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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

Los debates inútiles

30 de enero de 2017 - 00:00

Las democracias modernas han instalado en la opinión pública que los debates entre políticos —en tiempos electorales— alimentan el juicio de la ciudadanía y le permite discernir sobre propuestas y visiones de país. Nada más alejado de la realidad. Pues desde que la televisión mediatizó la incidencia de la política en cada uno de los países —desarrollados o en vías de desarrollo— la alteración que sufrió la psiquis de los políticos y de sus mentores (o financistas) supuso que el espectáculo tuviera las características de un ring y no de un auditorio necesitado de nuevas ideas gracias a una sabiduría política afianzada por experiencias que nos han enseñado de todo: vivir en democracias o vivir en dictaduras, en especial en América Latina.

Y no es que por acá los debates sean malos por la calidad de políticos que tenemos. Recordemos recién los debates que protagonizaron el señor Donald Trump y la señora Hillary Clinton. No dijeron nada profundo y más bien se burlaban entre ellos mientras menospreciaban —hasta el ridículo— el valor de la política en una sociedad como la estadounidense. El colmo llegó cuando Trump, inquieto y desdeñoso como es, mientras la Clinton exponía de pie sus ideas, se levantó y persiguió a la candidata, como una amenazante sombra, en el escenario…, doña Hillary no mostró más que una mal disimulada incomodidad. El dominio escénico de Trump —expresentador de programas de televisión— le facilitó hacer semejante acometida y el público simplemente se limitó a mirar y gozar del show.

El debate de los candidatos nuestros la semana pasada no pasó de ser una desagradable demostración de insuficiencia política. Pero no le vamos a echar la culpa solo a los presidenciables y sus asesores de ocasión. También aquí juegan su rol los organizadores, el esquema de la presentación, la clasificación del público, la transmisión por televisión, la puesta en escena estricta y los temas escogidos como prioridad por parte de los anfitriones. Pero ni siquiera eso me interesa analizar aquí, ya lo han hecho en demasía estos días otros analistas.

Lo que me llamó la atención, esta vez, fue oír a cada uno de los candidatos y, al hacerlo, no dejé de pensar hasta qué punto su triste labia sobre la situación local no es un espejo de los que somos los ecuatorianos. Porque esos presidenciables no surgieron de la nada, salieron del caldo de cultivo de nuestra vida social y económica, y de la deficitaria cultura política que anidamos desde tiempos coloniales y poscoloniales. La muestra que la televisión nos regaló la noche del debate fue la devolución sin garantía de unos productos fabricados por nuestra pereza, nuestra ciega adhesión a la religión del sentido común, nuestra indolencia política y social. Están ahí, luciendo su ambición, porque nosotros los forjamos durante décadas, tragándonos el cuento de su filantropía, su audacia o su clientelismo. Ellos no están ahí porque son vivísimos, ¡están ahí porque les hemos consentido ser voceros de nuestro analfabetismo político!
Asumamos de una vez que el descaro no está en ellos y que el próximo debate será otra pelea de box para distracción del gran sanatorio nacional. ¡Viva la democracia del guante! (O)

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