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Guayaquil sembró la semilla musical del artista

El Malecón visto desde arriba. La fotografía perteneció a la colección de Miguel Díaz Cueva. Esta imagen fue captada en la década del 50 del siglo pasado.
El Malecón visto desde arriba. La fotografía perteneció a la colección de Miguel Díaz Cueva. Esta imagen fue captada en la década del 50 del siglo pasado.
16 de septiembre de 2016 - 00:00 - Redacción Cultura

Carlos Rubira Infante conoció cada rincón del Guayaquil casi rural en el que nació; lo hizo en bicicleta por las noches. En sentido estricto, no andaba de paseo; era parte sustancial de su trabajo como cartero de los Correos Nacionales. De esa manera entregaba todas las noticias que llegaban de las fronteras.

Para ser portador de las buenas nuevas y de las cartas de amor que entonces carecían de imágenes, necesitaba recorrer las calles e identificar los portales y las viviendas en las que entregaba la correspondencia. Eso le permitió al artista conocer a fondo su ciudad natal, es decir, a través de la sensibilidad y de los sentimientos íntimos de su gente.

El maestro Rubira Infante reflexiona y reafirma hoy lo que siempre ha sostenido como filosofía de vida: más que guayaquileño, se considera ecuatoriano de pura cepa. Pero también dice que a su bella Guayaquil le dedica temas cada vez que puede.

El Parque Sucre. Se inauguró en 1911, donde se rindió homenaje al Mariscal de Ayacucho. Con la regeneración urbana se remodeló y renombró como la Plaza de la Administración.

En su imaginario, él no sitúa a la urbe porteña -como muchos de su generación- como el centro del país. En tal sentido, su visión ha sido mucho más amplia, generosa y abarcadora. Rubira ha sabido incorporar en su gran obra musical las particularidades que esconden el Ecuador profundo, aquel país que no todos pueden ver o aprehender en su esencia.

El Guayaquil en el que Carlos Rubira Infante nació olía a cacao por las tardes y a pescado fresco en los muelles que tenían vida en el malecón. Las casas, muchas de ellas exhibidas ahora en el Parque Histórico, denotaban la estética de una ciudad que nacía y era constante en su modelo constructivo de origen naviero. El sol siempre cayó sobre la urbe de forma perpendicular agitando el ánimo sobre la costa.

“Guayaquil es una ciudad auroral”, dice Fernando Ferrándiz en su libro de postales guayaquileñas que retratan los años 30, cuando crecía Rubira y afinaba su oído al tono de las melodías radiales. “Muchas de sus calles -agrega Ferrándiz-, algunas de ellas centrales, Boyacá por ejemplo, están sembradas de gallos atados de una pata a un cordel clavado en el suelo. El sol cae a plomo sobre estos animales que continuamente devuelven a los vientos el canto áureo de sus gargantas irritadas por el sol del trópico. El quiquiriquí desgarra el paisaje y también nuestra sensibilidad”.

En su serie sobre postales se repiten imágenes narradas e irreales para una ciudad que transita en su brevedad e indiferencia. “El Guayaquil de mi infancia fue bullicioso, de gritos y pregones, ese alegre bullicio de antaño ha sido reemplazado por el roncar de los automotores”.

El mercado Sur de Guayaquil. La vida de la ciudad de ese entonces giraba alrededor del comercio de la pesca y la agricultura. El mercado era un sitio de encuentro y tránsito.

Esa ciudad que describe el cronista fue la que ideó el imaginario de un compositor notable como Rubira. En los mismos años en los que nació el cantautor, la radio inició sus emisiones y la gente se acostumbró a levantarse escuchando música popular, junto con los locutores que alimentaban el espíritu de las cartas que entregaba Rubira.

Según Fresia Saavedra, en el Guayaquil de la década del 40, los aficionados a la música aprovechaban los horarios en los que recibían el servicio de energía eléctrica para oír la radio: en las mañanas, hasta las 12:00; y por las tardes, desde las 18:00. Cada día, después de las clases del colegio, dejaban los deberes para escuchar los programas de la música nacional y aprender las canciones que cantaban en la casa.

Ese espíritu se mantuvo por  años en la ciudad del ‘río grande y del estero’. Naldo Campos, otro músico dedicado al folclore de los ritmos nacionales, recuerda que “cometió un error” al haberle regalado una radio a su mamá, porque desde entonces ella lo despertaba antes de que empezaran a cantar los gallos.

Rubira es de ese Guayaquil de serenatas a medianoche, con cantores que aprendían a afinar su voz y a tocar la guitarra en las esquinas, con los amigos aficionados a la poesía, al tango y, claro está, al pasillo.

En 1945, cuando había ajustado su oído para luego replicarlo en la guitarra, Rubira Infante leyó ‘Guayaquil’, del guayaquileño Pablo Hanníbal Vela, luego de que este le obsequiara su libro de poemas.

“Le dije que se podían unir su alma de poeta y mi lira musical. Él respondió que le gustaría que musicalizara uno de sus versos. El poema se llama ‘Guayaquil’. Le puse ‘Guayaquil, pórtico de oro’ y salió bonito el pasillo”, recuerda Rubira.

En Guayaquil se desarrolló su afición por componer a lo amado. En la ciudad que recorrió de cartero compuso una canción sobre Las Acacias, la ciudadela en la que dejó de vivir, porque la edad le costó su independencia. “Yo vivo en Las Acacias, ciudadela linda de mi Guayaquil, y tengo un parque en mi barrio, llenito de flores y mucho jazmín”. (F)

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