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El Telégrafo
Juan Montaño Escobar

Nuestro norte es un sur devastado

11 de octubre de 2017 - 00:00

“Cientos de ojos miran con una misma mirada y sienten el peso insoportable de la angustia, por las aguas turbias que arrebatan comida”. Ocurre en la comunidad de San Agustín, en Wimbí o en Zapallito. Eso es al norte de la provincia de Esmeraldas, territorios históricos de la gente afroecuatoriana, allá la lejanía de lo que en la Constitución de la República se entiende por ‘Estado de derecho’ es al revés de la planificación y ejecución del siguiente foro ambiental para nada. El café aguado, los discursos ecologistas aguados, las promesas aguadas de las autoridades estatales, los aguados compromisos de la asistencia técnica y el papel mojado de las leyes. A esos foros no llegan quienes enturbian y envenenan las aguas; si van, nadie los descubre; pero andan por ahí, tienen preferencias en otras reuniones; alguna afrentosa generosidad los llama mineros, madereros o palmicultores. La eterna lucha entre el poder económico y el poder comunitario.

La moda última son las mesas de lo que sea, los banquetes de diálogos. Si nada cambia después del encuentro de dialogantes, las comunidades negras no fueron parte del festín dialógico. Así de sencillo. Comenzó como un arrullo cimarrón, ahora son tragedias ambientales, sociales y económicas: “No hay pueblo sin su río, ni un río sin su puente, si mañana se muere el río, pasado se muere la gente”. Insólito: Wimbí fue vendido con gente y todo. Ah, sí, hay leyes y jueces, pero no justicia. A quienes denuncian “se les viene el firmamento encima”, premonitoria descripción de Antonio Preciado. Falta completar con nuestra confianza en “el bendito chorro de luz precipitándose sobre la baba perversa de la bestia”. La ‘bestia’ es el racismo.

A las condiciones subjetivas (educación pública para el extrañamiento cognoscitivo) le siguieron, con obvia brutalidad cultural, las condiciones objetivas (el desarrollo pensado por los blancos capitalistas del centralismo ecuatoriano). Escenario favorable por 500 años de racismo basado en color de la piel, en la cultura y en la geopolítica. Aun así no fue fácil ni ocurrió de inmediato, por resistencia civilizatoria (el último esfuerzo fue el proceso de comunidades negras colombo-ecuatorianas), resistencia política (desde las insurgencias cimarronas del siglo XVIII hasta la guerra civil en Esmeraldas), resistencia económica y política (adquisición, por la gente negra, de las hectáreas de tierra para conformar la comuna Río Santiago-Cayapas) y resistencia de conocimientos y saberes (epistemológica). Sin embargo, los capitalistas de la minería y el monocultivo empobrecedor tienen el Estado. Y triunfaron.

Las personas negras miran las aguas inservibles por la turbidez y el arsénico de sus ríos grandes y pequeños y saben que el “problema mayor” son ellas y su negritud. El racismo estructural ecuatoriano se muestra sin metáfora en las acciones de las instituciones de control y verificación del cumplimiento de la Constitución de la República. (O)

 

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