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De las 163 misiones diplomáticas existentes en Londres, hace 1.000 días ayer, Julian Assange escogió la puerta de la delegación ecuatoriana para buscar refugio ante una persecución internacional que amenazaba con su libertad y probablemente con su misma vida. ¿Por qué Ecuador? Seguramente Assange vio en el viraje de la política exterior ecuatoriana y en la firmeza demostrada por el presidente Correa, motivos válidos para confiar en una protección que no temblase ante las amenazas del imperio.
Eso no significa que no se haya registrado dificultades. Nadie sabía, ni nadie sabe a ciencia cierta, la duración de su permanencia en nuestra embajada londinense. La convivencia en ese departamento no debe ser sencilla: el lugar resulta en sí pequeño para las mismas necesidades diplomáticas, peor teniendo que hospedar sine die a un personaje al cual hay que garantizar la prosecución de sus actividades y la visita de numerosas personas, a menudo muy ilustres. Dentro del Gobierno, además, varias personalidades intentaron disuadir el Presidente de seguir por el camino escogido. Más allá de las simpatías -o antipatías- y de los aprietos, sin embargo, la apuesta ha sido válida para el país: con eso, Ecuador salió del anonimato en la esfera internacional, pasando a ser noticia de primera plana a nivel mundial y postulándose como defensor de los derechos humanos.
La semana pasada, finalmente, se empezó a avizorar una salida del atolladero que ha obligado al australiano a quedarse refugiado entre las paredes ecuatorianas. Si bien Suecia siempre tuvo la posibilidad de interrogarlo en Londres por las (débiles) acusaciones de molestias sexuales dirigidas por dos chicas, apenas ahora la fiscal Marianne Ny decidió enviar un equipo a Londres para proceder con la investigación. ¿A qué se debe este cambio tan repentino?
El mérito no es atribuible ni a la labor de nuestra misión diplomática en Estocolmo ni a la de Londres, estérilmente concentrada en destrabar el asunto ante las autoridades británicas, las cuales han demostrado una testarudez imperial y una indisponibilidad irritante desde los primeros días del encierro. Una lectura superficial, aunque no necesariamente falsa, la provee la misma fiscal: en agosto prescribirá la posibilidad de incriminar oficialmente a Assange. Sin embargo, han sido los asistentes legales de Assange, quienes, interponiendo incansablemente un recurso tras otro ante las autoridades judiciales suecas, han logrado que la Corte Suprema, la Corte de Apelación y otras personalidades legales emitiesen hondas críticas a la actitud de la fiscal.
La interrogación es probablemente el preludio del fin del caso judicial de Assange. Lo que quedará, sin embargo, es el altísimo costo humano que el australiano tuvo que pagar por el cinismo de una fiscal caprichosa y la subordinación imperial de Suecia e Reino Unido, los cuales hubieran podido simplemente garantizar a Assange no ser extraditado a Estados Unidos. Evidentemente, no eran las acusaciones de molestias sexuales lo que realmente interesaba a los dos países.