Con mucho esmero y paciencia Héctor Palomeque se viste de la selección de Ecuador. Camiseta amarilla, pantaloneta azul y medias rojas, que aunque ya tienen varios huecos “todavía aguantan”.

Héctor, de 45 años, está listo, no para jugar un partido de fútbol, sino para lavar en las frías aguas del Tomebamba. “Apura Héctor, ya baja los saquillos”, le grita su madre, Leonor, pero él se toma tiempo. Se acomoda la camiseta debajo de la pantaloneta, y en vez de colocarse los toperoles, él se pone botas ‘7 vidas’.

Uniformado entra al agua y comienza el ‘juego’ con las más de 10 docenas de ropa ajena que, junto con su madre, tiene que lavar.

De esta forma Héctor y Leonor se ganan unas monedas y mantienen  viva una tradición de la antigua Cuenca, que inspiró incluso a escritores y poetas.  

Hoy son hombres y mujeres los que desde temprano llegan a las orillas del Tomebamba, especialmente en el sector Puertas del Sol, unos por  ahorrar, otros por necesidad y otros porque simplemente les parece más cómodo para lavar, pero todos ofreciendo una de las postales más pintorescas de la ciudad. La mayoría vive cerca, unos llegan con saquillos y tachos de ropa en carretillas.

Hace unos años Héctor se quedó sin trabajo por lo que decidió ayudar a su madre para sacar dinero para la comida y el arriendo. Por lavar una docena de ropa cobran $ 1,50, y por las cobijas, $ 1 cada una.

De estas últimas se hace cargo Héctor, debido a que se necesita fuerza para restregarlas y enjuagarlas. Antes de esto, las pone en una tina con agua y detergente y con la mano en la cintura las empieza a pisotear. “Ahí sale la mugre rápido”.

Junto a ellos, también lava Ana Barba, con su esposo y 3 familiares más. Desde hace 5 años llegan cada 15 días al Tomebamba, pues aseguran que en el río se lava mejor que en la casa. “Es más rápido, es fácil sacar el jabón y enjuagar, además  ahorramos el agua”.  

Ana y su esposo venden café con humitas en la Feria Libre, uno de los mercados más grandes de la ciudad y que está cerca del río.  A este lugar también acude Héctor para cargar productos cuando no hay ropa que lavar o cuando simplemente el clima no ayuda.

Cada uno ocupa una piedra, las más grandes son mejores. Sobre ellas tienden las prendas, las cepillan o restriegan y cuando la mugre no sale, es porque necesitan un par de golpes.  

Aprovechan los días soleados, pues dicen que el agua deja de ser muy fría. Cuando llueve tienen prohibido hacerlo. “Queremos lavar  porque no tenemos otros días pero la Guardia Ciudadana no nos deja porque dicen que es peligros”, dijo Barba, de 28 años.   

A pocos metros de ellos lava María Ballas. A ella solo la acompaña su hija de 5 años quien la espera en la orilla. María, oriunda de Riobamba, llega al Tomebamba debido a que en donde arrienda solo le dan agua para cocinar y para el aseo personal.  

Hace 18 años llegó a la ciudad y desde entonces va a lavar al río los lunes y martes. El primer día lava su ropa y la de su hija, mientras que el martes se encarga de las prendas de su hermana y así se gana unos dólares. Los demás días vende frutas de manera autónoma en el mercado 9 de Octubre. “Si no hubiera el río yo no tendría dónde lavar”, dice Ballas, mientras restriega con fuerza una blusa rosada de su hija.

Aguas abajo hay más lavanderas y lavanderos, unos jabonando, otros enjuagando. Ríen, conversan, mientras sus movimientos contrastan con el brillo de las frías aguas que nacen del Parque Nacional Cajas.

De esta manera algunos cuencanos e incluso los provenientes de otras provincias permiten que la tradición de lavar en los ríos siga siendo parte del paisaje urbano de la capital azuaya. (I)