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El Telégrafo
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La UE tiene una deuda moral con el conflicto palestino

Protestantes palestinos, en Estambul-Turquía, quemaron una bandera estadounidense. Ellos rechazan el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel, por parte de Estados Unidos.
Protestantes palestinos, en Estambul-Turquía, quemaron una bandera estadounidense. Ellos rechazan el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel, por parte de Estados Unidos.
Foto: AFP
17 de diciembre de 2017 - 00:00 - Gorka Castillo, corresponsal en España

Tras varios días de pedradas, balazos, gases, advertencias, mentiras e insultos, dirigentes israelíes y palestinos han vuelto a confirmar que falta oxígeno en este mundo para llevar hacia adelante la vieja idea de alcanzar una paz duradera en Oriente Medio.

 Y más después de la sacudida al avispero que ha provocado el anuncio de Donald Trump de trasladar la embajada de EE.UU. desde Tel Aviv a Jerusalén.

Incluso Europa, hasta ahora un mediador insignificante en este largo enfrentamiento, ha mostrado por primera vez una sincera preocupación de que este conflicto pueda súbitamente escaparse de todo control.

“La decisión estadounidense no debe extrañar Se trata de los dos grandes aliados en la zona, la más inestable del planeta. Otra cosa sería que el mundo imite a Trump, algo que no creo que se produzca en las actuales circunstancias”, dice Mahmud Izis, un joven palestino que lleva 10 de sus 25 años viviendo en Madrid.

Izis nació en Nablus, en el norte de la Cisjordania ocupada, muy cerca de la tumba de José y del pozo de agua de Jacob, lugares venerados por los judíos. Se reconoce musulmán “aunque no de cinco rezos diarios”, como dicta el islam más doctrinario.

“Me considero laico en mi comportamiento, aunque creo en Dios porque así me lo inculcaron mis padres. Simpatizo más con los movimientos de apoyo a Palestina que con las mezquitas”, añade, con una sonrisa.

Para él, al reconocer a Jerusalén como la capital de Israel, Trump está impulsando el argumento de los colonos de que, a largo plazo, los hechos sobre el terreno son más importantes que la diplomacia y que Israel finalmente obtendrá legitimidad para sus acciones, incluso la anexión unilateral de toda la ciudad.

“Nunca lo aceptaremos y la comunidad internacional tampoco parece muy dispuesta a hacerlo”, explica.

 Él habla de “hechos sobre el terreno” para referirse a la extensión de barrios judíos por la franja oriental de Jerusalén, la que debería estar bajo control árabe, pero que Israel se anexionó en 1967.

Desde entonces, la ONU también incluyó esta porción de la urbe como un “territorio ocupado”, el mismo estatus que reconoce a 28 ciudades cisjordanas como Nablus bajo control de Israel. Allí está la Ciudad Vieja y algunos de los principales emplazamientos mitificados por ambas religiones como el Muro de los Lamentos, el Santo Sepulcro y la Explanada de las Mezquitas, uno de los tres lugares sagrados del Islam.

Este es el jeroglífico simbólico de Jerusalén, el referente sagrado para las tres grandes creencias monoteístas: catolicismo, judaísmo y musulmán, y la capital deseada por israelíes y palestinos desde la aprobación de la resolución 181 en 1947 por parte de la ONU.

Desde entonces es el pedazo de tierra más disputado del mundo, el epicentro de un conflicto que afecta a toda la región y que periódicamente expulsa el magma de sus desavenencias internas como un volcán, generando un malestar global indiscutible.

Hasta uno de los más admirados dirigentes sionistas de todos los tiempos, el ministro de defensa Moshe Dayan, llegó a dudar sobre la rentabilidad que tendría para su país la conquista del Monte del Templo, donde está la mezquita de Al-Aqsa, durante la Guerra de los Seis Días. “¿Para qué necesito este Vaticano?”, dijo durante una reunión del alto mando militar horas antes de borrar del mapa a cinco ejércitos árabes del entorno.

