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El Telégrafo
Jorge Núñez Sánchez - Historiador y Escritor

La atracción de lo prohibido

03 de noviembre de 2016 - 00:00

La atracción por lo prohibido se instaló en el mundo desde que Eva, nuestra mítica madre universal, comió la manzana ofrecida por la serpiente y Adán, su compañero, comió también los frutos del árbol del bien y del mal, irrespetando la prohibición de su creador.

Y desde entonces esa atracción nos impele a buscar lo prohibido e irrespetar las restricciones de la autoridad, máxime si se trata de mandatos absurdos, como aquellos que prohíben cantar ciertos temas o a ciertas horas leer determinados libros o seguir ideas consideradas peligrosas.

Recuerdo la secreta emoción con que los estudiantes de colegio nos pasábamos por debajo de la mesa los libros de José María Vargas Vila, ese colombiano audaz que irrespetaba la sintaxis oficial, hacía reflexiones libidinosas sobre los pechos de la mujer o nos planteaba ideas rebeldes y anarquistas contra el sistema. Y no era que sus libros estuviesen oficialmente prohibidos por el colegio laico o las autoridades, sino que instintivamente intuíamos que formaban parte de una literatura subversiva, inquietante y perturbadora del orden establecido.

Con los libros de Juan Montalvo ocurría algo distinto. Aunque su estilo era igualmente rebelde y agitador, y terriblemente crítico con la Iglesia y los conservadores, este autor no iba a contracorriente de la gramática, sino que, por el contrario, era un verdadero esteta del idioma, no hablaba de asuntos lujuriosos y proclamaba una moral laica de tipo republicano. Será por eso que sus libros sí estaban en la biblioteca de mi colegio y hasta entre los libros de mi abuelo y de mi padre.

En esos mis inquietos 15 años descubrí también que había ideas y periódicos prohibidos. Alentado por un amigo mayor, empecé a leer el periódico comunista El Pueblo y luego pasé a distribuirlo reservadamente entre mis compañeros, lo que fue descubierto por las autoridades del colegio y me valió la expulsión por una semana. Desde entonces me quedó el empeño de leer todos los libros prohibidos que estuviesen a mi alcance, fuese que se hallasen censurados por cualquier autoridad o simplemente mal vistos por la “opinión sensata”. Así, me bebí el Decamerón, de Boccaccio; la Manon Lescaut, del abate Prévost; El amante de Lady Chaterley, de Lawrence; las obras del Marqués de Sade; la Historia del Ojo, de Battaille; todos los Trópicos de Miller, la Lolita de Navokov y, claro, la obra de los poetas malditos franceses y la de Poe, y ciertos poemas incendiarios de nuestro entorno, como también esa novela porteña desaparecida por una suerte de conspiración de alta clase: La niña Pichusa, de Martín Arellano.

Ya en el plano político, leí todo lo que me era alcanzable: los clásicos del liberalismo radical, del anarquismo y del marxismo, las Páginas del Ecuador, de Marieta de Veintimilla; la obra de los Flores Magón, los textos políticos de Vargas Vila, los libros y panfletos del ‘Indio’ Uribe, los manifiestos de Zapata y de Sandino, los libros de Roberto Andrade, los discursos de Gaitán y de Allende, los Diarios del Che y los opúsculos de Fidel Castro, las obras políticas de Juan Bosch, entre otros.

Y sigo en esas. En estos meses he coordinado una obra de varios autores titulada Libros, ideas e imágenes prohibidos en el Ecuador, que acaba de ser publicada por la Academia Nacional de Historia. Creo que es buen abreboca para rememorar las prohibiciones de nuestra historia. (O)

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