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Arquitectos y albañiles construyen el suspenso

Arquitectos y albañiles construyen el suspenso
Foto: Grillo Negro / Cortesía
31 de octubre de 2016 - 00:00 - Hugo Avilés Espinoza (En conversación con Ricardo Velástegui, Víctor Arauz y Santiago Carpio).

El título no alude a nada que tenga que ver con la obra que hoy opinamos, pero buscaba una analogía que reflejara la elección tomada por el elenco de 75 puñaladas, y esta le hace justicia; paso a explicarlo: Santiago Carpio, Víctor Arauz y Ricardo Velástegui son tres artistas escénicos, de una de las mejores cepas del ITV, que pudieron haberse quedado observando la batalla desde las almenas de los castillos en donde cada quien es un señor feudal; pero no, han elegido hacer lo que a las viejas generaciones nos educó y forjó, o sea, «hacer teatro» y no solo actuar, considerando que «el teatro se especializa haciendo». Y aquí es cuando la analogía del título toma cuerpo: como en las faenas de construcción en la que los arquitectos diseñan pero los albañiles levantan las paredes, estos actores abordan los dos roles con intrepidez. ¿Por qué parto de una subjetividad, si soy cultor de la opinión objetiva? Quizá porque cuando uno decide que lo fundamente una filosofía así, equivocarse es un aprendizaje que aleja cada vez más el error, o como tanto trilló el astuto Sherlock Holmes: «elemental, querido Watson», y ese ya empieza a ser un referente de la obra.

75 puñaladas es un rico texto de Martín Giner, joven dramaturgo argentino de quien Arauz y Velástegui ya nos habían mostrado Terapia. Ambas son cortas, bien estructuradas, con humor inteligente y giros inesperados. Pero no es un texto fácil, y el descubrirlo es un acierto del director, que ha manejado los ritmos con precisión de oficio. Las réplicas son inmediatas, en algunos ratos hasta encimadas, lo que le aporta un dinamismo pertinente a la puesta en escena.

75 puñaladas, el caso de un sospechoso suicidio propone la trama de una comedia de suspenso. Ambientada en la Inglaterra victoriana, es inevitable la comparación con Sherlock Holmes, salvo que en escena quien conduce la investigación es John Kenneth Winslow III (Arauz), detective de Scotland Yard, encargado de descubrir quién asesinó a Mr. Stagertton, hallado muerto en su estudio con 75 puñaladas, pero sin ningún rastro de sangre, para lo cual interroga al mayordomo (Carpio) que Stagertton tuvo a su servicio, sobre quien ronda la sospecha.

El de Giner es un texto bien escrito, con aciertos en los parlamentos y las estructuras, pero es corto, y, según comenta Velástegui, «hubo que aumentarlo desde la puesta en escena y la invención de ciertos diálogos». Ambos recursos son acertados, pues la dirección y el elenco se sumergen con tal profundidad en la obra que la exploran con confianza. Muestra de aquello es la acción de un personaje fantasmal que, antes de iniciar el espectáculo, reemplaza las llamadas al público con el retiro de sendas cintas que delimitan la «escena del crimen».

Inicia la representación con otras dos lucidas herramientas de la producción: la iluminación y el sonido. La primera no solo debe su logro a la tecnología, sino que se sirve de ella para crear un lenguaje que le da soporte a la historia, logrando los entornos concretos según la necesidad. Contraluces, ambientes, cenitales, calles, titilaciones y más efectos que nos ubican permanentemente en cada situación. La segunda herramienta, la banda sonora, también se aplaude, no por la edición de efectos sonoros que, a veces, caen en el cliché cinematográfico, sino por una estupenda musicalización de composiciones originales a cargo de Rubén Alvarado, que emocionan a lo largo de toda la función.

La escenografía, diseñada por Carpio, se ciñe a la mayoría de sugerencias autorales, a las que suma espacios de propia creatividad, en los que protagonizan los ocres, terracotas y verdes, en matices que se ven en el mobiliario y objetos, con tanto cuidado que hacen saltar a la vista pequeños ruidos visuales como un brillante y colorido globo terráqueo, un plumero rosa, o una inmaculada franela roja. Ya en el plano de las utilerías, como lenguaje autónomo, hay una escena en la que el detective intenta resolver la abrupta narcolepsia que sufre el mayordomo sujetándolo con cinta de enmascarar, que, si bien es muy jocosa, es temporalmente falsa, pues la cinta fue inventada cuarenta años más tarde que la época en que se ambienta la obra.

Y con el marco de todos estos componentes, llegamos al plano actoral. La potencia del conflicto y la relación de los personajes con supremacía aristotélica de protagonista/antagonista opera infaliblemente, e inclusive da buen respaldo a otros sujetos referidos, pero no visibles. En cambio, el director ensaya en su puesta dos personajes episódicos que la refrescan: un ama de llaves (Angie Palas) que atisba por la ventana del estudio y distingue el cadáver, y, más adelante, en recurso de flashback, la figura imaginada del mayordomo (Alejandro Veintimilla), que toma cuerpo en su propia declaración de los hechos. Arauz no solo echa mano al oficio —virtud que a veces le juega en contra—, también se regodea buscando su personaje y lo encuentra e instala en dos pilares: la caracterización física de peinado y postizos, lograda en extensiones de cabello, y un singular mostacho londinense que sitúan a John Keneth Winslow III en su mejor dimensión. Carpio, por su parte, es prolijo, metódico, riguroso para ofrecernos un mayordomo que cojea, es rudo, tosco, rural, lo que le da el justo contraste en su transformación posterior. Los estatus mantienen un equilibrio balanceado permanentemente, y he aquí donde aparecen los pocos desatinos en los que se incurre: la voz del detective, nasalmente caricaturesca (una mezcla de Lonje Moco y el Chapulín Colorado) se vuelve redundante en un personaje que, a todas luces, es un antihéroe y no necesita remarcarlo en su fonación. Tampoco necesita echar mano a gags y chascarrillos ocasionales con los que el actor busca atrapar a un público que ya lo ha aceptado y que agradecería verlo saltar sin red. Hacia el final de la pieza, la resolución del conflicto es asistida por un desdoblamiento personaje-actor que la puesta no necesita, pues con una doble caracterización —que también ocurre— se cierra limpiamente el espectáculo.

Si usted busca una teatralidad experimental, performática, conceptual, no es esta la obra que debe elegir; si, en cambio, quiere disfrutar un trabajo de buena factura en el género de comedia de suspenso, ¡váyasela a ver!, y entréguese al juego de descubrir cómo se cometió un crimen sin que corra una gota de sangre a pesar de que el cuerpo haya recibido «75 puñaladas».

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