Pero la importancia de Jerusalén para el pueblo israelí supera incluso la influyente opinión de Dayan, que fue arrollada por la ola de euforia religiosa que inundó Israel después de aquella guerra.

El gobierno de Levi Eshkol no tardó ni dos semanas en anexionarse la parte oriental de la ciudad y, de paso, otros 20 pueblos palestinos con una extensión global 10 veces superior a la que custodiaban los jordanos desde el fin de la II Guerra Mundial. Nada ha cambiado desde entonces y la ciudad santa es de facto la capital de Israel aunque nadie reconozca ese privilegio. En Jerusalén se encuentran todos los ministerios del gobierno, con la excepción del de Defensa, la Knéset y el resto de las instituciones del Estado. “Yo siempre he considerado que Jerusalén es la capital de Israel porque he crecido allí y así me educaron. ¿Qué puedo decir? Comprendo que la decisión de Trump ha causado mucha ira en los árabes porque es controvertida pero no establece cuáles son las fronteras de la ciudad. Ese detalle es importante tenerlo en cuenta”, afirma Iviv Krakovski, israelí residente en Barcelona desde hace 16 años, que se autodefine como un “descreído” de las instituciones del Estado y opositor a las políticas de Benjamin Netanyahu “cada vez más nacionalistas y derechistas”, explica.

El reconocimiento de la Casa Blanca ha sido un trámite desafiante que ha dejado pasmado a medio mundo, incluyendo a muchos israelíes que viven dentro y fuera del país que siempre han considerado que la actividad de los colonos en Yabal Abu Ghneim o Har Hoina, los nuevos barrios judíos construidos en las afueras de Jerusalén, tendrán a partir de ahora carta de naturaleza para seguir ampliándose. “Esto de EE.UU. es peor que peligroso, es estúpido”, concluye Krakovski.

Para el profesor de Derecho internacional de la Universidad del País Vasco (UPV), Ander G. Solana, la actitud estadounidense vulnera la legislación internacional y mina la capacidad de influencia de la superpotencia en la zona. “En este sentido se trata de una victoria para Netanyahu, ya que elimina uno de los obstáculos que Israel jamás ha querido negociar con los palestinos durante los 60 años de conflicto”, añade.

En su opinión, la administración estadounidense ha comenzado a socavar su propio objetivo de revivir el proceso de paz, que parece responder más a una advertencia a saudíes y los egipcios, actores clave en la estabilidad regional, que a un esfuerzo destinado a llegar a un acuerdo.

“Dicho así suena a que décadas de esfuerzo internacional hacia el establecimiento de la paz en la zona han fracasado, tal y como señaló Trump el día de su declaración. Pero lo que no dijo es que estos esfuerzos de pacificación han proporcionado, en gran medida, una tapadera bajo la cual Israel ha continuado la colonización del territorio palestino ocupado, algo que en ningún otro lugar lo ha hecho de manera tan descarada como en Jerusalén”, matiza el palestino Mahmud Izis.

La Unión Europea también ha recibido su ración de críticas por su equidistancia sobre el proceso de paz y por su silencio a la política proisraelí marcada por la agenda internacional de EE.UU. Censuras por cerrar los ojos a todo lo que haga Israel a expensas del mundo musulmán y por tener oídos sordos a las reclamaciones territoriales del pueblo palestino y a las opiniones internas de algunos de los socios comunitarios, como Francia.

Esta semana, en plena crisis diplomática por el cambio de postura de EE.UU. en relación a Jerusalén, Netanyahu comenzó una visita oficial a Europa, la primera que un primer ministro israelí realiza por el Viejo Continente en 22 años.

Su llegada a París era esperada con expectación. Allí, el presidente galo Emmanuel Macron le reiteró su “desaprobación” por la decisión estadounidense, no solo porque constituye “una decisión unilateral que contraviene la legalidad internacional” sino también porque “es peligrosa para la paz”, dice el Diario Le Monde.

