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El Telégrafo
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“A las puertas del cielo hay que llamar así, a estallidos, como conquistadores''

“A las puertas del cielo hay que llamar así, a estallidos, como conquistadores''
10 de febrero de 2017 - 00:00 - Pedro Reino Garcés, historiador/cronista oficial de Ambato

“A las puertas del cielo hay que llamar así, a estallidos, a fin de que nuestras reclamaciones se presenten con el estruendo de conquistadores, no con el vil clamor de los mendicantes”. Estas son tus palabras, las que he buscado en la fosa común de Piura a donde fueron a parar refundidas con  tus huesos libertarios, por el año 1829, cuando decidiste tragarte la propia luz de tus ojos que habían visto parpadear injusticias  por 47 años, dándote un disparo con el arma con que venías amenazándole a tu propia muerte que se burlaba de tus delirios de libertad.

Un día me encargaste que las volviera a repetir cada vez que nuestro pueblo repensara en tener patria libre y nunca traicionada. No me importa que hayas caído en cualquier tumba, que hayas bajada a la fosa común de Piura lejos de tu tierra donde aprendiste la dignidad de las derrotas en los campos de Huachi. Perdona, dijiste que los idealistas no tienen derrotas sino contratiempos. Me lo cuenta Carlos Tobar en sus páginas arrinconadas al olvido.

Dijiste que peleabas por la libertad. Vengo a hacerte recuento de tus propias palabras: “Cuántas ocasiones al ser testigo de cómo colocamos en los puestos elevados a hombres que no poseen sino el mérito de lo desconocido, cuando no las propiedades de sus defectos.

A esos cínicos de la política, que ni siquiera ocultan la avidez ansiosa de apoderarse de la Patria para saciar un hambre canina del despotismo.

Al ver cómo no exigimos de quien ha de gobernarnos ni los buenos antecedentes, ni los conocimientos indispensables para la ardua tarea de regir a un pueblo. Exigimos largos años de estudio al abogadillo que ha de defender un pleito miserable y al medicastro que ha de curarnos un romadizo, y nada requerimos de quienes deben entender en la honra nacional y en los sagrados intereses de los gobernados y curar los males morales que pueden sobrevenirnos.

Cuántas veces al mirar a aquellos gobernantes egoístas, criminales que sacrifican los bienes, el honor de la patria, por un poco de fútil humo de lisonja, producido en el incensario de una vil adulación. Al verles, digo, inquirir los dados falsos que saltan del cubilete de las urnas y que van a darles o quitarles un predominio o una renta o un empleo, que los hombres dignos no quisieran aceptar a trueque del rencor, del insulto, del odio, de la calumnia, de la envidia que, cual montoncillo de monedas, cada uno de la turba de los jugadores pone junto a sí en la mesa de la infamia.

Cuántas al presenciar cómo la desapoderada ambición empapa en sangre los campos, los caminos, las ciudades… ¿Y todo para qué? – para caer en poder de los hombres ineptos, de intrigantes perversos, de troneras irreflexivos, de ambiciosos sin conciencia.  Para ir de la opresión al libertinaje, del despotismo a la demagogia, de la degradación del imbécil al azote del  tirano, convertida la república en propiedad del odiador del trabajo, en tema del monomaniático de grandezas, en feudo ligio del descaro, en botín de los salteadores de los solios, en patrimonio de los insolentes, en legado de pícaros, en mercadería de ladrones, en palestra libre de agitadores, de trastornadores sin ley, sin Dios, sin alma”.

¡Marianooooo!... ¿Estás ahíííííí…? Suenan un par de disparos apuntados por los ángeles y dirigidos directamente al corazón de los gritos de una mujer que no ha necesitado aparecer ni la han visto salir vestida de heroína. Manuela Valdés García golpea las inverosímiles puertas del cielo con sus últimas manos sangrantes de impotencia, tal y como le había recomendado su joven amante, el que le hirió de muerte con su amor descarnado cuando iban viajando desde Ambato rumbo a Quito a enterarse de cosas que ahora se llaman de la Independencia.

Ahora, cada vez que los tronidos retumban, ella, que ahora está hecha de mi memoria, me dice que vuelve a sentir la tempestad brotada de los verbos que fueron humillados en su tiempo: “A las puertas del cielo hay que llamar así, a estallidos, a fin de que nuestras reclamaciones se presenten con el estruendo de conquistadores, no con el vil clamor de los mendicantes”. Marianoooo… Estoy dispuesta a conquistar el cielo con las balas que les sobraron a los valientes que se ensañaron con mi muerte perpetrada en 2 de agosto de 1810, justo cuando estuve a punto de liberarte de la prisión. (O)

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