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Sabrina Duque: "Hay que contar a las personas"

 Sabrina Duque, ganó la Beca Michael Jacobs de crónica viajera 2018, que entrega la FNPI– Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, el Hay Festival y la Fundación Michael Jacobs.
Sabrina Duque, ganó la Beca Michael Jacobs de crónica viajera 2018, que entrega la FNPI– Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, el Hay Festival y la Fundación Michael Jacobs.
Lylibeth Coloma / Diario El Telégrafo
10 de junio de 2019 - 12:24 - Jessica Zambrano Alvarado

Cuando Sabrina Duque empezó a preparar su viaje a Nicaragua se pasó leyendo su historia y su literatura, de los clásicos de Rubén Darío a Sergio Ramirez, Gioconda Belli y el mítico sacerdote progresista Ernesto Cardenal. Todo le configuraba un país que se distinguía como el más seguro del mundo, a pesar de ser el más pobre de América Latina, después de Haití; a pesar de sus gobiernos dinásticos del último siglo, de Anastasio Somoza a Daniel Ortega. 

Ella, que creció en la costa de un territorio andino como Ecuador, no se percató de la condición geográfica del lugar en el que vivirían con su hijo de cuatro años y su esposo. Al llegar se dio cuenta de que escoger la dirección de una casa puede significar “elegir su catástrofe preferida en un menú de peligros naturales”.

Cuando llegó a Managua se preguntó qué pasaba, por qué había tantas distancias entre barrios que habitan entre aguas volcánicas. “Por este paisaje acuático, el nombre de la ciudad viene de mana y ahuac, que en náhuatl significa ‘lugar rodeado de agua’. Pero debería llamarse ‘lugar rodeado de fuego’. Managua está sobre un anillo donde chocan placas tectónicas y que se ciñe desde Norteamérica hasta Nueva Zelanda. En el Cinturón de Fuego, que recorre 24 países, anidan tres de cada cuatro volcanes —activos e inactivos— y ocurre el 90% de los sismos del planeta”, dice en VolcáNica, el libro con el que se propuso relatar “el amor suicida de los nicas con sus volcanes”.

Asentada en este nuevo territorio, en el que no sabe cuánto tiempo permanecerán, conoció a gente que se mudó hacia el Atlántico por los peligros de erupción del Cerro Negro, con una promesa de gobierno que les entregó parcelas de tierras a los campesinos para que estén contentos; conoció a una mujer que de niña escaló el Momotombo pisando la piedra quemada. Se enteró de que los volcanes y una serie de noticias falsas frustraron las intenciones de construir el canal que ahora está en Panamá, en un país gobernado por José Santos Zelata, a quien Theodore Roosevelt, entonces presidente de Estados Unidos, consideraba un amigo.

Se dio cuenta de que hay una escuelita en la que residen las primeras huellas humanas del hombre moderno de las que se tuvieron noticias y que estuvieron sin atención durante 40 años: las pisadas de Acahualinca, la gente que vivió las erupciones del Masaya.

Duque se aproximó a la relación que tienen los nicas con sus volcanes, un vínculo que mantienen sin miedo, aunque el Masaya puede ensombrecer a Managua en cualquier momento. Se puede llegar a pensar que esta ausencia de prevención tiene orígenes prehispánicos. Le cuenta la antropóloga Pilar Asencio que las montañas y los volcanes son puntos donde, para los indígenas, se comunican el cielo, la tierra y el inframundo.

Pero mientras se afana por contar esta relación romántica con la naturaleza, la ciudad en la que vive estalla. Sabrina se queda varada en Managua con un listado de volcanes pendientes y concluye con que “el verdadero volcán dormido era el país”.

***

En marzo de 2018, Sergio Ramírez, el escritor —y exvicepresidente de Daniel Ortega— llegó a Guayaquil como parte de una actividad previa a la Feria Internacional del Libro (FIL). Hacía calor. Su esposa, la socióloga Gertrudis Guerrero, quien lo acompañaba en esta gira derivada de haber ganado el Premio Cervantes, dijo que la temperatura no les afectaba. “Nosotros somos animales de sangre caliente”.