 Horas después se encontró con la responsable comunitaria de Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Federica Mogherini: “Sé que el Primer Ministro ha dicho en varias ocasiones que espera que otros sigan la decisión del presidente Trump. A lo mejor otros lo hacen pero por parte de los Estados miembros de la Unión Europea esto no va a ocurrir”, zanjó Mogherini.

Tras décadas de falta de implicación, las palabras de Macron y Mogherini a la cara de Netanyahu parecen vislumbrar que la UE tiene con Oriente Medio una gigantesca deuda moral que pagar antes de que ese avispero de confrontación y miseria vuelva a arder bajo un fuego armado desolador.

Pero la esperanza se agota. Mientras la depresión parece echar raíces en Palestina, la UE trata de mostrar su fe en que otra política exterior es posible, en ayudar a la pacificación y el entendimiento para enterrar una guerra soterrada que Washington, acaba de inclinar hacia el lado del poderoso. Apoyado en su indiscutible superioridad armada, Israel siempre ha reconocido que la construcción de nuevos asentamientos en la zona árabe de Jerusalén es una parte innegociable de cualquier acuerdo que pueda abrirse en Tierra Santa. (I)

España estima en 2 millones su población musulmana
La inmigración —la gran mayoría de ellos desde países musulmanes— es acaso la mudanza más radical que ha experimentado España en los últimos 30 años.

Si en 1974 vivían en esta nación 168.067 extranjeros, a comienzos de 2017 la contabilidad oficial  creció a 4’424.409.

Todavía resulta difícil averiguar cuántos de esos cuatro millones de almas son musulmanes, aunque algunos recuentos cifran en 2 millones el número de supuestos devotos de Alá. No todos son de cinco rezos al día y mezquita los viernes.

Desde el pavoroso atentado terrorista perpetrado el 11 de marzo de 2004 por islamistas radicalizados dentro del territorio español, que dejaron el espeluznante saldo de 193 muertos y más de 2.000 heridos, la infatigable labor de los gobiernos españoles ha sido incrementar la vigilancia en las mezquitas. También aumentar el intercambio de información secreta con los servicios de inteligencia de Marruecos y fomentar la integración de aquellos que deciden rehacer su vida en el país.

Pero parafraseando a George Orwell, el mundo occidental parece incapaz de vivir sin enemigos. Y España no es ninguna excepción. Convertida en la frontera sur de Europa y con dos ciudades-estado ubicadas en pleno territorio marroquí, como son Ceuta y Melilla, sus controvertidas decisiones sobre el control de la migración africana, de aplastante mayoría musulmana, le ha granjeado multitud de enemigos.

Aunque la política displicente que se dispensa a los ciudadanos de origen árabe, que llegan a la península ibérica, nunca ha sido el elemento desencadenante de ningún incidente armado, la cadena de atentados ocurridos el pasado 17 de agosto en Cataluña encendió las alarmas de que algo fallaba en las políticas de integración puestas en marcha en todo el territorio.   

Cierto es que al contrario de lo que sucede en otros estados europeos como Francia o Bélgica, donde los focos de migración se concentran en verdaderas calderas de desarraigo humano como Saint Denis, en el cinturón que rodea París, o Molenbeek en los alrededores de Bruselas, en España no se ha producido una guetización de esas magnitudes. Hay focos como en el barrio del Raval en Barcelona, cuyos comercios han sido copados por ciudadanos de origen paquistaní, incluso en el de Lavapiés en Madrid, hoy poblado por una miríada de razas desde autóctonos, latinos y africanos hasta los llegados desde el sureste asiático, pero todos conviven con armonía ejemplar.

Según el Estudio Demográfico de la Población Musulmana  y el Observatorio Andalusí, los seguidores del Islam representan el 4% de la población total española. Ese informe revela que  aumenta el número de musulmanes nacidos en España o nacionalizados y desciende el número de musulmanes migrantes en ese país.. (I)                    

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