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El Telégrafo
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Crónica a pie

La noche llena de historias a la terminal de Carcelén

La noche llena de historias a la terminal de Carcelén
Foto: Álvaro Pérez / El Telégrafo
11 de octubre de 2016 - 00:00 - Wilmer Torres Peña. Periodista

Ojeroso, cansado, pero con ilusiones, vende Marcelo Medida en la terminal terrestre de Carcelén (al norte de Quito). Acostumbrado al frío de la noche, este originario del barrio La Ronda ha sido testigo de las transformaciones que han sufrido las centrales de pasajeros de la ciudad en las últimas décadas.

“No es chiste tener 40 años vendiendo caramelos, melcochas, agua...”. Ese fue el preámbulo para que hablara —al menos 4 minutos— respecto a sus andanzas y proezas dentro del recinto.

Sin precisar fechas y sin dar detalles, el viejo Marcelo recuerda el alocado movimiento comercial y de viajeros que tuvo hasta 2009 el Cumandá, hoy convertido en parque urbano. También detalla fragmentos de la “fugaz” experiencia en El Recreo (del Trolebús), al sur. “Ahí vendía caramelos”.

Mientras ordena y desempolva unos dulces traídos por sus hijos desde la parroquia Nanegalito, Marcelo dice que atraviesa una etapa de recesión económica (mientras sonríe) debido a que el movimiento de viajeros es bajo en comparación con la terminal de Quitumbe (al sur).

Como pocos, es testigo de las microhistorias que suceden en el lugar de llegada y salida de buses interprovinciales. Este etnógrafo popular ha palpado las sensaciones de viajeros, transportistas, turistas, guardias y familiares. “Esta es mi segunda casa; es mi vida”, sentencia.

“Cuando un turista se me acerca ya sé qué me va a preguntar. Le repito la misma cantaleta de siempre”. Entre esas inquietudes de los visitantes, quienes compran una menta, al menos, destaca: ¿Está cerca Ibarra?; ¿a qué hora llega tal cooperativa de transporte?; ¿es seguro por aquí?; en fin. “Parezco curita, hay muchas confesiones”, comenta riendo.

Desde su kiosco, entre dulces y chucherías, Marcelo fue testigo —por ejemplo— de la muerte de un anciano en una de esas bancas frías hace 4 meses. El otro día, como dice él, una señora esperaba a su esposo, un conductor de una cooperativa, quien arribó al sitio con su amante. “Se armó la de San Judas”. También existen viajeros que se le han acercado a pedirle “una caridad” debido a que han sido víctimas de asaltos. “A algunos no les creo”, apunta.

Marcelo, dueño de uno de los 25 locales que existen en el sitio, trabaja desde las 09:00 hasta las 23:00. “Si salgo de aquí será en un ataúd”, dice, para luego anunciar con voz fuerte: “¡Lleve los dulces, las mermeladas..!”.

Adentro se escuchan pitos, el chirrido de los frenos, el vocerío de apurados turistas, de comerciantes famélicos y de vendedores de boletos en busca de clientela.
Afuera la realidad se parece en algo. Hay mucha bulla y desorden: comerciantes informales, restaurantes improvisados en mesas desniveladas, luces sinuosas de moteles y un centenar de vehículos que circulan por las vías aledañas tales como la Eloy Alfaro y la avenida Galo Plaza Lasso.

En su puestito, Miroslava Borja, dueña de un local de cabinas telefónicas, cuenta dentro de una el dinero producto de las recargas celulares. A un lado ordena monedas de todos los valores y a un costado los billetes. En el centro, yace un teléfono con el que realiza el trabajo.

Mientras cumple ese proceso, los clientes le piden los servicios de Internet y de llamadas telefónicas. Le resulta curioso que, en muchos casos, los clientes le solicitan el teléfono para llamar a sus familiares. “$ 0,03 centavos se gastan. Otros, quienes usan las redes sociales, lo hacen básicamente para refugiarse del frío y hacen tiempo hasta que llegue el bus”.

Miroslava capta todo a su alrededor, desde gente durmiendo en la “sala de espera”, comiendo sin cesar, familiares esperando ansiosos; niños mirando la comida y las golosinas; enamorados abrazados y otros despidiéndose; turistas extranjeros con grandes maletas; un par de ancianos rezando en un altar; taxistas hablando de mujeres, de tarifas, de política. Pasajeros con sueño caminando pausadamente; choferes desperezándose en el mismo asiento de los buses; guardias con estilo marcial pidiendo a los taxistas y buseros que circulen rápido; dueños de negocios aburridos esperando clientela; música reguetón en la tarde y chichera en la madrugada; niños extraviados; jóvenes hambrientos y ancianos esperando. Miroslava se las sabe todas.

Más allá se escucha: “¿Chico, tu qué quieres?”. Esa es “la cubana” dice un comerciante. Andrea, quien llegó hace 7 meses desde el país caribeño, dice que es una cocinera de comida ecuatoriana hecha a la fuerza y por necesidad. Es posible que esa sea la causa para que su puesto sea el menos visitado. (I)

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