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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

Reírse sin mover una ceja

04 de septiembre de 2017 - 00:00

Parte del falso éxito de los programas televisivos de humor en el Ecuador se debe, principalmente, a que hacer chistes, para consumo masivo, depende del cúmulo de prejuicios y dobles intenciones que padece el sentido común de todas las clases sociales. Ninguna escapa a las fijaciones erógenas que se expresan –a través de la risa- cuando alguien cuenta un ‘cacho’ con insinuaciones gais, erecciones malogradas, ancianos impúdicos o fulanas libidinosas.  

El humor es, entonces, en TV o en el teatro callejero, una producción –como tantas- del discurso social más apelado pero vilmente elaborado, y lo cierto es que casi nunca afina la potencia del lenguaje como recurso para comunicar algo que conmueva el orden tedioso de la vida aunque sea en la metáfora. La única salida es repetir chistes anodinos, triple X o machistas, que resumen la impudicia de una emoción situada en el instinto básico con el que se entiende la procreación, el placer o el deseo.

En la televisión local abundan ‘dramatizados’ en los que los trances personales de amor, arribismo social, infidelidad y gustos sexuales otros, son expuestos con el mismo código del morbo, la burla, la falocracia y la segregación. Ningún enlatado se salva. Inversamente, mientras más salvaje se muestre un hombre (macho) o muy afeminado se revele un tipo (gay), más carcajadas causa en los televidentes. Incluso ‘interpretar’ a una mujer, como hembra que disputa al macho en las peores condiciones sociales y culturales, se posicionó como un modo de reflejar “la vida real” de las parejas de las zonas populares. Y quien concibiera una crítica a esa representación ¿primitiva? de la cotidianidad conyugal, fue acusado de ignorar el ambiente saleroso de los matrimonios felices de los suburbios de la nación.

Lo mejor llegó cuando los astutos maridos, anónimos u hombres públicos, encontraron en una palabra bastante popular la manera de justificar o disfrazar su machismo: ellos son mandarinas, o sea, hombres mandados por sus mujeres. Ser mandarinas se transformó, por el uso social de un vocablo en apariencia resemantizado, en un chiste –a veces- legitimado por algunas féminas que se creen reivindicadas en su potestad de controlar a sus consortes o amigos con derechos.

Triste humor del subdesarrollo. Tanto que hoy desde el poder las esposas de las autoridades, de mayor o menor rango, han adquirido un papel en la tribuna pública sin mover una ceja; porque la difícil dinámica de la clásica res publica, de la que nada hablan los políticos del atraso, no se corresponde con el rol (doméstico) de una cónyuge sino con las luchas sociales de las mujeres por alcanzar un lugar por sí mismas, no como pulseras de un esposo que sí logró su territorio (público) gracias a la norma antiquísima del patriarca de la tribu.

Así, para fatalidad de las mujeres que sí combaten por la res publica, ahora las bromas pululan en torno a las damas y sus afligidos maridos (hombres públicos) que de un día para otro tienen esposas públicas, encargadas de gestionar filantrópicamente lo que le costó al país el aprendizaje colectivo de las políticas públicas. Lindo el chiste, ¿verdad?

 

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