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El Telégrafo
Sebastián Vallejo

Del ethos libertario a la privatización

17 de marzo de 2017 - 00:00

Dentro del ethos libertario hay esa idea donde se desprende arbitrariamente el rol de lo político del funcionamiento de lo económico. No solo en cuanto a la capacidad de un actor político de intervenir en la economía, sino también de las condiciones con las cuales cada actor participa de la economía. Es decir, los mercados funcionan óptimamente cuando lo hacen sin la intervención del Estado, y los actores dentro de estos mercados libres tienen las mismas capacidades para acceder a ellos, y para participar de ellos. Esto en el papel. Porque no se escapa, o no se debería escapar, que la participación o no del Estado en la economía o la influencia o no del Estado en el mercado es una decisión política.

Mientras que las elecciones son un poderoso mecanismo para demandar preferencias, incluidas aquellas preferencias que determinen el rol que se le da al Estado y las condiciones que se le ponen al mercado, las elecciones solo pueden llevar las demandas de los votantes hasta cierto punto. En su carta a los húngaros de 1919, Lenin escribió que “la democracia burguesa es una forma específica de dictadura burguesa”, sugiriendo que la democracia es un sistema universalístico, un juego con reglas abstractas y universales, pero donde los recursos que cada grupo trae al sistema son diferentes. En otras palabras, su capacidad de influir en la toma de decisiones es diferente. Así es como está condicionada la decisión política del modelo que tenemos (y que muchas veces dista de ser el que queremos).

Podemos decir que la aplicación de estos modelos es endógena, responde a los intereses de ciertos grupos económicos que empujan para que se apliquen los modelos que más les van a beneficiar. Pero incluso si dejamos de lado este elemento, la participación dentro del mercado está condicionada por la capacidad individual de acumular capital (o de haber acumulado capital).

Los servicios públicos, por ejemplo. El Estado compite, de manera desleal, en el mercado, imponiendo restricciones y estableciendo costos artificialmente. Como no hay competencia, el servicio que se brinda es menor al óptimo, dice la teoría. Con la privatización de los servicios públicos, las empresas privadas entran a competir, expandiendo la oferta y, por lo tanto, reduciendo los precios. Como las empresas deben competir, tanto en precio como en calidad para captar mercado, tendríamos, al final, mejores servicios a menores precios. Dice la teoría.

El problema es que la realidad no funciona así. Los servicios públicos suelen ser bienes escasos y, como tales, el mercado los asigna a quien los puede pagar. Si bien hay una demanda amplia para servicios de salud, por ejemplo, los recursos para satisfacer esta demanda son limitados. Por lo tanto, el mercado asignará este bien a quien lo pueda pagar. Es decir, la competencia será por ofrecer un recurso escaso, para una minoría que tiene la capacidad de pagarlo. Si como sociedad creemos que hay ciertos servicios que son derechos (i.e. salud, educación, vivienda, etc.), entonces demandamos del Estado que distribuya estos servicios de manera en que todos puedan tener acceso a ellos. Cobramos una prima a quienes más tienen para cubrir a aquellos que no tienen. No lo hacemos porque una sociedad educada, sana, segura sea más productiva (que lo es) y más justa (que también lo es), sino porque creemos que el ser humano es más que un actor del mercado.

Digo, por si a alguien se le ocurre comenzar a privatizar los servicios públicos. (O)

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