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En La Ermita, la vida transcurre entre baldes y espuma

Kevin Bayas colabora en la tarea de lavado de ropa familiar, pues se encuentra desempleado. Vive junto a su familia política en el sector de San Roque.
Kevin Bayas colabora en la tarea de lavado de ropa familiar, pues se encuentra desempleado. Vive junto a su familia política en el sector de San Roque.
Foto: Daniel Molineros / El Telégrafo
20 de agosto de 2016 - 00:00 - Luis Almeida

Una decena de madrugadores espera al filo de las 07:00 la apertura  de la lavandería municipal de La Ermita (Centro Histórico).

Es uno de los pocos establecimientos de este tipo que subsisten. En 1951, había 9 lavanderías públicas en la ciudad.

La de La Ermita, como se lee en la fachada de la calle Abdón Calderón, fue construida un año antes.

Quienes aguardan en la puerta de la calle que da nombre al sector son mujeres, en su mayoría, aunque también hay varones. Es el caso de Kevin Bayas, un pintor que colabora en las tareas de la casa, pues se encuentra desempleado.

Acompaña los lunes a su suegra, su esposa y una cuñada y se encarga del lavado de la ropa de Michelle, su hija de 4 años.

Otros usuarios son hombres solteros, viudos o separados que, simplemente, se las arreglan solos.

Tanto hombres como mujeres, por lo general, arriendan piezas o departamentos en sectores cercanos, como La Colmena, San Roque, San Diego o la Plaza Victoria.

Ese es el caso de Verónica Ojeda, una lojana que se dedica a lavar ropa ajena desde que tenía 14 años.

Llegó a Quito en 2013 y continúa con el oficio que le permite alimentar a su hija de 11 años, cuyos estudios realiza en la escuela Roberto Cruz, ubicada en La Magdalena.

Verónica alquila “unos cuartos” en el barrio San Diego, pero acude 2 o 3 veces por semana a la lavandería municipal porque así se evita conflictos con la dueña de casa en la que habita por el uso del agua.

En La Ermita, el líquido, la piedra de lavar y la zona de secado (3 alambres por persona) son gratuitos.

A cambio, los usuarios habituales participan en una minga (trabajo comunitario) el último viernes de cada mes.

El objetivo básico es cortar las hierbas de las dos áreas en donde funcionan juegos infantiles usados por los hijos de los lavanderos.

Sadia Mosquera, administradora del espacio, dice que además de vecinos acuden al sitio quienes trabajan en sectores aledaños, especialmente en el mercado de San Roque.

Verónica no es la única que vive de lavar la ropa de otras personas.

Delia Veloz, de 72 años, también lo hace. La sangolquileña vive desde hace unos 20 años en la parte alta del barrio La Ecuatoriana.

Asegura que en esa parte del suroccidente de Quito es difícil abastecerse de agua, por lo que opta por usar el servicio municipal.  

Delia llega a la lavandería equipada únicamente con jabón, detergente, cloro y dos pares de tijeras que usa para abrir los sachets de los implementos de limpieza.

La ropa llega en el transcurso de la mañana. Proviene de clientes fijos que viven en los alrededores  y que no tienen tiempo o ganas de lavar por su cuenta.

Cobra $ 1,50 por cada docena de prendas lavadas y secadas, tarifa que en su momento le permitió ayudar a su ahora fallecido esposo, quien laboraba como albañil, para costear los gastos de la casa.    

De lunes a viernes ocupa una de las 90 piedras de la lavandería municipal hasta alrededor de las 14:00, hora en que, generalmente, devuelve los encargos del día.

Para entonces ha desayunado y almorzado en su puesto de trabajo y emprende el regreso hacia su casa porque a las 15:00 el lugar cierra sus puertas. (I)    

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