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El Telégrafo
Tatiana Hidrovo Quiñónez

Parranda y fe en los mares

02 de agosto de 2015

El pueblo manabita, y en general el costeño, ha desarrollado una particular religiosidad popular que se expresa en la devoción a los santos y a las vírgenes, y tiene como su característica sobresaliente la fiesta barroca popular, todo esto envuelto con el manto de la fe.

Estos elementos son coloniales, pero hay un referente que los conecta con tradiciones de origen prehispánico: la geografía sagrada.

Cuando se produjo la invasión europea, más allá de la imposición del orden colonial, se inició una especie de tensión y a la vez negociación cultural de los códigos que se usarían para expresar y comprender lo sagrado.

Para divulgar sus códigos, los doctrineros generalizaron el quichua y el castellano, pero además usaron las imágenes barrocas como estrategia más efectiva para comunicar ideas tan difíciles de entender, por parte de los indios, como la existencia del infierno y la trinidad.

Los indios de Puerto Viejo creían en lo que veían y tocaban.

Para ellos fue difícil entender la resurrección o salvación de almas y tardaron más de dos siglos en asimilar tal abstracción; en cambio fue mucho más fácil tejer la idea de la Madre de Dios, por ello poco tiempo después de la invasión europea, la Virgen de Monserrate ya era objeto de devoción, puesto que además estaba asentada en el mismo lugar por siempre sagrado, el Cerro de Montecristi.

Décadas después de la invasión europea las celebraciones religiosas del calendario católico ya estaban acomodadas a la geografía y las estaciones climáticas de la costa de Puerto Viejo y acompañadas por largos días de fiestas.

Varios testimonios de frailes señalaban desde entonces que los indios de la zona eran “afectísimos al baile” y que se inventaban fiestas religiosas irrespetando el calendario de la Iglesia Católica. Todo parece indicar que la música fue el componente esencial, expresión que predominaría en la costa a diferencia del barroco visual desarrollado en la zona interandina.

Hoy los pueblos de la zona sur de Manabí, epicentro de las culturas ancestrales, son famosos por las fiestas de San Pedro y San Pablo, guiadas por el imaginario de las repúblicas de negros y blancos con sus gabinetes de ministros; el baile de banderas, el baile de perfumes, y la representación de los palacios donde se realizan grandes encuentros amenizados por las más sonadas orquestas.

La fiesta popular de San Pedro y San Pablo no es en realidad un solo acto festivo y religioso, y  un conjuro para que el nuevo ciclo sea próspero y lleno de vida, sino también una estrategia efectiva de redistribución económica: se relocaliza dinero en las costureras, los anfitriones de comida, los vendedores de tela, los artistas y más.

Entre junio y julio, las fiestas alrededor de los santos se desarrollan en tierra y también en los barcos de los pescadores de las Gilces, Los Arenales y Crucita.

Así, mientras el Papa Francisco daba su misa y mensaje religioso y social en Ecuador, Bolivia y Paraguay, los panas de Crucita y los Arenales vivían la parranda y la fe popular, en el mar. (O)

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