En su país, Nicaragua, estaba por estallar una nueva guerra. En abril de 2018, Monimbó, el barrio que resistió un bombardeo en 1979, se levantó en contra del gobierno de Daniel Ortega. Eran jóvenes sin armas. El turismo, la actividad de la que dependían muchos habitantes de este pequeño territorio, bajó drásticamente, igual que los pronósticos de toda la economía.

Sabrina Duque nunca ha querido contar historias tristes, ni narrar las noticias de las que todos los periódicos escriben. Lo suyo ha sido, desde que leyó Noticia de un secuestro, a los 17 años, generar conocimiento. Lo ha hecho con los perfiles de Cristiano Ronaldo o Vasco Pimentel —que fue el primer texto cultural finalista en el Premio Gabriel García Márquez, que entrega la Fundación de Nuevo Periodismo Iberoamericano—.

Duque no quería escribir de la política nicaragüense, pero le fue inevitable. Alrededor suyo había una guerra que, como extranjera, no le permitía salir de casa, pero que hasta julio de 2018 había cobrado más de 400 vidas. Ante la crisis, quería poner el cuerpo, donar su sangre, ayudar, pero también quería escribir cómo los personajes que se presentaron ante sus ojos como seres invencibles al poder de un volcán, ahora no sabían bien lo que podía pasar ante una política de exterminio por el afán de poder.

“Quien detenta el poder trata de utilizar al Estado como un monopolio. El poder público no es ese poder democrático, compartido entre fuerzas distintas. El monopolio de poder se ha vuelto el vicio del siglo XXI, más allá de las diferencias ideológicas. Por ejemplo, todo este proyecto del socialismo del siglo XXI nace de la izquierda latinoamericana, pero si examinamos, en el fondo viene a ser lo mismo que otras ideologías, quieren lo mismo: quedarse en el poder, detentar el poder, establecer formas exclusivas de pensar, de ver el mundo. Y este autoritarismo se pasa llevando la pluralidad del pensamiento, que es lo más peligroso. Así se lleva de por medio la libertad crítica”, dijo Ramírez, en su paso por Guayaquil, antes de que se terminara de escribir esta historia.

Para Duque fue feo no colaborar con algo tan humano como donar su sangre para salvar vidas. Aquello implicaba correr el riesgo de ser deportada, quemarse demasiado rápido en lugar de contar la historia. Ahora que este libro está publicado con el sello Debate, de la editorial Penguin Random House y que, mientras se escriben estas líneas, lo presenta en México, sabe bien que “hay cosas que desde la oficialidad no se hablan porque no les conviene y, finalmente, fingen que mi libro no existe porque lo convertirían en best seller y las cosas están en paz”.

Los nicaragüenses que se exiliaron por la guerra de los ochenta y que permanecen en el exilio le agradecen que haya contado esta historia. Duque encontró otra forma de poner su cuerpo. En esta serie de crónicas, que empezaron como un relato sobre los volcanes, escribe también su propia historia, la normalidad con la que su hijo de cuatro años afronta un simulacro de emergencia ante sismos, la misma con la que luego dice que las calles están llenas de tipos malos. “Dejo que la gente se entere cómo me cautivó Nicaragua”.

Piensa que en el periodismo siempre se habla de lo macro, que a los medios de comunicación se les olvida cuáles son las historias de la gente y las formas con las que se puede generar empatía. “Las cifras no tienen alma, hay que ponerles piel y contar a las personas”, dijo Duque en una entrevista a inicios de este año con este diario, después de un temblor en Guayaquil, antes de mandar a imprenta VolcáNica y tras recibir las noticias de cómo Brumadinho, en Brasil, quedó enterrada por la rotura de una presa igual que Mariana, la ciudad sobre la que escribió en Lama. Duque quiere generar empatía a través de la literatura de no ficción, porque sabe que la historia siempre se repite.

Sabrina Duque considera que, después de todo lo que ha ocurrido, su libro VolcáNica es una carta de amor a Nicaragua, ese país en el que las esculturas de las vírgenes que se adoran tienen el dedo quemado para detener el fuego.

“La historia copia a la geografía, o la geografía copia a la historia”, dice Ramírez en el prólogo del libro.

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