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El Telégrafo
Carol Murillo Ruiz

Fábula de la mujer amada

10 de julio de 2017 - 00:00

La poetización de las mujeres siempre, en el horizonte occidental, ha sido el arma más contundente del machismo –de élite o proletario- que se practica a través del canon romántico. Las mujeres han palmado porque la (su) belleza tácita tiene un poder que el hombre fue diseñando como espejo de un saber social: lo bello es frágil, lo feo es fuerte; y así logró poetizar las pupilas, el torso o el clítoris femenino.

No está mal poetizar a la mujer o al hombre cuando el vestigio primigenio de esa sublimación es parte del deseo o la seducción mutua; o cuando el tropiezo entre dos facilita el juego de sombras y claroscuros de la posible pasión. Sin embargo, las mujeres, feministas o no, sucumben muchas veces a esa poetización porque el modelo social de las relaciones afectivas (incluidas las laborales) está repleto de doble sentido, de sinuosidades del habla, de flirteos mínimos, del asedio de los cuerpos. Ser mujer es una guerra abierta en todo lugar, una imagen infinita de tiro al blanco. Ergo, la poetización o la virtud ha penetrado incluso la esfera de la violencia contra ellas. 

Durante décadas las mujeres han empujado varias luchas (propias y ajenas): la píldora, el ecologismo, la política, la homosexualidad, el pansexualismo, el aborto, el derecho materno/laboral, etc. Y cierto sector femenino, colmado de nuevas conquistas, posterga, sin erizarse, a la mayoría (de mujeres) que absorben las migajas del pasado y el presente, por ejemplo: el derecho a trabajar en alguna cosa y ganar un poco por ello. Entonces adviene la idea –nunca más vigente- de la cuestión de clases para segmentar el conflicto abierto de las mujeres en entornos de extrema vulnerabilidad. Así, temas como la violencia o el femicidio, estrictamente, exceden las demarcaciones de la clase social, pues si se observa el mapa de maltrato y crímenes contra mujeres es evidente que las muestras son de miedo.

A lo anterior se añade el sentido común de la mediatización de la violencia. Dichos como “crimen pasional”, en sus versiones de ‘celos’, ‘cuestión de faldas’, ‘cachos’, ‘traición’, forjan en la sociedad la naturalización de la culpa… de ellas, (a veces, de ellos). Y, se repite, la simulada poetización del caso mujer, porque decir “crimen pasional” tolera un ingrediente difícil de olvidar: por amor es dable cometer un delito.

El discurso social a favor de las señoritas o señoras también está plagado de devoción litúrgica. Días como el de la Madre, del Amor, de la Secretaria, o el de la Mujer han sido retocados para romantizar el objeto (el regalo), el objeto de consumo (la mujer) y el consumo (el ficticio amor). Banalizada de principio a fin la mujer es, por credo, objeto de culto o sujeta de culpa: se le hace un altar o se le hace una hoguera. Siempre por apego a su belleza, a su urdida e infame poetización.

La mujer contemporánea tiene, acaso, dos senderos contrapuestos: sujetarse al mercado (de la estética de los huesos) o plegar a la política de modo activo y racional, lejos de la sublimación ridícula de hombres y mujeres que se han dejado atrapar en la fábula del amor como dominio de lo público y de lo privado. (O)

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