con su vocación de arreglista y compositor. En los años 40, estando ya en la orquesta de Julio Cueva, compuso uno de sus primeros mambos, La rareza del siglo, en momentos en que la música popular cubana se modernizaba a toda velocidad. A partir de 1948 y hasta 1957 trabajó en el Tropicana, donde acompañó e hizo arreglos para la vedette Rita Montaner. Su orquesta, Sabor de Cuba, actuaba cada noche en el famoso cabaret y allí compartió escenario con grandes artistas de Estados Unidos, incluido Nat King Cole. Eran épocas efervescentes para el jazz y muchos norteamericanos viajaban a la isla para fusionar ritmos. Bebo fue parte de esas legendarias jam session, y fue el 8 de junio de 1952 que junto a 20 músicos dio a conocer su nuevo ritmo, la batanga. A finales de esa misma década, Bebo colaboró con Lucho Gatica, siendo su director musical en México.

Cuando salí de Cuba….

Al abandonar Cuba, en 1960, junto al cantante Rolando Laserie, por discrepancias con el régimen castrista, Bebo tuvo que dejar también a su familia, a su mujer Pilar Valdés y a sus cinco hijos (entre ellos al también reconocido pianista Chucho Valdés), desapareciendo para el gran público. Luego pasó por México, Estados Unidos, España y finalmente se estableció en Suecia, donde formó una nueva familia al casarse en 1963 con Rose-Marie Pehrson, 26 años más joven que él, con quien tuvo dos hijos y estuvo casado más de 40 años hasta el día de la muerte de ella. “Empezamos a salir y un día apareció con sus padres. Ellos me dijeron que estaba muy ilusionada y que le dejaban un mes para que se viniera de gira conmigo y así comprobar si nos llevábamos bien. Me la llevé a Finlandia y allí le dije que pensaba que podría ser una buena madre y que quería que se casara conmigo. Ella aceptó y seis meses después de conocernos nos casamos». Bebo pasó momentos difíciles económicamente. Tuvo que limitarse a tocar en hoteles, en restaurantes y en clases de ballet. Incluso se planteó dejar la música para conducir un autobús o un taxi.

Durante más de tres décadas permaneció en relativo anonimato hasta que, en 1994, lo llamó Paquito D’Rivera y le invitó a grabar un nuevo disco, Bebo Rides Again, una colección de clásicos cubanos junto a temas originales de Valdés, lo que produjo un nuevo inicio en su carrera a los 76 años.

En 2000 el cineasta Fernando Trueba lo redescubrió y le invitó a participar en su película Calle 54. Bebo se reencuentra en un escenario con su hijo Chucho y también con sus viejos amigos Israel López Cachao y Patato Valdés. Trueba les graba el disco “El arte del sabor”, con el que obtiene el Grammy en 2001. Poco después triunfó nuevamente con Lágrimas Negras junto al cantaor Diego El Cigala, con el cual obtiene otro Grammy y tres discos de platino en España. Hace varios discos más con Trueba y se convierte en protagonista de su documental “El milagro de Candeal”. Y su último disco fue Bebo y Chucho Valdés, Juntos para siempre’, un homenaje en el que padre e hijo repasaron juntos el repertorio y los ritmos de la música cubana.

Entre el bolero y el flamenco

Bebo Valdés siempre hizo énfasis en su relación musical y de amistad con el cantaor español Diego El Cigala. “A mí la autenticidad de los flamencos me recuerda a la de los cantantes del guaguancó cubano, un ritmo con una cadencia parecida a la malagueña, con ese dum, dum, dum de bajada. En realidad, el guaguancó desciende de la música africana, y en Cuba tomó ese nombre.”

Cuando alguna vez le preguntaron si estaban predestinados a encontrarse, Valdés respondió: “Sí, absolutamente. La primera vez que oí a Lucho Gatica, a mediados de los 50, en Cuba, pasó algo parecido. Le dije que tenía un camino brillante, y llegó a ser el mejor bolerista de su época. En España estuvimos de gira en 1962. Diego, como gitano, abarca más registros. Tiene la tristeza y el sentimiento de un barítono cuando baja, y la bravura de un tenor cuando sube. De una nota muy grave puede llegar hasta una muy aguda sin desafinar. Desde el principio le dije: "Nunca dejes de ser tú, porque de lo contrario, lo que hagamos juntos no tendrá ningún valor".

Pero el respeto y la admiración fue mutua. Por esos azares de la vida, tuve el placer de conocer a Diego El Cigala, en octubre del 2011, en Berkeley, California, poco antes de uno de sus conciertos. Yo andaba caminando por los alrededores del teatro, cuando de pronto escuché un quejío inconfundible, era El Cigala que estaba calentando la voz, poco después entablamos conversación con él y con todos su músicos, Sabú, Yumitos, Yelsi, Bernardo y el gran guitarrista Diego del Morao. Fue entonces cuando inevitablemente salía el nombre de Bebo Valdés, una y otra vez. “El maestro”, lo llamaba El Cigala, con quien compartió gira por un sinnúmero de países  y casi un millón de copias vendidas con su álbum Lágrimas Negras. “Era alucinante, a veces viajaba de continente a continente, llegaba cansado y aún así sacaba fuerzas. Aprendí mucho de él. Gran músico y mejor persona, todo un caballero.”

*
Ahora que no he pegado un ojo en veinticuatro horas y que escucho temas como “Veinte años”, “Obsesión”, “La bien Pagá” o “Corazón Loco” con un mojito en mano a la memoria del Caballón (como le decían de cariño sus amigos debido a su gran estatura), pienso que Bebo fue un hombre árbol. Sí, un hombre árbol que supo enraizar la música de su verdadera patria: la creación. Y recuerdo las palabras de otro gran pianista al que le tengo mucho cariño, Thelonius Monk, quien alguna vez señaló el teclado y dijo: “No puede ser ninguna nota nueva. Cuando uno mira el teclado, todas las notas ya están ahí. Pero si uno quiere una nota lo suficiente, sonará diferente. Uno debe elegir las notas que realmente le importan”. Eso es lo que trato de hacer cada vez que escribo, y estoy segura que en gran medida ese fue el desafío de Bebo, su verdadero logro.

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