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El Telégrafo
Marco Teruggi

¿Se debe criticar la revolución?

05 de febrero de 2017 - 00:00

Porque la crítica es libre en Venezuela, quien quiera puede hacerla, existen páginas, redes, un abanico de posibilidades para decir lo que se piense. El asunto es más complejo que poder hacerlo o no, sino que se trata de saber ¿para qué?, ¿de qué maneras?, ¿desde qué lugar?

El debate podría esquematizarse en dos posiciones: criticar le hace el juego a la derecha, no criticar le hace el juego a los sectores burocráticos internos. Planteado así, resulta improductivo. En particular en esta época encendida, donde se puede recurrir a máximas, como, por ejemplo: “En asedio a fortaleza toda disidencia es traición”. El problema de las máximas es que pueden cerrar debates necesarios, sean cuales sean sus conclusiones provisorias.

Época encendida, es bueno subrayarlo. No es igual un debate sobre la crítica en tiempos en que el avance tiene ante sí oleajes que no presentan mayor amenaza, que cuando, por momentos, la lucha es por mantener el barco a flote. Porque hoy todos los fuegos queman: el imperialismo en su nueva versión Trump, los precios del petróleo, los ataques financieros, a la moneda, a los productos básicos para la vida, a la vida misma de cuadros del chavismo que son asesinados periódicamente.

Preguntarse por la crítica es un ejercicio de responsabilidad política. Porque la crítica es libre en Venezuela, quien quiera puede hacerla, porque existen, como ya se ha dicho, páginas, redes, etc.

¿Para qué? ¿A qué molino se lleva agua? Lo primero es despojarse de un instinto, a veces presente, que indicaría que criticar significa ser más de izquierda. No lo es, en particular cuando se enfrenta una embestida del tamaño de la que enfrenta Venezuela. Se aprende en los libros o en la práctica: cuando la derecha intenta una nueva avanzada insurreccional no es momento para abrir los debates.

Pasó por ejemplo en octubre del año pasado: mientras la Asamblea Nacional anunciaba el intento de golpe de Estado, algunos dirigentes —autoproclamados como más a la izquierda— repetían argumentos similares a los de la derecha, y no solamente en redes, sino en pantallas de CNN. ¿Por ego, ceguera, financiamientos, error político, rencor?

Ese caso sería el más nítido del error. Descartado ese plano de crítica, la pregunta sigue en pie. ¿Una crítica para abrir públicamente un debate cerrado? ¿Para posicionar un punto de discusión sobre un eje estratégico? ¿Para analizar un cuadro de situación complejo? ¿Para señalar un error, una desviación? ¿Un análisis profundo sobre la conformación interna del proceso? Ninguna de estas preguntas tiene respuestas a priori, y siempre es acompañada de esa reflexión: ¿Qué le aporta la crítica al proceso de transformación en el momento concreto en el cual se la hace?

¿De qué manera? El problema con las críticas es que rápidamente pueden convertirse en una repartidera de culpas estéril. Cada sector —menos quien escribe— tiene determinadas culpas, mayores según la ubicación en la escala de poderes. ¿Cómo se plantea entonces la crítica?

La hipótesis es que debe ser, en caso de que se haga, una crítica que invite, pregunte. No se trata de plantear la verdad —quien diga tenerla hoy en Venezuela es sospechoso—, sino de acercar elementos para pensar, abrir como una muñeca rusa la cantidad de dudas y posibilidades que encierra una realidad que está violentamente atravesada por enemigos históricos, héroes anónimos, burócratas incansables, épicas cotidianas.

Se debe invitar y no acorralar a lectores, participantes de una charla, una asamblea. Dar posibilidades, herramientas, opciones de caminos para deshacerse de una presión de guerra de cuarta generación que afecta la moral, las ganas, la voluntad, que aplasta los deseos con campañas de rumores, posverdades, miedos. Ayudar a comprender —lo que uno mismo intenta explicarse— guiar hasta donde se pueda para que el otro no sea solo una palabra desatada —o tragada—, sino un cuerpo en acción.

¿Desde qué lugar? ¿Quién es ese yo que emite la crítica? Cada quien es dueño de su honestidad —o deshonestidad— y sabe qué hace o deja de hacer. Sin abrir un debate siempre necesario sobre la categoría de intelectualidad, sí resulta necesario preguntarse qué práctica o ausencia de la misma tiene el mensajero. ¿Se plantea como quien advierte desde su posición de ‘saber’, o es parte de la tormenta que envuelve la realidad? ¿Habla para señalar o para involucrarse en la construcción de las líneas que propone? La palabra cuando pierde el hueso es veneno, dice Vicente Zito Lema.

La realidad, esa gran confusión que intentamos descifrar, puede estar en la 2.0. Pero solo en parte, planificada por laboratorios que tienen especialistas para diseñar mensajes, matrices, rumores, que buscan encierros de masas para darle respuestas. Lo demás, sustancial para comprender en este caso la revolución, está fuera de las pantallas. ¿Cuántos de quienes construyen opinión salen de la zona de confort academia/computadora/bares/amigos, para buscar esa gran confusión y tocarla, olerla, preguntarle, recibir la rumba de golpes que da? No se trata de una apología barrial, sino un cuestionamiento a la comodidad de una crítica que solo les habla a otras críticas situadas en el mismo lugar. Se necesita mucho más que eso.

¿Cuán válida es la crítica de quién no hace? Si de criticar se trata no hay dudas de que las personas más indicadas, con mayor agudeza, no suelen ser publicadas en los medios de comunicación, sino que están los territorios. Ahí se encuentra la vanguardia chavista, los análisis más lúcidos que se puedan escuchar sobre qué decir, cómo decirlo y, sobre todo, qué hacer.

“Ya no es mágico el mundo”. Así empieza un poema de Jorge Luis Borges. Se puede decir: ya no es mágica la revolución. La época Hugo Chávez no existe más. Ante eso se puede hacer catarsis por redes sociales, insultar a cuanto error se vea —o haya sido contado por un rumor— volverse a la casa, desmenuzar la lista de traidores y traiciones —siempre los habrá, son parte de las revoluciones—. O bien pensar qué hacer, como encender una práctica constructiva de la crítica, y ensayar. ¿Esta crítica es para puertas adentro o para el espacio público? ¿Ofrece herramientas para la práctica o hunde un poco en la espesura del repliegue?

Se debe construir el oficio en la tormenta. Es allí, donde llueve y la inundación puede terminar con uno, donde se aprenden las mejores respuestas y los esquematismos suelen borrarse. (O)

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