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El corazón de la cebolla: Naturaleza muerta en escena

El corazón de la cebolla: Naturaleza muerta en escena
31 de agosto de 2017 - 00:00 - Jaime Gómez Triana, crítico e investigador teatral cubano

Un fragmento brevísimo de El tambor de hojalata, de Günter Grass, y los cuadros de Edward Hopper, sustentan la pieza más reciente del Teatro Malayerba, con dramaturgia y dirección de Arístides Vargas. Concebida como un ejercicio plástico, un conjunto de bocetos que se aproximan a un bodegón, El corazón de la cebolla parece dialogar también con una de las más célebres obras de Paul Cézanne, pintada entre 1895 y 1898. Juntos, esos referentes son puestos a funcionar sobre la escena mediante el peculiarísimo procedimiento compositivo del Negro que acaba por entregarnos –extraño prodigio– una impecable naturaleza muerta con actores.

Seres eclipsados y solos, acompañan esta vez a la clásica jarra, el vaso con agua, los trozos de sandía, los manteles y los cuchillos. Dispuestas para acoger los más insólitos rituales, las mesas de este restaurante reciben a sus clientes de siempre. El menú incluye anhelos insatisfechos, memorias jamás confesadas, escapatorias. Cada cuadro parece repetirse en bucle. Los personajes, como la autómata en la pintura de Hopper, hablan consigo mismos.

Vidas miserables, enormes temores, fracasos y ausencias se superponen como en capas y acaban por conformar un espejo terrible. El lenguaje sugiere matices y claro oscuros, exhibe y al mismo tiempo extraña cada comportamiento. Tremendamente ingenioso, el texto activa un mecanismo lúdico que catapulta las diversas lecturas de la realidad mediante la complicidad entre los creadores y el público. Pareciera que son de otro planeta los seres que la puesta confronta, pero lo cierto es que es fácil reconocer en ellos las causas y consecuencias de esa existencia gris, mediocre, demasiado parecida a la nuestra.

Guiados por Charo Francés, los actores interpretan marionetas, zombis, muertos vivientes, tarados. Con excepción del dueño del restaurante, el trabajo de caracterización es mínimo, al punto de que son los parlamentos los que concretan la imagen global de cada personaje. El movimiento escénico, limpio, coreográfico, ayuda a consolidar un conjunto de arquetipos de la contemporaneidad, a medio camino entre los personajes de Kantor y las estatuas en un museo de cera.

Amores contrariados, violencia intrafamiliar y una indiferencia impúdica por la existencia ajena –a veces incluso por la propia– son quizás los temas fundamentales de este esperpento minimal. No obstante, lo verdaderamente notable es la capacidad de pintar del natural, de ironizar a partir de la contradicción entre lo que se dice y lo que se hace, entre lo que se siente y lo que se expresa. Comprometidos con su tiempo los creadores de Malayerba no hablan solo de un país, sino de toda una época e incluso de un imperio en el que prevalecen la falta de comunicación real entre los seres humanos, la violencia, la banalidad, la estupidez. Como un exorcismo esta puesta aspira a que tomemos conciencia de ello e intenta salvar el corazón, devolviéndonos la capacidad de horrorizarnos y llorar. (O)

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